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Las Palmas Film Festival 2025
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  • Aún estoy aquí

    || Críticas | ★☆☆☆☆ |
    Aún estoy aquí
    Walter Salles
    Traiciones de la forma


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    ficha técnica:
    Brasil, 2024. Título original: Ainda estou aqui. Dirección: Walter Salles. Guion: Murilo Hauser, Heitor Lorega, basado en la novela de Marcelo Rubens Paiva. Compañías: VideoFilmes, RT Features, MACT Productions, Conspiração Filmes, arte (Brasil). Festival de presentación: Festival de Venecia 2024. Distribución en España: Vértigo Films. Fotografía: Adrian Teijido. Montaje: Affonso Gonçalves. Música: Warren Ellis. Reparto: Fernanda Torres (Eunice Paiva), Selton Mello (Rubens Paiva), Fernanda Montenegro, Maeve Jinkings, Antonio Saboia. Duración: 135 minutos.

    A menudo los practicantes menos dotados del «cine social» —sea eso lo que sea— se pisan sus propios cordones cinematográficos y todo el rosario de buenas intenciones que porta una película se desploma estrepitosamente en apenas cinco, diez, veinte minutos de metraje. Ya lo saben: hablo de esa manía de construir personajes purísimos y buenos, impolutos, personajes de camisa blanca (ideológica) recién manchada, impecables, personajes cultos y empáticos, listos y ejemplares, personajes mártires que no han cometido jamás ningún error y que tienen tanta profundidad como un sello de correos de la antigua unión soviética. Personajes que de tanto estilizarse se rompen porque resultan ridículamente perfectos: hombres y mujeres de familia valientes, sapientísimos, perfumados de su propia santidad y, por lo tanto, completamente ajenos a la realidad de cualquier espectador mediano que se aproxima a la sala.

    A Walter Salles su espectador le importa un bledo. Venía de estrellarse en una de las aproximaciones más fallidas jamás rodadas a la generación beatOn the Road (2012), probablemente ni siquiera la recuerden— y ha decidido tirar por la vieja vía del «cine de calidad» destinado a rascar el «galardón de calidad» para llegar a hipotéticas «audiencias de calidad». Lo que no termino de entender es cómo el resto del mundo le ha comprado el discurso. (Esta última frase es inevitablemente mentira: recuerdo cosas como Coda [Slan Heder, 2021] y todo encaja perfectamente).

    A Walter Salles, decía, su espectador le importa un bledo. Por eso ha levantado una cinta pantagruélica de más de dos horas que se recrea en sí misma, anonadada, llena de repeticiones y desvíos almibarados, de música triste. Es una película llena de diálogos explicativos y de buenas intenciones, dos cosas peligrosísimas que suelen ir muy bien para epatar a las almas nobles pero que acaban generando un cine nefasto, deficitario. A Salles no le importa que su espectador tenga otras cosas mejores que hacer o en que pensar, porque la película se le impone y le intenta pasar por encima como una apisonadora emocional. Hombres buenos, familias buenas, destrozadas por una dictadura militar: ¿Quién no se sentiría íntimamente conmovido por ese mensaje? El problema es que Salles no es Jasmila Žbanić ni Costa-Gavras. Ni siquiera es Mihalis Kakogiannis, puestos a recordar películas fallidas sobre las catástrofes políticas de Latinoamérica.

    El problema no es ni siquiera el «mensaje», obviamente. El problema es cómo se cuenta, esto es, cuál es el sobre en el que Salles quiere pegar su sello humanístico y mandárselo a un receptor total —la «Humanidad», el «Futuro», suponemos—, con la vieja, absurda, ridícula garantía de que recordar algo nos impedirá que vuelva a ocurrir. Se lo juro: una de las protagonistas justifica toda su acción dramática en la segunda parte de la trama con tan ridícula posición ideológica. Disparatada. Mientras usted y yo leemos estas líneas en otras partes del mundo que a Estados Unidos le interesan menos hay hombres, quizá no tan buenos, quizá no tan sabios, quizá no con familias tan maravillosas, siendo brutalmente asesinados a manos de otro tipo de genocidas. Con lo que cabría preguntar, a bocajarro: ¿sirve la película de Salles para frenar algo de eso? ¿Dice algo la película de Salles que no se haya dicho ya a propósito de los exterminios totalitaristas perpetrados en el siglo XX? Y llevaré todavía más lejos la preguntita de marras: ¿Hay acaso un plano, repito, un único plano o una única decisión formal de la película de Salles que no hayamos visto ya mil veces, que no esté gastadísima, que no provoque la sensación de que podría recortarse en la sala de montaje e injertarse con total tranquilidad en la película-denuncia-para-grandes-audiencias de la sala de al lado? La respuesta es obvia: no.

    Porque lo hemos visto ya mil veces y mil veces más habremos de verlo: el efecto de la película casera de 8 milímetros con su grano saturado para generar una supuesta pátina de memoria nostálgica. Los discos de vinilo girando en plano detalle y los pantalones campana, los chicos guapísimos, las chicas guapísimas, las madres valientes, las hijas valientes. Por tener, tienen hasta un perro dulce y juguetón que abre el metraje, y que por supuesto, en uno de los acontecimientos de guion más ridículos que recordamos haber visto en una película en la última década, será atropellado por un coche —suponemos— conducido por la policía militar.

    La película está tan mal diseñada que cuenta con un epílogo que se arrastra casi cuarenta minutos de metraje. Su diseño estructural está tan sobado que dispone unas primeras escenas de contexto histórico y familiar, un primer susto político, un retorno a la normalidad, un breve descenso al horror, y a partir de ahí, una suerte de errancia en la que ocurren cosas que no hacen apenas avanzar la trama o que, peor aún, la entorpecen sin llegar a desarrollarla. Y el montaje, por supuesto, se cae a pedazos. Pondré otro ejemplo. En un momento de la trama, la familia —ya sin padre— acude a tomarse un helado. El problema es que está rodeada de otras familias, de tal modo que Salles juega hasta el hastío con los planos subjetivos y los planos reacción para subrayar y subrayar y subrayar su tesis: Ellas no tienen padre. Se dan cuenta de que no tienen padre. Se dan cuenta de que otras familias tienen padre. Y sufren. Cosa, por lo demás, obvia. Tan obvia como una planificación que pasa de la mirada desolada al reencuadre de una familia absolutamente feliz.

    Decía hace unos párrafos que soy incapaz de comprender cómo esta película ha podido tener ya no digo galardones internacionales, sino simplemente un estreno comercial más o menos serio. También digo, a la contra, que lo entiendo demasiado bien: en ningún momento se sugieren las conexiones explícitas entre el gobierno de Estados Unidos y el auge de esos monstruos políticos que desgarraron América Latina. En ningún momento se toma ninguna decisión en planificación que ponga en crisis el clasicismo apolillado y amarillento del relato. En ningún momento se sale Salles de lo que se espera de una película tan bobalicona y neurasténica como los inevitables discursos llenos de palabras vacías sobre la paz en el mundo que ofrecen los concursos de belleza o los ganadores de los Óscar.

    Igual resulta que ahí está la clave. Un Óscar es el equivalente cinematográfico de Miss Simpatía. Y la película de Salles le cae simpática al mainstream yanqui. ♦


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