|| Críticas | D'A 2025 | ★★★☆☆
Vida en pausa
Alexandros Avranas
Nudo gordiano
Rubén Téllez Brotons
ficha técnica:
Grecia, 2024. Título original: «Quiet life». Dirección: Alexandros Avranas. Guion: Stavros Pamballis, Alexandros Avranas. Compañía: LAZONA Pictures. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Venecia. Distribución en España: Golem. Fotografía: Olympia Mytilinaiou. Montaje: Dounia Sichov. Música: Tuomas Kantelinen. Reparto: Chulpan Khamatova, Grigory Dobrygin, Naomi Lamp, Miroslava Pashutina, Eleni Roussinou. Duración: 99 minutos.
Grecia, 2024. Título original: «Quiet life». Dirección: Alexandros Avranas. Guion: Stavros Pamballis, Alexandros Avranas. Compañía: LAZONA Pictures. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Venecia. Distribución en España: Golem. Fotografía: Olympia Mytilinaiou. Montaje: Dounia Sichov. Música: Tuomas Kantelinen. Reparto: Chulpan Khamatova, Grigory Dobrygin, Naomi Lamp, Miroslava Pashutina, Eleni Roussinou. Duración: 99 minutos.
No hay declaración de intenciones más transparente que la secuencia de apertura de Vida en pausa. La simetría de la composición, la expresión desnuda y tensa de los actores, el medido travelling hacia atrás que convierte el primer plano inicial en una instantánea general que parodia las fotografías de familias perfectas y sonrientes y felices y amables exportadas directamente de Estados Unidos…, cada elemento del encuadre está tan ordenado, tan milimétricamente calculado, que lo único que se desprende de él es una totalizante sensación de farsa. Todo es mentira: los actores están interpretando desde un hieratismo casi robótico unos personajes que, a su vez, interpretan, desde el manierismo desesperado, a otros personajes. Máscara sobre máscara que desvela un vacío, un interrogante —¿por qué los protagonistas se mueven, gesticulan y hablan de una forma tan fría, distante, forzada?—, que el cineasta mantendrá oculto durante unos minutos más. Así, la película, durante sus primeros compases, no hace sino destruir a través de la osificación formal los espacios por los que los personajes se deslizan: salones y habitaciones que sólo tienen los muebles esenciales, largos pasillos que no conducen sino a más pasillos, calles grises devenidas en meras vías de circulación sin vida; todo configura una geografía estéril e inerte en la que no se produce —o el director no las filma— ninguna interacción humana que no esté definida por la lógica del trámite. ¿El lugar en el que sucede la acción? Una ciudad innominada de Suecia que no es más que un símbolo de todo el continente europeo.
Los protagonistas son refugiados que han huido de Rusia amenazados de muerte por el régimen de Putin y que intentan conseguir asilo en el país recién nombrado. El problema es que, para conseguir el permiso de residencia, además de tener que interpretar el papel de familia —burguesa— perfecta, de verse obligados a sonreír en todo momento, a limar cualquier pensamiento, gesto o actitud que se aleje de una felicidad fingida y a ocultar debajo de la alfombra el más mínimo conflicto cotidiano, deben superar un laberinto burocrático que los convierte en sospechosos, que los criminaliza y violenta. Su intimidad, su pasado y su presente son expuestos y diseccionados a través de un irracional proceso de escrutinio, al tiempo que su futuro se diluye entre las simétricas estancias en las que son sometidos a exhaustivas entrevistas cuyo objetivo no es otro que demostrar que los motivos por los que han emigrado son falsos y que, por tanto, deben de ser expulsados. Sobre el papel, la película no puede estar más pegada a la realidad. La estrategia de Avranas es, por tanto, estirar los límites de la imagen, inyectar la hipérbole a través de la puesta en escena para que la parte más superficial y directa de su discurso, la que constituye su denuncia de la deshumanización de una sociedad que ha diseñado una insoslayable maquinaria taylorista para despojar a los migrantes de sus derechos y convertirlos en pura mercancía que despachar, surja del entrelazado de un guion que controla con mano férrea sus fugas distópicas y que intenta mantenerse en un tono mínimamente realista a nivel argumental, y las gélidas excentricidades que definen el dispositivo con el que está filmado.
La desolación que sienten los personajes ante la imposibilidad de encontrar una salida dentro de ese kafkiano proceso burocrático en el que se hallan encerrados brota de forma orgánica de las imágenes, principalmente porque estás operan a un nivel primario, sensorial: Avranas traduce la ausencia de esperanza en composiciones geométricas plagadas de formas cerradas y asfixiantes —principalmente rectángulos y cuadrados—, de espacios aislados del exterior —las ventanas funcionan como aperturas opacas—, de paredes grises o blancas en las que la luz —a menudo artificial— no hace más que rebotar. La esterilidad de los escenarios, el automatismo de la puesta en escena y la austeridad gestual de los actores proyectan la deshumanización de la maquinaria que devora a los protagonistas, pero también limitan su desgranamiento de los mecanismos que la hacen funcionar. La rigidez formal cohíbe las posibilidades discursivas de la obra, las oprime y encorseta en favor de la emoción directa. Es por eso por lo que los momentos en los que Avranas deja de lado su esquema estético para acercarse con mayor vivacidad a la realidad que retrata son los más brillantes a nivel conceptual. Son los gestos sutiles, los detalles en apariencia insignificantes, los que le otorgan a la obra algo de profundidad discursiva. Ahí están esas secuencias en las que los personajes caminan por la calle o el instituto o los diferentes despachos en los que les niegan su derecho a decidir dónde viven, y en las que el director se esfuerza por dejar fuera del encuadre cualquier punto de fuga que pueda anunciar la existencia de un horizonte o de un final; ahí están esos silencios que extienden su manto transparente y asfixiante sobre los cuerpos de los protagonistas durante las cenas familiares, dibujando el contorno del vacío que la espera indefinida en la que se ha convertido su vida les provoca; ahí está ese plano detalles de los dedos de la madre untando crema en los labios de su hija en coma, primera interacción carnal, física, que se produce en un metraje plagado de conversaciones en las que los teléfonos y los traductores robóticos ejercen de intermediarios entre las partes dialogantes; ahí están esas puertas de cristal que siempre permanecen cerradas pese a la aparente libertad que el propio material que las compone proyecta. Vida en pausa es, por tanto, un nudo gordiano que encuentra en la contradictoria confrontación de los elementos que la componen un ligero equilibrio que le permite respirar e hilvanar un aparato discursivo que, en determinados momentos, consigue alejarse de la mera enunciación superficial. ♦
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