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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Harvest

    || Críticas | Seminci 2024 | ★★★☆☆
    Harvest
    Athina Rachel Tsangari
    El teatro de la crueldad


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Reino Unido, Alemania, Estados Unidos, Grecia, Francia, 2024. Título original: Harvest. Dirección y guion: Athina Rachel Tsangari. Compañías: Haos Film, Asterisk Productions. Festival de presentación: Mostra de Venecia. Fotografía: Sean Price Williams. Montaje: Matthew Johnson, Nico Leunen. Reparto: Harry Melling, Caleb Landry Jones, Frank Dillane, Rosy McEwen, Arinzé Kene, Grace Jabbari, Thalissa Teixeira, Stephen McMillan, Mitchell Robertson, Gordon Brown, Gary Maitland, Neil Leiper, Emma Hindle, Noor Dillan-Night, Antonia Quirke, Edith Elliott, Lupi Moll, Logan Buchanan, Chester Hayes, Jack Mackay, Paul Fegan, Leonie Teal Charlton, William Alexander, Gregor Warnock, Tom Bonniwell, Rory Barraclough, Holly Blakey, Deirdre Henderson, Maya Bonniwell, Ruby Isla Heritage Crabb, Oran Charlton, Nicola Moll, Andrew MacKeand. Duración: 95 minutos.

    Los primeros compases de Harvest están marcados por una suerte de impresionismo lírico a través del que Athina Rachel Tsangari convierte la pantalla en un lienzo sensorial que, hundiendo sus raíces en una fisicidad primaria, directa en su rechazo de cualquier tipo de figura retórica a la hora de aproximarse a los elementos de un paraje natural perdido entre colinas no lo suficientemente altas ni afiladas como para proyectar sombras amenazantes, sugiere que tanto las formas como el fondo de la obra van a imbricarse en una trenza fílmica de gramática sencilla que va a tener como centro neurálgico la idea de que sólo alejándose de cualquier tipo de estructura social puede un sujeto encontrar una libertad verdadera. Los planos son cortos y cerrados: unas piernas moviéndose entre un trigal dorado por un sol alto y cálido que se posa sobre la piel con delicadeza; unas manos tocando la madera gruesa y fragmentada de un viejo árbol; una lengua escarbando dentro del tronco en busca de algún gusano; una túnica manchada de barro y sudor siendo arrojada al suelo por su dueño; unas piernas entrando en contacto con el frescor ligero del agua de un lago... La utilización del fuego para cocinar los alimentos, el uso de prendas de ropa o el mero gesto de caminar sobre dos piernas no le recuerdan al protagonista sino su pertenencia a una comunidad oscura y represiva que no establece un diálogo sereno con el paisaje, sino que emplea las piezas que la conforman como herramientas con las que dañar y someter; de ahí que, únicamente a través de una desnudez completa, de una taxativa negativa a moverse, comer y relacionarse con el espacio de una forma civilizada, pueda entrar en contacto con la armonía que, para la directora, antecede a la libertad.

    No tarda, sin embargo, dicha armonía en venirse abajo: el protagonista vuelve a su aldea en un momento de caos puro en el que cada pieza de la naturaleza se ha convertido en una grieta atravesada por angustias y pánicos diversos: alguien ha incendiado el molino comunitario y el fuego se está expandiendo con violencia, devorando cuerpos, parcelas de tierra y alguna casa. Los vecinos corren de un lado a otro intentando salvarse, o llenando y arrojando cubos de agua, o revolcándose en el suelo para silenciar las llamas que han saltado sobre ellos. La ceniza rojiza que desprende el fuego se funde con la opacidad densa de la noche, proyectando la silueta de la muerte sobre cada rostro que se mueve con inquietud, intentando ordenar mínimamente una salvaje maraña de confusión. La llegada de la mañana trae de la mano al terrateniente de la aldea, a tres viajeros que buscan un lugar donde vivir —y que sufren un linchamiento xenófobo por parte de los compañeros del protagonista— y a un cartógrafo que quiere delimitar la zona, además de un sol candente que ya no acaricia la piel, sino que la araña y la muerde durante largas y extenuantes jornadas de trabajo agrícola. Rachel Tsangari sitúa a los espectadores en la Edad Media para, posteriormente, imbuirlos en una experiencia de sudor y sed, de barro y articulaciones que crujen por el sobreesfuerzo, de sangre y miedo. El feudalismo está llegando a su fin y la configuración de un entramado de mapas no es sino el primer eslabón sobre el que se va a construir un capitalismo que va a terminar con el —supuesto— ambiente idílico de la comunidad.

    Se va a producir, de entrada, un solapamiento de sangre: la sangre derramada —debido a los odios atávicos— sobre la que está construida la pequeña aldea va a ser enterrada por la sangre de sus habitantes —ese plano detalle de la mano del cartógrafo marcando las fronteras de la aldea y apuntando el número de habitantes con un color rojo oscuro—; se va a producir, pues, un encadenado de agresiones, torturas y asesinatos que la directora va a retratar rompiendo, de nuevo, con la estética relajada y naturalista que había abrazado durante los primeros minutos, perfilando sus texturas y olores, y subrayando su carácter brutal y grotesco no tanto para tatuar la idea nuclear de la propuesta en las pupilas de los espectadores, como para dejar patente su gusto por la provocación y el exceso. Es ahí donde la puesta en escena adquiere un peso expresionista que pronto se desvela arma de doble filo: por un lado, las ópticas angulares, los planos contrapicados, la saturación de colores y el regodeo en cada herida y cada fluido que emana de unos cuerpos que vagan, sonámbulos, por unas praderas devenidas en jaula —el cielo se cierne sobre sus cabezas como si fuese una enorme cúpula hermética— incrementan la fisicidad que desprenden las imágenes y rompen sus ataduras realistas, permitiendo que se pierdan por un cielo abstracto y terrorífico; por otro, los ecos que produce dicho desligamiento de la película para con la realidad terminan congestionando el fluir narrativo de sus escenas, que se estancan en una pesada repetición de acontecimientos que nada aportan al desarrollo del discurso. Sucede, además, que el gusto de Rachel Tsangari por lo grotesco, pese a darle durante la primera mitad de la obra consistencia a su ya mencionado tono abstracto, acaba rompiendo incluso la laxitud de los moldes que lo contenían y Harvest, en consecuencia, se convierte en un teatro de la crueldad excesivo, cansino e innecesario, puesto que su misantrópica tesis —cualquier atisbo de civilización, además de resultar represiva y violenta, transforma la naturaleza en una fuente de dolor y temores— ya había sido perfectamente ilustrada, a través de cierta contención, durante los primeros minutos de metraje. ♦


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