|| Críticas | D'A 2025 | ★★★★☆
April
Dea Kulumbegashvili
La mirada que golpea
Carles M. Agenjo
ficha técnica:
Georgia, 2024. Título original: Aprili. Dirección: Dea Kulumbegashvili. Guion: Dea Kulumbegashvili. Compañías productoras: First Picture, Frenesy Film Company, MeMo Films, Independent Film Project, Sarke Studio, Tenderstories. Fotografía: Arseni Khachaturan. Música: Matthew Herbert. Producción: Ilan Amouyal, Archil Gelovani, Luca Guadagnino, Francesco Melzi d'Eril, Gabriele Bebe Moratti, Alexandra Rossi, David Zerat. Reparto: Ia Sukhitashvili, Kakha Kintsurashvili, Merab Ninidze, Ana Nikolava. Duración: 134 minutos.
Georgia, 2024. Título original: Aprili. Dirección: Dea Kulumbegashvili. Guion: Dea Kulumbegashvili. Compañías productoras: First Picture, Frenesy Film Company, MeMo Films, Independent Film Project, Sarke Studio, Tenderstories. Fotografía: Arseni Khachaturan. Música: Matthew Herbert. Producción: Ilan Amouyal, Archil Gelovani, Luca Guadagnino, Francesco Melzi d'Eril, Gabriele Bebe Moratti, Alexandra Rossi, David Zerat. Reparto: Ia Sukhitashvili, Kakha Kintsurashvili, Merab Ninidze, Ana Nikolava. Duración: 134 minutos.
lilas en la tierra muerta, mezcla
memoria y deseo, agita
las raíces mortecinas con lluvia primaveral.
Con esta estrofa de «El entierro de los muertos» en la primera parte de La tierra baldía (1922), T. S. Eliot planteaba una enorme contradicción. ¿Cómo puede ser abril el mes más cruel? ¿Desde cuándo la primavera es algo bello y despiadado al mismo tiempo? La respuesta se adivina entre un montón de imágenes rotas. Para Eliot, abril no era la promesa de un despertar vital que damos por sabido, sino un motivo de angustia ante lo que está por venir. Abril marca la renovación de un ciclo y es justo ahí, en el sentido irrevocable del cambio, donde reside la desazón del poeta entre el dolor que provoca el pasado y la ansiedad de un futuro incierto. Otra lectura posible es la de una Europa decadente, desarraigada de su propio legado cultural. En otras palabras, Occidente se transformó a ojos de Eliot en una tierra yerma y desolada cuya memoria, tal vez, corría el riesgo de quedar olvidada por el entusiasmo de un nuevo comienzo. Esta forma moral –no exenta de esperanza– de concebir la estación del renacer como una época de recogimiento áspero bien podría quedar anclada en la coyuntura de Eliot, en su Londres de posguerra, si no fuera porque la deslumbrante nueva película de Dea Kulumbegashvili le otorga un nuevo sentido en clave contemporánea. No hace falta comprobar que la directora se haya leído la obra para establecer un diálogo fecundo entre ambas. April avanza lentamente por una Georgia rural y lluviosa como un cuerpo empapado que asiste a las consecuencias de la crueldad. No tanto la que brinda la primavera como la que firma el patriarcado. Si La tierra baldía se pronunciaba como un gruñido ante la vida; April, en cambio, se escucha como una exhalación en mitad de la noche.
En el fondo, la película se puede leer como un suspiro a pocos centímetros del oído que encuentra en la actriz georgiana Ia Sukhitashvili una mirada de inmensa tristeza. Ella encarna a Nina, una ginecóloga obstetricia de rostro pétreo que practica abortos clandestinos fuera del hospital donde trabaja. La práctica en Georgia no es ilegal, pero las mujeres que interrumpen su embarazo no encajan en una sociedad de doctrina ortodoxa sacudida por el fanatismo religioso y la violencia de género. Consciente de la gravedad del problema, Kulumbegashvili aprovecha su emergente obra como directora y guionista para exponer la situación con extrema crudeza. Ya en la insólita Beginning (2020), impropia de una debutante, la esposa del líder de una comunidad de testigos de Jehová –interpretada por la misma actriz que encarna a Nina– sufría la violación de un intruso camuflado de policía ante el silencio de Dios. La escena, registrada en plano general y contaminada de ruido por el caudal de un río, colocaba al espectador en una posición desagradable –tal vez cercana a la lucidez macabra de Michael Haneke– que podía activar su alarma como testigo de lo insoportable o, por el contrario, certificar la anestesia perceptiva de cierto público de retina impávida que ha acabado normalizando la violencia en pantalla. Para más inri, este crítico se sorprendió revisando el final de la película, donde el mentado violador sale a cazar por el bosque y, tras una imprevisible mirada a cámara, se extravía por un paraje infernal de «tierra agrietada» y sin raíces que, probablemente, dejaría atónito al T. S. Eliot de La tierra baldía.
El segundo largo de Kulumbegashvili –Premio Especial del Jurado en Venecia, proyectado este año en el D’A y coproducido por Luca Guadagnino– vuelve a vincular la tragedia de lo real con lo esotérico, pero esta vez propone una variación estimulante que se sirve de las flautas óseas de Matthew Herbert para reforzar su atmósfera inquietante. En un juego de identidades análogas, Nina, que ha sido acusada de provocar la muerte de un bebé, se desdobla en un monstruo desnudo y sin rostro que carga con el dolor, no por haber cometido ningún error, sino por ser objeto de una masculinidad tremendamente tóxica. En ocasiones, su apariencia resulta desconcertante. En el plano de apertura, se escucha una respiración agitada y se desplaza rodeada de oscuridad, mientras su reflejo se proyecta sobre aguas extrañas. En otra escena especialmente significativa, se persigue una estética de resonancias pictóricas. Nina aparece flotando en posición horizontal en la parte superior del encuadre abrazada a un compañero de trabajo –que interpreta Kakha Kintsurashvili, el actor que encarnaba al violador en Beginning– en una composición realmente abrumadora. La directora apuesta aquí por reescribir a Chagall. No tanto para replicar su cuadro más icónico, Sobrevolando la ciudad (1919), donde una pareja de enamorados atravesaba el cielo de la ciudad colorida de Vitebsk. Más bien refuta algo tan del gusto surrealista como el amor fou, ya recreado por Jonathan Glazer en un thriller mayúsculo como Sexy Beast (2000) donde un mafioso Ray Winstone se besaba flotando con su amada en el cielo nocturno de la Costa del Sol a ritmo de Mancini como si nada malo pudiera ocurrir. No es el caso de April, que va más allá y ha logrado subvertir el referente original para asimilarlo perfectamente en su propio universo melancólico.
Otra cosa bien distinta es el desgaste que acumula la metáfora de la mujer como un campo deformado por las batallas del patriarcado. Más cerca del subrayado cansino que de la sugerencia pertinente. En este sentido, el debut de Kulumbegashvili era mucho más conciso. Ahora bien, es innegable que su aliento narrativo sigue fascinando como el primer día. April se despliega como un ensayo atávico y complejo sobre el punto de vista, sobre el hecho impúdico de aguantar la mirada, que confirma a la directora como una de las voces más radicales del actual panorama europeo. Las imágenes registradas con su cámara distante dialogan con la frontalidad de algunas escenas –como los dos partos reales– y una mirada subjetiva que tiembla, orgánica e imperfecta, sin trípode que la sostenga, como en algunas películas de Cristi Puiu. A veces, Nina aparece al fondo del plano como una silueta inmóvil. En otras, directamente, adoptamos su propia mirada, que bascula entre la percepción vagante –contemplando un campo de amapolas o la llegada de una tormenta eléctrica– y otra más bien siniestra que, atraída por las pulsiones del apetito, combate el insomnio circulando en coche por una carretera infinita en busca de sexo improvisado. Hasta aquí, Kulumbegashvili plantea una estimulante dualidad entre cómo vemos a Nina y cómo ella –desde una apariencia humana o monstruosa– proyecta sus emociones sobre el entorno, pero no se conforma con gravarla desde fuera y desde dentro. También ubica la cámara en la óptica de quien solo ve a Nina por sus actos. En una de las escenas más duras, aparece un hombre a quien no vemos nunca la cara y que la protagonista ha recogido en el arcén de una carretera. Lo que empieza como un lío esporádico termina en golpes secos de violencia que acorralan al espectador. La cámara, de repente, se ha situado en la mirada del agresor para que observemos el rostro de la vergüenza, de una mujer maltratada. Esta forma de hundir al personaje, de cargar el peso de la culpa sobre su espalda, se repite en el contexto laboral, en las dinámicas de poder de un hospital de protocolo estricto, en las tensiones de la cadena de mando. Es en estos estratos donde el cine de esta directora se hace pura contundencia. No se trata, pues, de provocar a través de lo físico y lo visceral. Lo que importa aquí es la denuncia de una situación múltiple que reclama justicia donde sólo hay silencio. ♦
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