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D'A2025
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  • El año nuevo que nunca llegó

    || Críticas | D'A 2025 | ★★★★☆ |
    El año nuevo que nunca llegó
    Bogdan Mureșanu
    Anatomía de una caída


    Javier Acevedo Nieto
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Rumanía, 2024. Título original: Anul Nou care n-a fost. Dirección y guion: Bogdan Mureșanu. Compañías: Kinotopia, All Inclusive Films. Festival de presentación: Festival de Venecia 2024 (Sección Orizzonti). Distribución en España: Flamingo Films. Fotografía: Boroka Biro, Tudor Platon. Reparto: Adrian Văncică (Gelu), Nicoleta Hâncu (Florina), Emilia Dobrin (Margareta Dincă), Iulian Postelnicu (Ionuț Dincă), Manuela Hărăbor (Alina Silvestru), Victoria Raileanu, Răzvan Vasilescu, Mihai Călin (Ștefan Silvestru), Gabriel Spahiu (Benghe), Ioana Flora (Mariana), Elvira Deatcu, Nicodim Ungureanu, Vlad Ionuț Popescu, Mircea Andreescu, Ion Sapdaru. Duración: 138 minutos.

    La filmografía de Bogdan Mureșanu se ha construido en torno a la exploración de la memoria histórica y su colisión con la vida privada. Su nuevo largometraje, El año nuevo que nunca llegó, refuerza esta línea con una historia que transcurre justo cuando el régimen de Ceaușescu se desploma y Rumanía entra en una fase de incertidumbre. La premisa es simple, claustrofóbica y también bastante representativa de cierta ficción histórica: personajes cuyas historias entrelazadas testimonian la caída del régimen a partir de los gestos cotidianos. Esta tendencia no es nueva en un cine rumano volcado en una renegociación (o, mejor dicho, remediación narrativa) de su historia reciente. Apuntaba Yago Paris en su crítica de Metronom (Alexandru Belc, 2022) en esta misma revista que la nueva ola de cine rumano se caracterizaba por un cierto estatismo donde determinado realismo manierista subsumía las grandes narrativas históricas en relatos individuales. Debido a la Comisión Presidencial para el Estudio de la Dictadura Comunista en Rumanía, se desarrolló una investigación que el gobierno de Travian Basescu efectuó en 2006 para ahondar en la dictadura comunista de Ceaușescu cuyo correlato cinematográfico ha derivado en filmografías más o menos afortunadas.

    Así, El año nuevo que nunca llegó se adscribe a algunas de las constantes apuntadas por Yago Paris en su texto: morosidad estética, personajes anónimos, ralentización del tempo y un cierto determinismo narrativo. Mureșanu compone un relato coral donde el protagonismo colectivo y anónimo intenta dar cuenta del absurdo de la Historia escribiéndose en tiempo real. El filme cohesiona las narrativas de Gelu, un operario de fábrica con conciencia; Margareta, una mujer impasible ante el próximo derrumbe de su casa; Ionut, el hijo policía de Margareta que intenta investigar las acciones revolucionarias de Laurentiu en su afán de cruzar el Danubio; Stefan, el padre de Laurentiu que apenas consigue salvar el especial televisivo de Año Nuevo con Florina, una actriz que se encuentra ante la oportunidad de su vida para dar cara a la “nueva patria”.

    La confusión individual de cada personal es traducida por Mureșanu es una suerte de crónica histórica ficcional donde se entremezclan registros. En ocasiones, filma esta confusión con una estética cercana al mockumentary, pero sin el artificio del falso documental. La cámara, casi siempre inmóvil o con leves movimientos de reajuste, recuerda a las grabaciones domésticas de la época. No hay grandes planos panorámicos de una revolución en marcha; en su lugar, hay un apartamento lleno de tensión donde los personajes apenas pueden procesar la situación. La película, en este sentido, adopta una lógica de baja teoría (Halberstam), despojando la historia de su grandilocuencia y centrándose en los discursos menores, los miedos cotidianos, las interacciones que escapan a la narración oficial. Frente a las crónicas heroicas de la revolución rumana, El año nuevo que nunca llegó presenta la transición como un espacio de ansiedad y confusión. Mureșanu desarrolla una narrativa que se aleja deliberadamente de las grandes explicaciones históricas para centrarse en las pequeñas resistencias cotidianas.

    Este enfoque desde lo cotidiano permite a Mureșanu explorar lo que Halberstam denominaría zonas de posibilidad que emergen precisamente en los espacios de fracaso del sistema hegemónico. Los reencuadres frenéticos, los zooms improvisados, el absurdo de ciertas situaciones y la adopción de cierto punto de vista absurdo hacen que por momentos el filme tenga mucho más que ver con un trasunto light del cine de Radu Jude que con la solemnidad dramática de Radu Muntean. Pese a ello, el logro de Mureșanu radica más en la alternancia de códigos y registros que en su dispositivo formal. De este modo, las secuencias dialogadas con pequeños clímax cómicos funcionan menos que aquellas en las que el absurdo se ve y se percibe como una consecuencia de la confusión sociohistórica que el director sabe construir a partir de retazos del falso documental, la crónica televisiva, el archivo o el drama social teatralizado.

    El filme recuerda en su estructura a The Brutalist (2024) de Brady Corbet, en cuanto a su exploración de la memoria traumática, pero se sitúa en un extremo diferente de la ecuación. Si en The Brutalist el trauma se materializa en la arquitectura, en las cicatrices de los espacios habitados por los personajes, El año nuevo que nunca llegó enfatiza la inmaterialidad de la memoria, su fragilidad y su resistencia a ser fijada en una forma definitiva. No hay un solo punto de vista sobre los hechos, sino una serie de relatos contradictorios que flotan entre los personajes sin resolverse nunca. Esta condición liminal encuentra su expresión más potente en una secuencia final perfectamente pautada y coherente que parece ir más allá del inmovilismo revisionista del nuevo cine rumano. Mureșanu logra que se sienta la pesadez del tiempo histórico gracias a su capacidad para atrapar a los sujetos en momentos de indeterminación. En este aspecto, la película dialoga directamente con el concepto de contemporaneidad no-contemporánea desarrollado por teóricos como Block, donde diferentes temporalidades históricas coexisten de manera incómoda, generando fricciones y anacronismos reveladores. Múltiples presentes posibles coliden en un final que escribe la historia del país a partir de una narración cuya coherencia ha sido máxima en todo momento. Mureșanu ha mostrado a individuos que no son un yo factual reducible a aquello que son en un momento dado. Todo lo contrario, la película desvela un yo aspiracional de personajes anclados al presente que siempre parecen querer ir más allá del absurdo. Esta ingenuidad e idealismo rompen hasta cierto punto con tendencias más solemnes, deterministas y fatalistas insertas en un cine europeo cada vez menos capaz de salirse del oficialismo histórico.

    Por ello, El año nuevo que nunca llegó constituye una indagación sobre la responsabilidad histórica y las posibilidades de redención en sociedades postraumáticas. A través de su sofisticada exploración de la memoria mediada individual y anónimamente, Mureșanu nos recuerda que recordar —especialmente en contextos donde la historia oficial ha sido sistemáticamente manipulada— constituye un acto político de primer orden. En definitiva, Mureșanu ha creado una obra que trasciende ampliamente el cine histórico convencional para ofrecer una meditación original sobre cómo las sociedades procesan sus traumas colectivos y cómo, en ese procesamiento, las pequeñas historias personales resultan tan fundamentales como los grandes acontecimientos que registran los libros de historia. ♦


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