|| Críticas | ★★★★☆
Tríptico
Daniel Grandes, María Martín-Maestro Almansa, Albert Olivé
La mujer del cuadro
Carles M. Agenjo
ficha técnica:
España, 2024. Título original: Tríptico. Dirección: Daniel Grandes, María Martín-Maestro Almansa, Albert Olivé. Guion: Bernat Jordà, Albert Olivé. Compañías productoras: Universitat Pompeu Fabra. Fotografía: Carlos Faci. Música: Gianluca Calcaño, Hans Ludwig. Producción: Carlos Faci. Reparto: Alba Mendoza, Eleazar Masdeu. Duración: 87 minutos.
España, 2024. Título original: Tríptico. Dirección: Daniel Grandes, María Martín-Maestro Almansa, Albert Olivé. Guion: Bernat Jordà, Albert Olivé. Compañías productoras: Universitat Pompeu Fabra. Fotografía: Carlos Faci. Música: Gianluca Calcaño, Hans Ludwig. Producción: Carlos Faci. Reparto: Alba Mendoza, Eleazar Masdeu. Duración: 87 minutos.
Todo empieza con una incógnita. Ana –la debutante Alba Mendoza– se muda con su novio Lucas –el también novel Eleazar Masdeu– a un piso en Barcelona que ha heredado de su abuelo. En una de las habitaciones, descubren tres lienzos sujetados sobre tres caballetes de madera. El primer cuadro muestra una pareja sentada en la orilla de un río, cerca de una casita al lado de un almendro en flor. En el segundo, la disposición de elementos es la misma, pero la casita está ardiendo y la mujer ahoga al hombre en el río. El tercer lienzo está en blanco. Tal vez la imagen de un futuro incierto como perfecto interrogante postapocalíptico. No obstante, la llegada de un detalle pertinente revelará que el primer cuadro no es tan idílico como parece. Un huevo de pascua se esconde en su interior. Justo al lado de la casa, se intuye una silueta oscura que ha sido tapada con pintura blanca. Aquí empieza el germen de la obsesión. Como si el tríptico ejerciera un poder diabólico sobre Ana que intoxica su mirada dispersa, atrapada en sus dibujos de criaturas creepypasta –como el David Dorfman de The Ring (2002)– en un bucle de melancolía, mientras Lucas se obstina en filmarla a todas horas para crear una película paralela. Este simulacro de relato engastado en otro relato no inventa nada nuevo, pero pauta un diálogo estimulante entre el juego y la angustia cuando ambos personajes dejan de ser víctimas de mansión embrujada para romper la narración, mirar a cámara y convertirse en intrusos de la función. Ana y Lucas son dos cosacos posmodernos que confiscan su propio rodaje para empezar a tomar decisiones de puesta en escena con la misma facilidad que un inquilino se come un cacho de pizza.
Desde un enfoque o corte de plano hasta un marcado de claqueta, la pareja protagonista activa el manido recurso del metraje encontrado, pero lo reformula de un modo refrescante, con entradas y salidas de una ficción a otra como si las capas de realidad fueran habitaciones contiguas. Este entrar y salir no sólo tiene que ver con el reparto. A veces, parece que sea el propio tejido de la imagen que quiere romper los muros entre lo cotidiano y lo atávico. De repente, los píxeles empiezan a temblar en zonas concretas del plano como si algo ignoto empujara detrás de la pared. Esta forma de inquietar, reforzada por una electrónica envolvente –obra de Gianluca Calcaño y Hans Ludwig– nutren una atmósfera pesadillesca capaz de invocar los ecos espectrales de Inland Empire (2006) y El quimérico inquilino (1976). Esta atmósfera no siempre se sostiene. En algunas escenas se ve lastrada por una dirección de acting un tanto errática, pero la astucia siempre acecha a la vuelta de la esquina para sumergirnos de nuevo en este meticuloso rompecabezas. En cualquier caso, si Tríptico puede leerse en conjunto de alguna manera –más allá de su naturaleza no jerárquica y plural– es como espacio más o menos divertido de confesiones compartidas. Básicamente, lo que Ana y Lucas transitan de historia a historia, del español al catalán, podría responder al sentir de un grupo de estudiantes que utiliza el cine de género para ironizar sobre su propia inseguridad, las confusiones del proceso creativo e incluso, como nota al pie, sobre el fantasma del autor egocéntrico a través del personaje de Lucas.
La clave de todo, pues, no es otra que narrar para sentirse representado y filmar para reconocerse mediante el lenguaje. Por esto sería una verdadera lástima tachar la propuesta como ejercicio amateur. Ya ocurrió con Les amigues de l’Àgata (2015) –infravalorada por ciertas voces críticas– y seguirá ocurriendo para quien no quiere aceptar una narrativa ajena a las convenciones. A otros, quizá, les resulte desproporcionada la comparación con maestros como Polanski o el difunto Lynch. No se trata de eso, sino de celebrar las virtudes de tres directores con una cinefilia tan masticada, tan digerida, que irrumpe de forma casi inconsciente. ♦