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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La marsellesa de los borrachos

    || Críticas | ★★★☆☆ |
    La marsellesa de los borrachos
    Pablo Gil Rituerto
    Canciones para antes de un olvido


    Javier Acevedo Nieto
    Valladolid |

    ficha técnica:
    España, Francia, Italia, 2024. Título original: «La marsellesa de los borrachos». Dirección: Pablo Gil Rituerto. Guion: Pablo Gil Rituerto, Alba Lombardía. Compañías: Les Films de l’Oeil Sauvage, Boogaloo Films, Graffiti Doc, Escarlata. Festival de presentación: SEMINCI 2024. Fotografía: Daniel Lacasa. Montaje: Pablo Gil Rituerto, Marcos Flórez. Música: Maria Arnal i Marcel Bagès, La Ronda de Motilleja, Labregos do tempo dos Sputniks, Faia Díaz Novo, Coro Minero de Turón, Nacho Vegas con L&R, Amorante y Víctor Herrero. Duración: 94 minutos..

    La memoria siempre es un territorio en disputa, y La marsellesa de los borrachos lo sabe. No se limita a invocar el pasado, sino que lo ensucia, lo deforma, lo vuelve a moldear con una mirada etnográfica que oscila entre la nostalgia y la dignificación. Como en Canciones para después de una guerra (1976), de Basilio Martín Patino, aquí las imágenes no funcionan solo como archivo, sino como detonantes de una guerra simbólica entre lo que se recuerda y lo que se olvida, entre la oficialidad del relato histórico y la memoria descompuesta de los marginados. Es un cine que se alza contra la museificación del pasado, que rechaza la pretensión de la historia como un relato fijo, y que se hunde en la textura de lo residual, lo que ha sido relegado al margen, lo que sobrevive a pesar de todo.

    La película de Pablo Gil Rituerto se estructura a partir de dos veranos: en 1961 el colectivo turinés Cantacronache realizó una labor de resistencia política y etnografía mediante el registro de canciones populares. El resultado, pese al escarnio del régimen franquista, quedó recogido en un cancionero cuyo proceso de elaboración es revivificado en 2022 a través de un documental que busca recuperar tanto ese proyecto como la memoria oral de los distintos pueblos. Por lo tanto, la empresa de Gil Rituerto es doble. Por un lado, restaurar la memoria de un proyecto que conectó resistencia con oralidad y, por otro, emplear la voz de Emilio Jona (último superviviente del colectivo) y de otros cantantes para recuperar parte de ese cancionero.

    A través del paralelismo entre ambas épocas se construye un documental donde el perspectivismo y la correlación son mecanismos de sutura tanto de la imagen como de la propia memoria. Canciones reinterpretadas dos veces, individuos rescatados y (re)narrados por imágenes de archivo y testimonio y un permanente juego de intertextualidad engrosan la densidad visual y discursiva de una película que construye mucho con aparentemente poco. Quizá el logro del cineasta estribe en su manera de recuperar formas de literatura oral y popular (como los cancioneros medievales o los romanceros posteriores que nutrieron buena parte de la literatura española medieval y renacentista) para construir un discurso artístico y político perfectamente coherente con la tradición folclórica y con formas de narrativa popular (el soneto, la cancioncilla, la serranilla y la canción protesta) de un país que, sin su leyenda narrada en anónimos cantares y lamentos, pasaría mucho frío histórico.

    El filme trabaja con una arqueología de lo popular que recuerda a los métodos etnográficos de García Lorca en su Poema del Cante Jondo o de Michel de Certeau cuando hablaba de las prácticas de resistencia cotidianas. Aquí, la cultura oral y la tradición no son algo estático, más bien un terreno de disputa donde la memoria se resiste a ser borrada. Dicho de otro modo, funcionan como una forma de sabotaje frente a la institucionalización de la historia y el relato uniforme de la nación. La película pone en escena lo que Eric Sadin denuncia como la imposición del individualismo neoliberal: la reducción de la memoria colectiva a una serie de experiencias personales encapsuladas, desconectadas de la comunidad. El recuerdo ya no es un espacio de transmisión intergeneracional, sino un producto de consumo, reciclado en la industria cultural para reforzar la ilusión de la identidad sin arraigo. En una época de proliferación de narrativas individuales o de presunta legitimación del yo en redes y pantallas, Gil Rituerto propone recuperar formas de construcción colectiva del recuerdo para reconstruir redes de resistencia política y, sobre todo, genealogías artísticas, populares y discursivas que no incurran en la constante hipertrofia del relato histórico propugnada por nuevos (y también viejos) sistemas políticos.

    Si algo deja claro La marsellesa de los borrachos es que la memoria no es algo que simplemente se hereda, sino algo que se disputa, algo que se pelea. La modernidad ha convertido la tradición en una mercancía, un decorado nostálgico con el que justificar identidades nacionales huecas o reclamos turísticos. En este sentido, la película dialoga con Patino al desmontar los símbolos de la historia oficial a través de su apropiación musical, despojando a los himnos de su solemnidad y devolviéndolos a una oralidad bastarda, impura, plebeya. Si en Canciones para después de una guerra los archivos visuales se contradecían con las canciones populares para revelar las fisuras de la historia franquista, aquí la música es el campo de batalla donde se libran las tensiones entre lo popular y lo institucional, entre la memoria viva y la amnesia impuesta.

    Desde lo formal, la película refuerza su propuesta con una puesta en escena fragmentaria, en la que el montaje parece imitar el ritmo errático de sus personajes. Hay una textura granulada en la imagen, una sensación de desgaste que evoca las viejas películas documentales y las grabaciones amateur, como si el propio celuloide fuera un cuerpo que lucha por recordar. No es una estética de la miseria, sino un gesto de dignificación de los restos, una forma de devolver la mirada a quienes han sido excluidos del relato de la nación. Pero La marsellesa de los borrachos no es una elegía a lo perdido ni una condena simplista de la modernidad. No se queda en el lamento, sino que convierte su propia desorientación en método. La película se mueve en un estado de deriva, incapaz de fijarse en un solo significado, atravesada por la incertidumbre de si la memoria aún es posible o si, como advierte Sadin, el individualismo ha matado para siempre la posibilidad de recordar en común. Es en esta oscilación, en este tambaleo entre el gesto de resistencia y la conciencia de la derrota, donde la película encuentra su fuerza.

    Las canciones de la película no buscan reconstruir el pasado, sino sostener sus ruinas, mantener encendida una llama que parpadea. En su errancia, no solo evocan un tiempo perdido, sino que encarnan la última barricada de la memoria frente a la amnesia institucionalizada. No es una nostalgia ingenua, sino una insurrección contra el olvido, contra la idea de que lo colectivo ha sido abolido. ♦


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