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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Familiar Touch

    || Críticas | Seminci 2024 | ★★☆☆☆
    Familiar Touch
    Sarah Friedland
    Tratado sobre el vacío


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2024. Título original: Familiar Touch. Dirección y guion: Sarah Friedland. Compañías: Rathaus Films. Festival de presentación: 69ª edición de la Semana Internacional de Cine de Valladolid (SEMINCI). Fotografía: Gabe Elder. Reparto: Kathleen Chalfant (Ruth Goldman), Carolyn Michelle Smith, H. Jon Benjamin, Andy McQueen, Katelyn Nacon, Alison Martin, London Garcia, Mike G., Joahn Webb, Sandy Velasco. Duración: 90 minutos.

    Los primeros minutos de Familiar Touch resultan verdaderamente desconcertantes, puesto que sus imágenes están atravesadas por un feísmo compositivo y cromático tan marcado que cuesta creer que alguien las haya rodado en un sentido no irónico: planos generales con muebles desenfocados en primer término, iluminación artificiosa —naranjas y verdes muy fuertes— que carece de profundidad, conversaciones que se desarrollan en planos y contraplanos en los que el escorzo del personaje que escucha ocupa una gran parte del encuadre, cortes de montaje que llegan cuando alguien empieza a hablar, escenas enteras rodadas con una steadycam indecisa, que nunca termina de saber cómo darle profundidad a la acción, predominante uso del teleobjetivo para aislar a los actores del espacio en el que se mueven… La lista de recursos técnicos dignos de telefilm es larga, pero lo importante es, ya se ha dicho, que la película no es una comedia, ni la directora, Sarah Friedland, tiene intención de inyectarle dosis de humor ácido a las secuencias que la componen. Todo lo contrario, Familiar Touch quiere ser una reflexión seria, pero desdramatizada, sobre el alzhéimer. El desconcierto mencionado al inicio del párrafo surge, precisamente, porque durante esos cinco minutos de apertura la realizadora no ha terminado de asentar el tono de la cinta y, por ello, el espectador no sabe si las imágenes que está viendo forman parte de una estrategia cómica que tiene como finalidad, previo empleo de una hiperbolización extrema, reírse de los melodramas de sobremesa o si, por el contrario, son la ridícula sublimación de los mismos. En pocas palabras, las primeras escenas de la película son tan inexpresivas, arquetípicas y pretenciosas —la búsqueda de un esteticismo videoclipero es una constante— que cuesta tomarlas en serio.

    El desconcierto dura poco: la cineasta destapa sus cartas rápidamente y las dudas sobre las posibles reminiscencias humorísticas de la obra desaparecen al momento. La idea de narrar desde un punto de vista aséptico, mudo, la historia de una mujer con alzhéimer que sufre un gran desconcierto cuando su hijo la lleva a una residencia para que esté perfectamente atendida las veinticuatro horas del día tenía un gran potencial, pero la incapacidad de la directora para diseñar una puesta en escena que pueda dotarla de peso y profundidad, que la convierta en un organismo vivo que se coloca delante de la enfermedad desde un ángulo nuevo, diferente, la condena a vagar por la pantalla asfixiada por el propio vacío que pretende utilizar como material fílmico. Y es que Familiar Touch está llena de silencios y tiempos muertos, de conversaciones en las que se dilatan los segundos que median entre una frase y la siguiente, de espacios de guion huecos que la cámara debería llenar, dotar de sentido a través de gestos sutiles, y que no terminan sino convertidos en la cicatriz que insinúa lo que la película pudo ser. El espacio para que un detalle de puesta en escena haga salir de entre esa ingente cantidad de momentos en apariencia intrascendentes una idea germinal desde la que se pueda construir un discurso está ahí, el énfasis que Friedland hace de los silencios y de las rutinarias repeticiones de acciones cotidianas —sacar o meter ropa en el armario— indican que su intención es utilizar dichas bisagras temporales que separan las secuencias de “mayor potencia” como argamasa para un pequeño ensayo sobre la paulatina desaparición del movimiento íntimo que provoca la enfermedad, el problema es, precisamente, que esos espacios, que esas bisagras, que esas líneas del pentagrama que la realizadora deja en blanco, nunca adquieren mayor importancia a través del trabajo con la cámara.

    La escritura literaria entra en conflicto con la escritura fílmica; la estructura que tendría que sostener la totalidad del edificio cinematográfico se ve reducida a un puñado de hierros y andamios desnudos e inservibles. La evidencia de que la puesta en escena lo es todo inunda la pantalla: de nada vale haber realizado un matizado trabajo con las palabras si las imágenes no dicen nada. Ahí está Vortex como prueba irrefutable de dicha tesis. Con tan solo un folio de argumento fijado sobre el papel, Gaspar Noé sacó adelante una obra contundente y dolorosa que le ofrecía a los espectadores la posibilidad de mirar a los ojos de la enfermedad desde diferentes ángulos de forma simultánea; la genialidad de la pantalla partida proyectaba la separación emocional de sus protagonistas, al mismo tiempo que ejercía de sostenedor de un discurso en el que lo político y lo íntimo, la Historia y sus historias, se entrelazaban en un tenue gemido que era tanto metáfora de pulsión abstracta como gesto agónico arraigado a la fisicidad del cuerpo. La película estaba constituida enteramente por su puesta en escena; sin libreto previo, la luz, la composición del encuadre, los movimientos de los actores dentro del acotado —y laberíntico y menguante— espacio en el que la muerte los iba a encontrar, el sonido y los matices de las interpretaciones construían la propuesta.

    Así, si Noé en su cinta exprimía la enfermedad explorándola como realidad por momentos tangible —la descomposición de la mente y el cuerpo se hacía palpable gracias al modo en que el director seccionaba y deformaba el piso en el que la pareja residía, convirtiendo cada pasillo, cada estancia, en una sala de espejos por la que los espectadores, reflejados en la expresión angustiante de Francois Lebrun, caminaban confusos— y utilizándola como alegoría de la situación social y de la actualidad cinematográfica, Friedland hace todo lo contrario en Familiar Touch. El alzhéimer aquí no es más que una presencia fantasmal que, en ausencia de una mirada —la de la realizadora— que la aborde de forma activa, se diluye entre los no menos fantasmales espacios de la casa y la residencia, entre los cuerpos de unos intérpretes que flotan —no hay casi profundidad de campo— sobre los lugares en los que acontece la narración o que se funden con ellos —puntean el relato algunos —pocos— planos rodados con un gran angular que aplana las habitaciones y hunde en ellas a sus habitantes—, entre unas conversaciones alargadas hasta sus mismos límites en las que nunca se enuncia nada más allá de lo superficial, de lo evidente. No hay, por tanto, una reflexión per se sobre la enfermedad, sino un intento fallido de acercarse a un personaje que poco a poco se va vaciando. El desconcierto que a la protagonista le produce el cambio de espacio, la inestabilidad y el miedo que se apoderan de sus movimientos, la difusión de la línea que separa la realidad del caótico torrente de sonidos e imágenes que la aplastan o el modo en que intenta entablar conversaciones con otros cuando apenas puede hacerlo con su propio pasado, con los aspectos que definen con mayor trascendencia su identidad, son algunas de las ideas que permanecen momificadas bajo la cicatriz que recorre la película y que, ya se ha dicho, ofrece la viva instantánea de lo que pudo ser.

    La constante indecisión a la hora de dilucidar la posición en la que colocar la cámara y el sentido que debe tener un travelling o de planificar la coreografía gestual a través de la que los personajes se van a comunicar, cristalizan en gestos de puesta en escena erráticos, lánguidos, que no intentan sino darle algo de dinamismo a escenas de acción mínima en las que la sutileza técnica se impone como necesidad. De forma completamente accidental, la película termina convertida en un tratado sobre ese vacío, ese juego de perfiles sin voz que intentan latir sin mucho éxito, que surge cuando la mirada del cineasta —la cineasta, en este caso— no consigue ir más allá de los límites del guion. ♦


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