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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Flow, un mundo que salvar

    || Críticas | ★★★★★
    Flow, un mundo que salvar
    Gints Zilbalodis
    Yo, gato


    Raúl Álvarez
    Madrid |

    ficha técnica:
    Letonia, Bélgica, Francia. 2024. Título original: Straume. Director: Gints Zilbalodis. Guion: Gints Zilbalodis y Matiss Kaza. Productores: Gints Zilbalodis, Matiss Kaza, Ron Dyens, Gregory Zalcman. Productoras: Art France Cinéma, Dream Well Studio, Sacrebleu Productions, Take Five. Fotografía: Gints Zilbalodis. Música: Gints Zilbalodis, Rihards Zalupe. Montaje: Gints Zilbalodis.

    Es raro pero ocurre. Por eso hay que estar atentos. Entre el ruido de Disney, Pixar, Ilumination, Sony y DreamWorks se cuela, de vez en cuando, alguna película de animación no norteamericana que corre el riesgo de pasar desapercibida, bien porque no pertenece a ninguna franquicia, bien porque su técnica de animación no es la habitual o bien, simplemente, porque el público no ha sido bombardeado con una costosa campaña de publicidad. Le pasaba incluso a Miyazaki, hasta que los premios hicieron por su cine lo que no supieron hacer sus distribuidores. En este recién estrenado 2025, el primer polizón de la animación comercial es Flow, un mundo que salvar, del letón Gints Zilbalodis. Una figura poco conocida fuera de Annecy y otros festivales especializados, y que ahora, sin embargo, suena como uno de los dos candidatos más fuertes para arrebatarle el Oscar a Disney el próximo 3 de marzo. Memorias de un caracol (Memoir of a Snail, Adam Elliot, 2024) sería la otra alternativa.

    La (bendita) culpa la tiene esta deliciosa historia escrita, dirigida, diseñada, fotografiada, musicada, producida y quién sabe cuántas cosas más por el propio Zilbalodis, en lo que representa un esfuerzo titánico por su parte en estos tiempos de IA generativa y sus consecuentes imágenes mansas, inanes, inexpresivas. Estamos, por lo tanto, ante un autor-miniaturista que ha cuidado hasta el último detalle de esta su nueva película. Aún más, y por eso Flow es tan importante, ante un cineasta que entiende la animación como lo que siempre fue y ya es cada vez menos: el medio idóneo para crear imágenes inolvidables y compartir con el mundo una visión del ser y el estar. De vivir. Kierkegaard lo definió maravillosamente: «La vida solo puede ser comprendida hacia atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia adelante».

    Eso es exactamente lo que hace el pequeño gato protagonista de Flow durante la escasa hora y media de metraje del filme. Vivir cada carrera, cada salto, cada zambullida, cada sueño, cada pesadilla, cada instinto, cada aprendizaje. Cada minuto de una aventura que termina como empieza, en el reconocimiento, sobre la superficie del agua de una charca, de que nuestro único bien es la vida. Y los compañeros que elegimos por el camino. El diálogo entre ambos planos no puede ser más elocuente al respecto. Como lo es la trama que se desarrolla entre medias. En un mundo donde ya no queda rastro del ser humano, salvo algunos vestigios arcanos y misteriosos, un gato trata de sobrevivir a una inundación. La fortuna le arroja a una barquichuela a bordo de la cual también se subirán otros animales desahuciados por las aguas. Un perro, un lémur, un ave zancuda y un capibara se unirán al minino en una odisea de claras resonancias bíblicas –el diluvio universal y el arca de Noé– y donde cada criatura representa un valor humanista, como en las fábulas de Esopo, La Fontaine o Samaniego. Eso que tan bien hacía Disney antes de enfermar.

    La amistad (el perro), la generosidad (el lémur), el sacrificio (el ave) y la sabiduría (el capibara) articulan, pues, un relato iniciático cuya lección final consiste en enseñar al gato (nosotros, tan solos y abandonados como él) que la desconfianza y el miedo al cambio son los peores enemigos de la vida. Zilbalodis muestra cada una de estas enseñanzas en una serie de secuencias cuya perfección técnica y belleza estética no son simples alardes de virtuosismo, sino medios poéticos para reforzar el propósito aleccionador de su creador. Robot salvaje (The Wild Robot, Chris Sanders, 2024) se mueve en coordenadas parecidas, aunque su reflexión final se queda, creo, corta a causa de una narrativa convencional, condenada a dar respuestas y servir un final feliz. Si Flow resulta más conmovedora, y también más hermosa, es por su renuncia a dar cualquier explicación –Zilbalodis propone un relato in medias res en toda regla– y por su fe ciega en las imágenes.

    Que nadie espere animales parlantes ni discursos explicativos. Es otra la sala de esas películas. Flow es felizmente muda, como un silencio entre enamorados, y se atreve a avanzar sobre maullidos, ladridos y ronroneos, crujidos, siseos y rumores. No le hace falta la palabra para dar calor al público ni para transmitir la humanidad simbólica de unos personajes que se definen por sus acciones. En esta sencilla y valiente decisión se cifra el talento cinematográfico de Zilbalodis: la vida ahí fuera, nada más. En este sentido, de paso, la película conforma un díptico quizá intencionado con Away (2019), su trabajo anterior, sobre un niño y un pájaro que deambulan por una isla tratando de volver a casa. Ambas películas discurren sin freno sobre el fluir de la existencia, recrean con ternura el ciclo de la vida, reivindican la comunidad frente al individuo, y plantean el retorno del hombre a la naturaleza. ¿Se podría pensar en Zilbalodis, por tanto, como una suerte de discípulo imprevisto de Miyazaki? Sin ser esta una cuestión necesaria para disfrutar y aplaudir Flow, sí conforta de algún modo constatar que la buena animación, como la vida, siempre encuentra un camino. O un mar. Quédense a ver la escena postcréditos. ♦


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