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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | El abismo secreto

    || Críticas | Streaming | ★★★☆☆ ½
    El abismo secreto
    Scott Derrickson
    Sentir la experiencia


    Lorenzo Ayuso
    Madrid |

    ficha técnica:
    EE.UU. 2025. Título original: The Gorge. Director: Scott Derrickson. Guion: Zach Dean. Productores: C. Robert Cargill, Sherryl Clark, Zach Dean, Scott Derrickson, David Ellison, Dana Goldberg, Gregory Goodman, Don Granger, Adam Kolbrenner. Productoras: Crooked Highway, Lit Entertainment Group, Skydance Media, Apple TV+. Música: Trent Reznor & Atticus Ross. Dirección de fotografía: Dan Lautsen. Reparto: Miles Teller, Anya Taylor-Joy, Ṣọpẹ Dìrísù, Sigourney Weaver.

    Dos rostros con expresión neutra, fotografiados frontalmente en plano medio, opacando toda noción de profundidad más allá de sus siluetas. El fondo deviene bruma, monocromático relleno sobre el cual grabar un rótulo, garantizando su legibilidad a la par que anulando toda expresividad. Cuando uno aproxima sus pasos hacia El abismo secreto (The Gorge, Scott Derrickson, 2025), la imagen que nos ofrece ese desfiladero en el que se configura la interfaz de Apple TV+ parece negar toda capacidad evocadora al contenido que debe representar. No se advierte la angustia o emoción de abocarse a la sima infinita sobre la que se acomoda el argumento de esta fábula, envuelta en una prototípica asepsia imperante en los parajes del streaming. En lo que respecta al arte de saber presentar una película, la distancia con las creatividades auspiciadas por los cartelistas del Hollywood dorado se fue agrandando según nos aproximábamos al umbral de entrada en el siglo XXI, cuando los softwares de edición fotográfica comenzaron a ejecutarse, programando fórmulas básicas para la mercadotecnia repetidas en cadena. Fórmulas destinadas a neutralizar el riesgo de fracaso a unas producciones de números inflacionarios. Ante los dispendios, solo cabe la constricción. Basta con atisbar a sus estrellas, en este caso Miles Teller y Anya Taylor-Joy, flotando sus cabezas sobre la pantalla mientras deambulamos en un continuo desplazamiento horizontal entre imágenes homogéneas, a la espera de un mínimo incentivo que propicie un clic, el del pulgar cuando presione la tecla del mando a distancia. El tiempo se dilata y disuelve en interminables reconocimientos hasta envolvernos en una abúlica monotonía, perdiendo toda posibilidad de sentirnos genuinamente motivados a hacer algo más que consumir... o dejarnos consumir.

    Salvando las distancias, no es una experiencia tan diferente a la que experimentan Levi (Teller) y Drasa (Taylor-Joy), dos francotiradores apostados en sendos torreones durante meses y sin contacto externo. Es un ejercicio de contención en sentido estricto: deben asegurar que aquello que se oculta entre ellos, a cientos de metros bajo sus pies no suba a la superficie; pero también han de limitarse como seres sociales y emocionales, ahuecándose en pos de un supuesto bien común. El estímulo, situado para cada uno al otro lado de la brecha, es un cuerpo diminuto en el que costará reparar. En la inmensidad de la nada, la atención tarda en hacer foco. Una vez conseguido, eso sí, no podrán separar su mirada del objetivo.

    Siguiendo con los paralelismos de ida y vuelta, El abismo secreto tarda en lograr devolver la atención una vez accedemos a la misión. La presentación en paralelo de los dos personajes, casi exclusivos, del relato subraya la equivalencia de sus conflictos, telegrafiando lo que está por venir. Ambos son sujetos descastados -al introducirnos a Levi, se juega al engaño al insinuarse una unidad doméstica en forma de una mascota, un perro que se le acerca pero que no le pertenece a él sino a una pareja ubicada en el contraplano; con Drasa hay menos contemplaciones, al asaltarla ante la tumba de su madre y junto a un padre enfermo que la previene de su pronóstico terminal-, oprimidos por espacios claustrofóbicos -la gruta en la que ella se apuesta para descerrajar un tiro a su objetivo, en la primera secuencia del filme- que soportan el peso de sus decisiones en actos de servicio. Una y otro destacan por la excelencia en sus talentos como matarifes, pero también por una personalidad casi artística: él como poeta frustrado; ella como melómana embriagada por la música. Así como hallan el equilibrio entre esas dos facetas, se complementan como una unidad perfecta. Es en ese progresivo descubrimiento del otro donde el espectador localiza su ventana de acceso a la historia. La relación que se establece entre ambos tiene un carácter divertidamente ingenuo: la relación comienza siendo platónica, empezando con los impulsos escópicos mutuos antes de desarrollar una comunicación escrita, hasta terminar tomando cuerpo en forma literal, con el encuentro furtivo, a corta distancia. La reproducción de tropos del género romántico, que incluye la proposición de la tradicional primera cita con cena y baile incluido, en un escenario casi apocalíptico crea un sugerente extrañamiento. El romance se embriaga así de esa aura fantástica que irradia de la garganta, de tal manera que no existen reveses, requiebros o dudas en los actos o sentimientos. El peligro para tan puro amor siempre proviene del exterior.

    Si miramos ese exterior, El abismo secreto no se ruboriza al admitirse morosa en su construcción. Zach Dean, guionista de la función, recicla ambientaciones y dinámicas trabajadas con antelación en La guerra del mañana (The Tomorrow War, Chris McKay, 2021), distopía que abre una brecha temporal que desemboca en el futuro, en paráfrasis a la fosa que en esta comunica con el pasado; y a la idea de redención sacrificial del héroe que contaba 24 horas para vivir (24 Hours To Live, Brian Smrz, 2017). El ecosistema a los pies del precipicio funciona como una dimensión desconocida tal y como la que penetra en la realidad cotidiana de La niebla de Stephen King (The Mist, Frank Darabont, 2007), si bien el trasfondo atómico oppenheimeriano la emparenta con las tribus malformadas de Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, Wes Craven, 1977), imitando sus estrategias de guerrilla contra el mundo normativo. Al otro extremo del espectro, en las alturas, la comparecencia de Sigourney Weaver como villana vincula este ejercicio de bricolaje textual con otros similares que han jugado a enarbolar conspiraciones tomando a la actriz como una demiúrgica figura de autoridad, como La cabaña en el bosque (The Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2011) o Paul (ídem, Greg Mottola, 2011). Igualmente puede establecerse una genealogía aún más evidente al analizar la composición de El abismo secreto: por su naturaleza musgosa, el diseño de producción entrelaza sus raíces con los imaginarios de Guillermo del Toro; no en vano, esta conexión se refuerza con la presencia como director de fotografía de Dan Laustsen, colaborador indispensable del mexicano. En ese sobrecargado pastiche pulp que entremezcla lo fantástico con lo histórico, de los estertores de la II Guerra Mundial atravesando la Guerra Fría hasta alcanzar la era del corporativismo, El abismo secreto tal vez logre su mayor compatibilidad con otra aventura de ecos lovecraftianos como la maldita La fortaleza (The Keep, Michael Mann, 1983), a la que incluso se cita en planos concretos, aunque sin aspirar a igualar la densidad de sus imágenes. Véase cuando Levi descubre el laboratorio secreto del que se originan los horrores desatados en el paso, caminando hacia el frente mientras al fondo una poderosa neblina azulada rebosa sus contornos, así como lo hacía la que emanaba de la fortificación que daba título al citado filme cuatro decenios atrás. Pasado y presente se conectan como un organismo más.

    LA FORTALEZA, Michael Mann / EL ABISMO SECRETO, Scott Derrickson.
    En ese pasado proyectado a través del fantastique destaca una imagen en El abismo secreto. La de los dos amantes internándose en el vetusto cosmos sepultado entre las rocas, descubriendo un viejo cine de cuya marquesina aún cuelgan algunas letras, a escasa distancia de una iglesia derruida, restos de una civilización extinguida. Scott Derrickson, cineasta de convicción cristiana, iguala ambos lugares como enclaves cruciales para la experiencia comunitaria, convertidos en símbolos de otra época. Cuando un espectador acude a una sala de cine, estima Julian Hanich en su ensayo The Audience Effect, el auditorio se enmarca en una realidad aislada de la realidad con sus propias reglas, así como sucede al internarse en un templo religioso. De esa colectividad cambiante dependerá una experiencia única e irrepetible a cada sesión, con independencia del signo positivo o negativo que el impacto de dicha compañía tenga. Esa relación con el grupo afecta a la recepción, en continua transformación en cada pase. Nada que ver con la experiencia del visionado individual y solitario, en una burbuja, la que las plataformas de streaming ofrecen dispositivos móviles mediante. El efecto de la audiencia en nosotros, y de nosotros como audiencia, ha cambiado. Oteamos el horizonte fílmico en silencio en espacios secularizados, distraídos, desapegados.

    El abismo secreto hubiera sido una modélica propuesta para disfrutar en comandita en una pantalla grande. No en vano, Derrickson la llegaba a definir durante la campaña promocional como “una película de autocine”: aun diseminando en ella sus recurrencias autorales -el enfrentamiento entre lo material y lo sobrenatural, con un cañón identificado como “las puertas del infierno” y cuyos pobladores, abandonados de toda esperanza, se catalogan como “hombres huecos”-, el planteamiento del realizador se sintetizaba en la pretensión de “proporcionar un buen rato” al espectador. Cabe imaginarse ese afán en su mezcolanza de géneros, para garantizar un amplio espectro de emociones durante el metraje. También en ese batiburrillo de referencias, reunidas con una actitud reverencial, buscando no ya inspiración sino conexión, consagrándose no a la innovación sino a la tradición. A la vez, la necesidad de hacerse accesible a través de otras pantallas más pequeñas impacta en su escritura, con subrayados innecesarios a las puertas del tercer acto, cuando los dos personajes reflexionan en voz alta sobre sus arcos de desarrollo, hasta el momento narrados en silencio. La legibilidad obligará a los sobreentendidos, aunque ya sepamos qué nos pretenden decir, por experiencia. En algún lugar del tiempo, marquesinas como la que se reproduce en sus fotogramas hubieran estado ocupadas por El abismo secreto. Quizás se hubiera comisionado su cartel a un Richard Amsel o un Drew Struzan. Las texturas se pierden en la bruma. El foco se pierde. Las películas se quedan solas. Nosotros, también. ♦


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