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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La última reina (Firebrand)

    || Críticas | ★★★☆☆
    La última reina
    Karim Aïnouz
    Las teorías del miedo


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    Reino Unido, 2023. Título original: Firebrand. Director: Karim Aïnouz. Guion: Henrietta Ashworth, Jessica Ashworth, basado en la novela de Elizabeth Fremantle. Productores: Carolyn Marks Blackwood, Gabrielle Tana, Brett Wilson, Meg Clark, Rosanne Flynn, Nicola Hart, Maria Logan. Productoras: MBK Productions, Magnolia Mae Films, Filmnation Entertainment, Brouhaha Entertainment. Distribuida por: Vertice cine. Fotografía: Hélene Louvart. Música: Dickon Hinchliffe. Montaje: Heike Parplies. Diseño de producción: Helen Scott. Diseño de Vestuario: Michael O´Connor. Dirección de arte: Pilar Foy. Reparto: Alicia Vikander, Jude Law, Junia Rees, Ruby Bentall, Sam Riley, Eddie Marsan, Patsy Ferran, Bryony Hannah, Erin Doherty.

    El imaginario Tudor mantiene importantes vínculos con el cine y la televisión habida cuenta de las numerosas adaptaciones realizadas hasta la fecha que tengan que ver, directa o indirectamente, con el Rey Enrique VIII. Planteando las cosas en un nivel más teórico o abstracto, puede decirse que las historias relativas al monarca inglés suelen adoptar una dimensión monstruosa y turbulenta, sometiendo los hechos históricos a la mitología con respecto a los diferentes matrimonios que llevaría a cabo durante su reinado. Las seis esposas de Enrique VIII han sido objeto de retratos más o menos fieles a la realidad paralela que se respiraba en su corte.

    Desde ese punto de vista, La última reina (Firebrand, Karim Aïnouz, 2023) aboga por transitar un cine de género en el que habitar espacios y emociones próximas al cine de terror. La principal característica del filme es la de ocluirse en lugares recónditos y filmar la figura imponente y terrorífica del rey como un demonio que nos acecha. El Enrique VIII interpretado por Jude Law registra esa extraña dualidad del hombre lejos del mito, representando ya no solo la figura histórica, sino apelando a un prototipo de hombre peligroso que maltrata y destruye todo lo que le rodea. Es evidente que la película está pensada como soporte de un discurso eminentemente feminista, ejerciendo de interesante artefacto de reconstrucción. La última reina interpela al espectador alzando la voz de las mujeres que rodeaban en ese momento al rey, especialmente la de su última esposa, Catalina Parr (Alicia Vikander), y la de sus hijas Elizabeth (Junia Rees) y María Tudor (Patsy Ferran). Es ahí donde la cinta juega con todo su potencial desarrollando esas miradas por encima de la de los hombres que las someten. En este caso se combina la voz en off de la princesa Elizabeth como narradora omnisciente de los hechos, y el dibujo firme y resiliente de Catalina, como la única de las esposas que logra sobrevivir al monarca, tejiendo un tapiz de persuasivas sensaciones que tienen mucho más que ver con el reclamo de un legado invisible, que con las intrigas palaciegas de este tipo de relatos históricos y políticos.

    No debe extrañarnos que una película concebida en primera instancia como manifiesto acerca de la opresión de esas mujeres se configure especialmente en su primer tramo alrededor de unos escenarios imponentes y una atmosfera tétrica y oscura interpretada bajo los signos del miedo. La imagen tiende a verse en vertical, con los rostros de los hombres deformados por sus largas barbas y planos medio o cerrados que omitan en la medida de lo posible abrirse a los grandes paisajes exteriores o a una horizontalidad. Aïnouz apoyado en el excelente trabajo de fotografía de Hélene Louvart, colaboradora habitual del cine de Alice Rohrwacher o Marc Recha, busca texturas tibias y ominosas que traspasan los estados cercanos a la muerte. Las imágenes se leen como ensayos de un filme de la Hammer, más gótico que medieval, con el uso incandescente de una luz mortecina que reproduce una tumba abierta. De igual manera las imágenes también se escuchan y se huelen; los sonidos de los pájaros y de las aves, el loro o el águila, dado el gusto por la cetrería del monarca, sirven de ambiente para construir un sonido del horror que evoca a los cuentos macabros de Edgar Allan Poe, y el hedor sacude la escena monitorizando la putrefacción de la pierna del rey y su muerte cercana. Incluso la primera aparición del rey en la pantalla se muestra de espaldas tocando una flauta y postrado en su sillón despojado de toda la energía y el coraje de antaño. Se visualiza como un fantasma o una sombra peligrosa al calor del fuego, mientras Catalina se acerca por detrás, timorata a penetrar y habitar el marco lúgubre y siniestro que le persigue.

    El director de origen brasileño estudia y cursa la relación del matrimonio con ecos del cine de Bergman o el cine de la maldad de Haneke. Una relación turbia y asfixiante muy bien representada en las escenas de sexo en el que el papel dominante y violento del marido ejerce un férreo control sobre el de su esposa. La decadencia en los momentos digamos de intimidad matrimonial subrayan y ponen el acento en la violencia de género; algo que a medida que avanza el metraje se vuelve quizás demasiado obvio y evidente. El realizador se vale de los cimientos de la novela El juego de la reina de Elizabeth Fremantle y de la adaptación escrita a cuatro manos por las hermanas Henrietta y Jessica Ashworth, manteniendo a flote un alegato que se mira en el pasado construyendo puentes claros con nuestro presente. El tiempo histórico es relativamente secundario, poniendo énfasis en una especie de tiempo movible e impreciso. Varios momentos puntuaran esta consigna. Habrá metáforas que serán más o menos recurrentes – el pájaro enjaulado o los reencuadres de la reina prisionera en el calabozo – y otras mucho más acertadas y creativas, como la secuencia del aborto espontáneo, en el que el color rojo de la sangre oculta y esconde inteligentes teorías sobre la herencia maldita y sus consecuencias, o la escena final en la que Catalina se sumerge en la oscuridad crepuscular del aposento donde yace moribundo Enrique, y que la cámara funde a negro fusionando cuerpo e imagen en un solo movimiento.

    Este último aspecto permite medir los intereses vitales de la película, la ya citada escena final consigue ilustrar los márgenes de una realidad que se quiere romper y tergiversar para transformarla. Los ecos y simulacros de la imagen apuestan por manejar los mecanismos de la ficción en un atractivo desvío tratando de reconciliar el pasado con el presente. Sin embargo, Aïnouz se vuelve ligeramente predecible en el injerto final del plano de la joven Elizabeth mirando y sonriendo a cámara, que pese a su sentido dentro de la estratagema del filme - abre y cierra sirviéndose del personaje de la joven Elizabeth como guía del espectador -, marca las pautas, obsesiones y filias de gran parte del cine contemporáneo. Una imagen que por otra parte evoca también al siniestro y desasosegante plano final de Funny Games (Haneke). En ambos casos queda presente el sentido mismo del juego y de los múltiples puntos de vista.

    La última reina pese a sus altibajos acaba por ofrecernos una estimulante reinterpretación de los sucesos históricos. El estilo del realizador olvida la estética tecnicolor y musical de La reina virgen de George Sidney, o la teatralidad y elegancia inglesa de las versiones de Jarrot, Hussein, o Zinnemann, llevándonos a un modelo más terrorífico y fantasmagórico. Aïnouz activa el miedo colocando la cámara frente a la crueldad, y una descripción entre comillas realista, pero de la que emergen fuerzas incluso sobrenaturales. ♦


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