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  • Cine Alemán Siglo XXI

    El jockey

    || Críticas | Americana 2025 | ★★★★★
    El jockey
    Luis Ortega
    Todo a la vez en todas partes


    Luis Enrique Forero Varela
    Barcelona |

    ficha técnica:
    Argentina, México, España, Dinamarca, Estados Unidos, 2024. Título original: El jockey. Dirección: Luis Ortega. Guion: Luis Ortega, Fabián Casas, Rodolfo Palacios. Compañías: Rei Cine, El Despacho Produkties, Infinity Hill, Exile Content Studio, Warner Music. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Venecia 2024. Distribución en España: Caramel Films. Fotografía: Timo Salminen. Música: Sune Wagner. Reparto: Nahuel Pérez Biscayart (Remo Manfredini), Úrsula Corberó (Abril), Daniel Giménez Cacho (Sirena), Mariana Di Girolamo, Daniel Fanego, Osmar Núñez, Luis Ziembrowski, Roberto Carnaghi, Adriana Aguirre, Roly Serrano. Duración: 97 minutos.

    El argentino Luis Ortega dirige y coescribe El jockey (2024), una película libérrima que explora la identidad como motor de la transformación, sirviéndose de una mezcla de géneros lúdica y amplia, con el atrevimiento de quien confía plenamente en su visión creativa, tomando decisiones tan arriesgadas como lúcidas. El protagonista a cuya profesión alude el título es un personaje diletante en el abuso de sustancias, egocéntrico y hedonista, tan orgulloso de sus excesos como ignorante de su limitado albedrío, verdugo y víctima de sí mismo. Remo (un sobresaliente Nahuel Pérez Biscayart) es el jinete estrella de del hipódromo en Buenos Aires, y mascota del arrogante y supersticioso apoderado Sirena (enorme y contenido Daniel Giménez Cacho), quien maneja a sus jockeys como si fuesen monedas, al mando de una jerarquía criminal de instrumentalización, disfrazada de buenas intenciones y ambigüedad paternalista. Henchido de alcohol, cocaína y ketamina, animalizado, es recogido del suelo de los bares del centro por los secuaces del capo, y obligado a lanzarse al paddock sobre el caballo para participar en carreras que parece condenado a perder, con el remoto éxito como apenas un eco de su miserable vida. Por su parte, él tiene otros planes: se arrastra hacia la autodestrucción como aquel Geoffrey Firmin de Bajo el volcán de Malcolm Lowry, con unas gafas oscuras que son a la vez un disfraz —como lo es, de hecho, el outfit de jinete, un disfraz de superhéroe— y un parapeto desde el que asomarse para mirar a la Muerte. Casi parece que lo que esperan todos de sus actos —sobre todo él mismo— es una muerte espectacular y rimbombante. Junto a él, Abril (Úrsula Corberó), la joven promesa, pretende escalar con ambición relegada a recoger los pedazos del fracaso de su compañero y padre de la criaturita que alberga en el vientre, sin demasiada convicción. Su talento palidece frente a las flores y atenciones que el otro recibe cada vez que causa un desastre superlativo.

    Las cosas cambian cuando el exceso alcanza un paroxismo tan predecible como deseado, de alguna manera, por todas las partes. Lo interesante, lo genial, ocurre tanto en la forma como en el contenido, pues, tras el tremendo accidente, se dispara la mutación: si la primera parte estaba configurada como una película a ratos lisérgica, a ratos cínica, con una atención muy detallada por la estética, con ecos de Nicolas Winding Refn —especialmente sus series Too old to die young (2019) y Copenhagen cowboy (2022)— y personajes parcos en palabras e intensos en actitudes hieráticas, el segundo tercio se torna en algo así como una aproximación al cine de Almodóvar, delatándose con un uso del color y el diseño de producción y de vestuario muy concretos. Remo abandona el hospital en el que está recluido, dejando atrás su infame éxito, se abandona a sí mismo y se sumerge en una huida que dispara su cambio de género, su reconexión con una parte olvidada y suprimida por las circunstancias, reclamando una nueva identidad y un nuevo nombre: Dolores.

    Con esta nueva configuración, Ortega se sirve de un sincretismo de géneros e influencias para narrar esta búsqueda de una segunda vida. Los poderes que persiguen a Remo-Dolores parecen representar un acoso manipulador y un afán de reclamar su cuerpo como una propiedad o un trofeo, negándosele cualquier derecho a existir fuera del amparo de los otros. El estado mental y emocional en el que el/la protagonista recorre las calles de Buenos Aires responde a la incertidumbre, a la comprensión atropellada del nuevo estado de las cosas, siempre amenazado/a por un pasado de abusos disfrazado de gloria. En su tercera parte, el arrojo de Ortega propicia un nuevo cambio de género cinematográfico, cimentando y legitimando esta transformación progresiva de la protagonista, y alcanza el paroxismo con un epílogo que perfectamente podría ir de la mano del final de 2001: una odisea espacial (1968), con idénticas dosis de ambición e intenciones discursivas que la joya de Kubrick, pero con un pie en el terreno de la cotidianidad urbana rioplatense.

    Todo este aparato se sostiene con las interpretaciones de Pérez-Biscayart y Corberó, comprometidos con el proyecto y capaces de mantener el rictus perfecto en los planos fijos, en los travellings o en una secuencia musical tan destacable como deudora de Beau travail (1999), de Claire Denis. Ortega ha utilizado los mejores recursos a su alcance, no solamente llevándose el crédito con una dirección de autores notable, sino rodeándose de talentos para pulir con mimo cada elemento en esta obra monumental que es El jockey. El guion, disparatado y elusivo, está firmado a seis manos, por el mismo director, así como Rodolfo Palacios —con quien también colaboró en El ángel (2018), su obra precedente— y el escritor Fabián Casas, cuya excelente agudeza ya demostró en Jauja (Lisandro Alonso, 2014). En este ejercicio delirante hay una atención inaudita hacia los detalles, tanto plásticos como narrativos, algunos de los cuales no destacan, no se le pasan por la cara a quien está frente a la pantalla; sin embargo, se evidencian como necesarios, pues contribuyen en cimentar el universo en el que se desarrollan los acontecimientos. Tal ambición, discreta a los ojos desatentos, se permite la elasticidad necesaria para hacer lo que le dé la gana, sin abandonar el compromiso con la visión artística del director.

    Esta película, tan autoconsciente como arriesgada, corre el grave peligro de ser interpretada como un caprichito, un ejercicio de pedantería que tal vez a alguna parte de la crítica o los espectadores pueda parecer irregular o fallida. Esta es una comedia, es un thriller lisérgico, es una tragicomedia queer almodovariana, es una película carcelaria, es un pseudo musical melancólico y felliniano, y también es mucho más. El jockey resulta en cualquier caso refrescante e inesperada, tan sorpresiva en su concatenación de ideas y hallazgos como en su juego con los géneros, con las expectativas, renunciando a la linealidad, a la sobreexplicación y, sobre todo, a la mediocridad. Quien firma estas líneas la defiende como una indiscutible obra maestra del cine latinoamericano reciente. ♦


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