|| Críticas | SEMINCI 2024| ★☆☆☆☆
Las vidas de Sing Sing
Greg Kwedar
La fabulación como negación de las injusticias
Rubén Téllez Brotons
ficha técnica:
Estados Unidos, 2023. Título original: Sing Sing. Duración: 107 min. Dirección: Greg Kwedar. Guion:Clint Bentley, Greg Kwedar, John H. Richardson. Obra: Brent Buell. Historia: Clarence Maclin, John Divine G Whitfield. Música: Bryce Dessner. Fotografía: Patrick Scola. Compañías: Black Bear Pictures, Marfa Peach Company, Edith Productions. Distribuidora: A24. Reparto: Colman Domingo, Clarence Martin, Sean Blackman, Paul Raci.
Estados Unidos, 2023. Título original: Sing Sing. Duración: 107 min. Dirección: Greg Kwedar. Guion:Clint Bentley, Greg Kwedar, John H. Richardson. Obra: Brent Buell. Historia: Clarence Maclin, John Divine G Whitfield. Música: Bryce Dessner. Fotografía: Patrick Scola. Compañías: Black Bear Pictures, Marfa Peach Company, Edith Productions. Distribuidora: A24. Reparto: Colman Domingo, Clarence Martin, Sean Blackman, Paul Raci.
Los protagonistas de Las vidas de Sing Sing son un grupo de hombres condenados a cumplir cadena perpetua en una prisión de máxima seguridad. El realizador fuerza la composición de los encuadres en los que los muestra dentro de la cárcel para dejar fuera el cielo, para que en todo momento las paredes y los techos fríos y asépticos del edificio oculten el exterior, para subrayar que las posibilidades que tienen de salir de allí son escasas, por no decir nulas. El primer momento de desconfianza surge cuando Kwedar inserta un plano de un pájaro que, posado entre los alambres que coronan uno de los muros exteriores de la cárcel, canta: dentro de una celda, sugiere el director, los personajes también deben —el uso del imperativo no es casual— ser felices; nada importa que algunos hayan sido condenados por evidentes fallos de la judicatura —caso del protagonista—; nada importa que la sociedad les niegue la posibilidad de reinsertarse ni que los castigue de por vida: los presos deben cantar dentro de la prisión porque su futuro está allí. Dicho canto, además, no debe estar –siempre según el aparato discursivo de la película--- recorrido por la rabia que sienten contra un sistema punitivista que piensa en ellos como peligros potenciales que deben de ser apartados del resto del mundo; tampoco puede funcionar como catalizador de su dolor ni como herramienta de indagación o denuncia. Ya se ha dicho: en el imaginario del realizador, el arte no es un proceso de cuestionamiento de la realidad, sino un ejercicio de fabulación que permite abstraerse de ella durante un periodo de tiempo muy concreto.
“La vida ya es suficientemente dolorosa, no hace falta que el arte también lo sea”, clama uno de los protagonistas cuando un compañero de su grupo de teatro propone preparar una obra que ha escrito sobre la angustia de un hombre que “se enfrenta al sistema”. La sentencia no es sólo una opinión del personaje, sino la expresión más clarividente de que el cineasta pone en boca de sus criaturas aquello que previamente ya había apuntado con sus imágenes para, en primer lugar, dejar a los espectadores sin espacio para reflexionar, imponiéndoles a la fuerza su visión del mundo; y para, en segundo lugar, escindir cualquier atisbo de verosimilitud del cuerpo del relato, homogeneizando las voces de casi todos sus protagonistas y, de nuevo, desligando cada plano de la realidad. Podría parecer que ese desplazamiento del mundo en favor de la fantasía que Kwedar lleva a cabo, que esa negación del dolor y las injusticias que constantemente realiza el cineasta, es sólo un gesto utópico con el que pretende insuflarle una dosis de luz irreal a la cinta; pero, a poco que se observe dicha estrategia con detenimiento, no se tarda en apreciar el carácter reaccionario del motor que la mueve, el ultraconservadurismo que se esconde detrás de su manto de “buenismo”. Y es que la afirmación taxativa de que el arte debe de ser un juego que evite que las miradas cuestionen cuanto acontece a su alrededor, un artefacto que planee por encima de su tiempo y de la Historia, se apoya en la negación del arte como forma de conocimiento de los mecanismos de la sociedad y en la naturalización de todos sus abusos.
Kwedar no presenta a unos personajes que fabulan porque, estando en un contexto concreto –marcado por la opresión--, no tienen otra forma de aprehender un instante de felicidad, sino que impone la fabulación como única forma de aprehender instantes de felicidad. En la ausencia de cuestionamiento de la realidad que marca el desarrollo de su película y en la traslación de muchas de las problemáticas de la actualidad a un fuera de campo innominado, se produce una reafirmación de la imposibilidad de cambiarlas. Las cosas son como son —¿por designios divinos?--- y no se puede hacer nada para evitarlo: esa es la idea que palpita desde detrás de cada plano. Para el realizador, el problema no es que haya un sistema eminentemente desigual que considera que los protagonistas de su cinta no deben de tener el derecho a reinsertarse en la sociedad y que, por ello, los aísla de por vida —o la mayor cantidad de tiempo posible— en la cárcel, el problema no es que la sociedad esté atravesada por el clasismo y el racismo —casi todos los presos son negros de clase obrera—, el problema no es que se trate a los reclusos como personas irredimibles; no. Para el realizador, el problema es que hay gente que intenta cambiar una realidad que él acepta y presenta como inmutable; que hay gente que se obstina en conocer, a través del arte, el funcionamiento de mundo que no va a poder transformar. Kwedar no cuestiona el papel que la prisión desempeña en la sociedad, y asume como lógica y natural la posibilidad de que haya fallos premeditados en los juicios o de que las penas sean abusivas. De todos los personajes, sólo el interpretado por Colman Domingo intenta luchar “contra el sistema”, buscando obtener justicia, y es presentado en casi todo momento como un idealista que no es consciente de su ingenuidad y que, a consecuencia de dicha lucha, se lleva constantes desilusiones. Su afirmación –y, por ende, la del propio director-- de que quienes han sido injustamente encarcelados y no han intentado enfrentarse a unos poderosos que juegan con las cartas marcadas –véase la secuencia en la que los jueces aprovechan su labor dentro del grupo de teatro de la cárcel para acusarle de mentir-- deben asumir dicha injusticia como un castigo por su cobardía, no funciona sino como la última capa de cemento que termina de asentar el discurso profundamente conservador —por objetivista— de la película. Las vidas de Sing Sing, además, no es ni de largo una obra humanista: el desprecio que Kwedar siente por sus protagonistas cristaliza en una secuencia final en la que asevera abiertamente no sólo que las estructuras abusivas que los oprimen son eternas e inalterables, sino también que cada uno tiene lo que se merece y está donde está por culpa suya. Ayn Rand aplaudiría con las orejas. ♦