|| Críticas | ★★★☆☆ ½
Salvajes
Claude Barras
En tan sólo dos encuadres
Rubén Téllez Brotons
ficha técnica:
Suiza, Francia, Bélgica, 2024. Título original: Sauvages. Duración: 87 min. País: Suiza. Dirección: Claude Barras. Guion: Claude Barras, Catherine Paillé, Nancy Huston, Morgan Navarro. Música: Charles de Ville. Fotografía: Simon Filliot. Compañías: Nadasdy Film, Hélium Films, Haut et Court, Radio Télévision Suisse (RTS), Beast Animation, Panique. Distribuidora: Haut et Court.
Suiza, Francia, Bélgica, 2024. Título original: Sauvages. Duración: 87 min. País: Suiza. Dirección: Claude Barras. Guion: Claude Barras, Catherine Paillé, Nancy Huston, Morgan Navarro. Música: Charles de Ville. Fotografía: Simon Filliot. Compañías: Nadasdy Film, Hélium Films, Haut et Court, Radio Télévision Suisse (RTS), Beast Animation, Panique. Distribuidora: Haut et Court.
Claude Barras se niega a que el retrato naturalista de plastilina y disidencia que traza sobre la pantalla sea un bálsamo para las malas conciencias y, por ello, utiliza el molde de la película de tesis, del cuento con moraleja, para colocar sobre el cuerpo de su narración aquellos espejos que devuelven a la platea del cine las sombras que los “finales felices” encierran en un fuera de campo. Sí, el final de Salvajes es en apariencia luminoso y su idea nuclear queda clara: los salvajes son quienes que talan, contaminan y destruyen los entornos naturales, quienes expulsan a los pueblos nativos de sus propias tierras, quienes oprimen sus culturas hasta disolverlas y homogeneizan los diferentes modos de vida dentro de la masa gris del capitalismo, quienes ven el planeta como un almacén de recursos que saquear para enriquecerse, quienes utilizan “salvaje” como un detestable insulto racista; pero lo maravilloso de la propuesta, lo que le da verdadera envergadura, es el modo en que expone el funcionamiento de los mecanismos de un sistema que tiene como cimientos la tala, contaminación y destrucción de los entornos naturales, la expulsión de los pueblos nativos de sus propias tierras, la opresión y homogeneización de la heterogeneidad cultural, el saqueo de los recursos y el racismo. El cineasta cuida cada elemento de la puesta en escena porque decide conferirle todo el peso discursivo a las imprecisas formas de movimiento de los cuerpos, al modo en que la luz cae sobre unos árboles o las rimas visuales que articula a través de la constante filmación en una misma escala de plano de un gesto o una acción que un determinado personaje repite a lo largo del metraje.
Son los matices los que hacen grande a la película, los que la construyen y sostienen. Un plano detalle de los pies de Selaï, un niño a quien sus padres —pertenecientes a un pueblo nativo de la selva de Borneo— mandan a vivir con su tío y con su prima a la ciudad para salvarle de la posible masacre que la empresa que está deforestando su tierra para urbanizarla pueda perpetrar, moviéndose con lentitud debido a la incomodidad que le provocan los ceñidos zapatos que forman parte del uniforme del colegio en el que le han inscrito, evidencia la opresión que sobre él ejerce la prenda de vestir (está acostumbrado a caminar descalzo). El niño se ve obligado a rechazar los códigos culturales de su pueblo —su ropa, su idioma, su (democrática) forma de relacionarse con la naturaleza y los animales que la habitan—, y a adoptar los de los colonos. Esos zapatos del uniforme no son sino una silenciosa forma de violencia: el plano de sus pies, que apenas dura unos pocos segundos, viene acompañado por uno de su rostro, cuya expresión gestual está condicionada en todo momento por la tristeza que emana de sus ojos, de su mirada caída. Barras no sólo condensa en dos encuadres el angustioso magma emocional que bulle dentro de Selaï, sino que también expone uno de los mecanismos represivos que lo causan, describiendo como coercitivos unos elementos y signos que podrían pasar perfectamente por cotidianos. En otra secuencia, la luz nocturna de la luna baña la selva en la que se ha perdido Keria, la joven protagonista, pero las sombras y las siluetas de los árboles nunca resultan amenazadoras o terroríficas; todo lo contrario: la simetría compositiva, las formas calmadas de los elementos que componen el paisaje y la cadencia monocorde de los efectos sonoros enfatizan el equilibrio natural que predomina en el espacio. La violencia auditiva entrará después en escena —opacando algunos diálogos— de la mano de los tractores y las excavadoras, de las máquinas destructoras de los colonos. El trabajo de orfebrería que Claude Barras lleva a cabo en Salvajes es inestimable, puesto que elude la enunciación superficial de unos hechos para iniciar una indagación con la intención de comprender el funcionamiento del motor de dichos hechos, utilizando la imagen y el sonido con verdadera fuerza discursiva: no hay detrás de cada plano una pulsión esteticista, sino, más bien, una necesidad cognoscitiva, y eso es lo que hace grande a la película, lo que le da verdadero valor. ♦
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