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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | À procura da estrela

    || Críticas | Festival RIZOMA 2024 | ★★★★☆
    À procura da estrela
    Carlos Martínez-Peñalver Mas
    Los senderos del movimiento


    Rubén Téllez Brotons
    Madrid |

    ficha técnica:
    España, 2023. Título original: Á procura da estrela. Duración: 77 min. Dirección: Carlos Martínez-Peñalver. Guion: Carlos Martínez-Peñalver. Música: Pedro González. Fotografía: Lucía C. Pan. Compañías: Coproducción España-Portugal; Omen Cinema, Maria Zimbro Filmes, Acariño Films. Reparto: Joel Fontán, José María Saraiva, Joaquim Marvão.

    Á procura da estrela está compuesta por dos partes bien diferenciadas que, pese al carácter simétrico de su duración, son antagónicas tanto en su tratamiento de la imagen como en su acercamiento a los personajes y a los espacios; y son precisamente esos cúmulos de diferencias que definen cada segmento de la obra los que potencian, a través del énfasis que hacen en sus contrastes, la totalidad de su discurso. Es esta, por tanto, una cinta que opera desde dos puntos de vista completamente distintos, buscando que la oposición de cada uno de sus planos, anverso y reverso de una moneda que gira siempre encima de un tapiz que recoge las diferentes voces que resuenan en los entornos rurales y naturales, proyecte su idea nuclear hacia delante utilizando como impulso el eco de sus diferencias. Los cimientos simétricos de la cinta permiten, en consecuencia, que sean las asimetrías de su cuerpo narrativo las que definan su carácter, las que faciliten que sus imágenes se liberen de la rigidez de una propuesta conceptual concreta para fluctuar por la pantalla como entidades cambiantes cuyo carácter inasible e impredecible las convierte en verdaderas sorpresas fílmicas, en estallidos silenciosos que no buscan sino conformar un poliedro sensorial que capture la realidad de un mundo que desaparece y que, al mismo tiempo, cuestione el funcionamiento de sus mecanismos.

    Carlos Martínez-Peñalver construye la película sobre el nudo de tensiones que se dan en la Serra da Estrela, la zona montañosa del norte de Portugal. Allí llega un joven para grabar los sonidos de un modo de vida en extinción: la fascinación que siente por los pequeños pueblos del entorno, por los senderos olvidados, los bosques poco transitados y los claros cubiertos por el silencio de la ausencia de seres humanos, por el crujido grave de las campanas de una vieja Iglesia o los balidos de unas ovejas que están siendo esquiladas, está, sin embargo, envuelta en un halo de idealización que hunde sus raíces en un romanticismo que surge del desconocimiento. El protagonista inicia su viaje con una idea preestablecida de los sitios que va a visitar, y, por ello, las asperezas del día a día de, por ejemplo, los ganaderos y los pastores a los que acompaña durante un rato no le provocan sino una atracción emocional excesivamente naif, que dista mucho de ser realista. La construcción del sentido de la primera mitad de la cinta se basa en el trabajo sonoro que realiza el director, en una laboriosa y cuidada banda sonora articulada a través de la caricia suave que el viento le regala a las piedras, las hojas y la hierba con las que se va cruzando, del chasquido que produce una rama al romperse, del hundimiento de unos pies en un suelo embarrado. Los elementos de la naturaleza componen una suerte de haiku delicado y traslúcido que debe ser buscado para poder ser apreciado.

    El problema es que las personas que viven la precariedad de la zona todos los días no buscan dicho haiku porque tienen preocupaciones más importantes que atender: “¿No escuchas la melodía?”, le pregunta el protagonista a un conservacionista que trabaja allí desde hace años. “No oigo nada: árboles, viento, pájaros”, le responde. El carácter melódico o poético de dichos sonidos solo puede ser apreciado con entusiasmo por alguien que no los asocia a la falta de oportunidades, a los largos horarios laborales, a la suciedad del barro, a la dureza de los caminos que hay que recorrer para ir de un lugar a otro o al mal olor de los animales; por alguien que puede observar con calma el paisaje porque no tiene que llegar a ningún lado; es decir, por alguien como el protagonista, por un turista en busca de experiencias que se alejen de lo urbano. El hecho de que el sonido que hace su moto tenga dentro del montaje sonoro la misma importancia que el viento, el fluir del agua o el movimiento de los animales ilumina aún más su visión del mundo: para él, lo importante no es el carácter natural o artificial-tecnológico del sonido que graba, sino la velocidad o parsimonia que define su movimiento, la estructura —o ausencia de estructura— económica y cultural que hay detrás de él, el motor que lo activa y que, por tanto, lo define. Lo importante, en fin, no es que el sonido provenga de un vehículo o de la propia fricción del viento con un árbol, sino que se integre de forma orgánica dentro de la atmósfera tranquila, relajada y lírica que para él tiene el paisaje.

    Sucede, sin embargo, que la imagen no respalda su visión de la realidad, sino que la niega. Cuando el protagonista está en plano, una sutil sensación de incomodidad, de desequilibrio, impide que los espectadores disfruten de los estímulos sensoriales que la naturaleza ofrece: sólo cuando las personas desaparecen del encuadre, este transmite cierta armonía, sólo cuando el paisaje es única y exclusivamente paisaje y no está atado por un ideal romántico o por la cuerda precaria de la realidad, cuando no ha sido intervenido por el ser humano de una u otra forma, desprende una ligera serenidad. Pero claro, dicha concepción del paisaje no es más que una quimera, que una utopía a alcanzar, y la segunda parte de Á procura da estrela deja constancia de ello. Llegado el ecuador de la cinta, la narración se quiebra, se hace pedazos, y de sus escombros germina una concatenación de planos grises en su prosaico retrato de un recorrido que conduce a la nada, a la destrucción de la naturaleza en favor de la economía de mercado. El matizado trabajo sonoro es sustituido por un silencio mojado por el agua amnésica de un lago estéril, las imágenes devienen en una masa rocosa e incómoda, anacrónica y artificial, y al protagonista no le queda más camino que recorrer que el de la alienación perpetua: el movimiento ya no es significado de nada, ni sus velocidades reflejan privilegio de clase alguno, puesto que un manto de abstracción individualista impide observar el mundo desde una perspectiva que se aleje el solipsismo: el estatismo se apodera del propio gesto de moverse y lo convierte en un castigo asfixiante. El protagonista camina, sí, pero lo hace por un espacio esencialmente feo e inexpresivo que no desemboca en ningún sitio. ♦


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