Dos hombres. Un árbol. La luna
Javier Acevedo Nieto
Pamplona |
Dos hombres. Un árbol. La luna. Samuel Beckett. Walter Asmus. Una carta. La luna. If I Fall, Don't Pick Me Up se limita a narrar la historia de una amistad que se extiende durante más de treinta años hasta la muerte del dramaturgo irlandés. No. Hace mucho más. La película de Declan Clarke es la mejor adaptación audiovisual de Esperando a Godot. No lo es por su ambición ni por su fidelidad. Si lo es, lo es por su respeto y, ante todo, por la disciplina de las formas y procesos de trabajo del cineasta irlandés.
Clarke recupera la correspondencia personal de Beckett. La estudia, la ordena y la estructura en un documental que sigue la misma disciplina férrea del escritor. Si Beckett siempre cenaba en el mismo restaurante de Berlín o Stuttgart, a la misma hora y con un menú de arroz y gambas, Clarke hace lo propio: una carta, un intertítulo, una toma fija del espacio. Disciplina en un dispositivo que, como los largos paseos de Beckett por su amado París, únicamente muestra preocupación por captar los prolegómenos de un posible pensamiento útil. Así, si Beckett necesitó de más de cinco años de cartas con el director teatral Walter Asmus para confiarle la puesta en escena de algunas de sus obras, la película de Clarke adapta esos tiempos y cavilaciones a través de la huida de la puesta en escena. Esto no es una adaptación de Beckett ni tampoco su biografía. Esto es la crónica de lo fue una vida, una amistad y una obra.
El uso del pretérito es importante ya que las imágenes de Clarke nunca buscan restaurar o resucitar pasajes de la obra o la vida del escritor, pese a que acuda al archivo fotográfico personal de Walter Asmus. Como apuntábamos, If I Fall, Don't Pick Me Up hace suyas las acotaciones teatrales de un Beckett que, al principio, se mostraba exasperado con los criterios artísticos del Schillertheater de Berlín. Keep It Simple. Clarke ata en corto una crónica que nunca se extralimita más allá de una carta, un plano estático y un intertítulo. Si se desvía, lo hace con una voz en off que lee la carta o vivifica el verso de Hölderlin que Beckett susurró a Asmus tras cientos de kilómetros de paseos por el Tiergarten. Y cuando se desvía la imagen se torna en pura experiencia sensible y novedosa: es en la dilatación casi agónica del tiempo y el espacio fílmico donde aparece la imagen que inspira, del mismo modo que el Godot de Beckett es la espera casi agónica de una vida que espera.
Si en veinticinco años de adaptaciones Beckett confiesa que solo una vez el árbol del escenario se quebró, ¿cómo trasladar esta espera que culmina en lo inesperado a la pantalla? Por medio de un dispositivo donde la paciencia poco importa y que privilegia transmitir la profundad crisis de desajuste vital a la que todo individuo contemporáneo parece abocado y a la que Beckett consagró sus obras más conocidas.
El teatro es un medio que se comunica a través del tiempo y el espacio, frente al cine que solo depende del tiempo. Clarke parece comprenderlo y hace que la ausencia de un espacio físico quede aliviada por un trabajo espacial del tiempo: aquí cada minuto duele, requiere rascarse la cabeza, estar inquieto en el asiento, hasta aburrirse. Son obras como las de Clarke esas que marcan sus normas desde el principio y las proclaman con una rigidez estentórea: o las aceptamos, o las discutimos, pero no hay concesiones. Beckett redujo el valor del lenguaje y la palabra en un teatro que volvió pura imagen y puesta en escena de la expresión humana, pero Clarke hace lo contrario: despoja a la imagen de todo aparente estilo y usa la palabra para fijar la supuesta impersonalidad a la que aspiraba el dramaturgo irlandés. Esta aproximación minimalista y meditativa resuena con la filosofía del teatro del absurdo, donde la ausencia de acción concreta y la repetición subrayan la futilidad y el vacío existencial.
No es simplemente una crónica de la amistad entre Beckett y Asmus, sino una inmersión profunda en los principios estéticos del modernismo y las temáticas existenciales del teatro del absurdo. A través de una narrativa disciplinada y contemplativa, Clarke logra capturar la esencia de la obra de Beckett para ofrecer al espectador una experiencia que invita a la reflexión sobre la naturaleza de la espera, la comunicación y la condición humana. If I Fall, Don't Pick Me Up puede ser la mejor adaptación de Beckett porque, en esencia, se limita a poner al espectador en un estado de permanente espera. En el absurdo languidecer del tiempo entre carta y carta, imagen e imagen, voz y voz, hay un cineasta que se niega a poner en escena el relato biográfico y artístico de una amistad entre dos hombres que, como Vladimir y Estragón, parecen tan destinados como condenados a compartir una espera que nunca se había visto de manera tan consecuente como bella. Bonita negación que termina con la aceptación última de la transitoriedad en una de las imágenes más bellas que deja el festival.
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