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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Yannick

    || Críticas | Streaming | ★★★☆☆ ½
    Yannick
    Quentin Dupieux
    El teatro de la crispación


    Rubén Téllez Brotons
    Madrid |

    ficha técnica:
    Francia, 2024. Título original: Yannick. Dirección: Quentin Dupieux. Guion: Quentin Dupieux. Fotografía: Quentin Dupieux. Reparto: Raphael Quenard, Pio Marmaï, Blanche Gardin, Sébastien Chassagne, Agnès Hurstel, Mustapha Abourachid.

    Yannick, la nueva película de Quentin Dupieux, comienza con dos actores representando una obra teatral sobre un escenario pulcramente decorado para parecer una cocina de revista: las paredes limpias, lisas, de un color crema suave; el azul oscuro de la noche entrando por las cristaleras para que haya algo de contraste cromático; una mesa colocada justo en medio de la estancia; diversos muebles rellenando los huecos vacíos; todo situado en el lugar adecuado para darle credibilidad a un conjunto que, sin embargo, no está diseñado para representar la realidad, sino el simulacro de realidad que los medios de masas han construido en la mente de todo el mundo. En la obra que se está representado, un hombre discute con su mujer después de que esta le diga que le ha sido infiel y que le va a dejar para iniciar una relación con su amante. El diálogo entero se ahoga en los tópicos —o clichés— que lo construyen y los actores sobreactúan mientras algunas risas tímidas rompen el silencio del patio de butacas. Así, hasta que un hombre, el Yannick que da nombre a la cinta, se levanta de su asiento e interrumpe la función exigiendo que el responsable de la misma (el director) salga a hablar con él porque no sólo no le está gustando, sino que le está aburriendo profundamente. Los actores le piden que salga del teatro, él se niega y, a partir de ese momento, el ambiente se va enrareciendo y los personajes, ante la incomodidad que les produce la situación, dejan que la brújula del ridículo guíe sus acciones.

    Cualquiera que haya visto alguna cinta de Dupieux notará pronto que el punto de partida de Yannick no es muy diferente al de sus obras previas. El absurdo es siempre el elemento que desencadena el inicio de la acción de los protagonistas y el que les incita a seguir actuando de forma delirante con la convicción del que cree llevar razón. En Mandíbulas, por poner un ejemplo, dos amigos encontraban una mosca gigante en el maletero de un coche y decidían entrenarla para que robase para ellos. La idea carecía de congruencia alguna, pero ellos no sólo la aplicaban con convencimiento, sino que la llevaban a sus últimas consecuencias, quebrando la lógica interna del propio relato y permitiendo, por tanto, que cualquier cosa pudiese pasar, que cualquier cosa fuese posible: un par de chicas llegaban a creer que su amiga se había comido un perro vivo, un hombre conseguía remolcar un coche empleando un triciclo, un millonario traficaba con dentaduras de diamantes. Todo podía pasar en un mundo con normas de papel mojado. Y de ese choque entre el mundo real —el del espectador— y el simulacro de realidad creado por el cineasta francés surgía un humor sin esqueleto ni sintaxis que se deslizaba por la pantalla siguiendo los devaneos de los propios personajes.

    En Yannick, ya se ha dicho, el detonante de la acción es prácticamente el mismo, salvo que hay una contención en lo que a elementos surrealistas se refiere: los protagonistas, por tanto, nadan a contracorriente en todo momento, rompiendo convenciones sociales y generando unas situaciones teñidas de locura e irracionalidad que provocan risas en los espectadores, al mismo tiempo que les incomodan devolviéndoles un retrato concentrado y agudo de su cara oculta como individuos civilizados. Y, pese a que podría parecer que la intención principal del director es la de epatar al público construyendo una farsa en la que unas personas esquinadas por la claustrofobia del encierro dejan a un lado las máscaras con las que se visten a diario para sacar al ser egoísta que llevan dentro —El ángel exterminador—, la cosa va mucho más allá. Como en sus anteriores cintas, Dupieux esconde incisivas reflexiones sobre la sociedad detrás de unas imágenes de raíz esquizofrénica y tronco mundano; y, como en Mandíbulas, la crítica al neoliberalismo subyace debajo de unas escenas cacofónicas en las que las meditaciones sobre el arte y el papel de la audiencia funcionan como una cortina de humo que reviste de ligereza el discurso de una obra que se mueve, precisamente, en el campo de la simulación, que sabe sacarle partido a su etiqueta de juguete audiovisual.

    Yannick denuncia la conversión de la sociedad en una jungla individualista en la que la ausencia de cariño, respeto y empatía, unida a la precarización extrema del trabajo y la transformación de los espacios públicos (la platea del teatro) en círculos salvajes en los que revelar las intimidades de los demás con la finalidad de humillarles, de quedar por encima de ellos o de dominarles, ya sea explícita o implícitamente, provocan una crispación y un malestar general que imposibilitan cualquier tipo de convivencia. La puesta en escena que propone el realizador se caracteriza por su transparencia, por la claridad de unos encuadres alejados de cualquier tipo de retórica innecesaria que oxigenan la narración con precisión suiza para evitar que la atención del espectador se diluya por la pantalla. Esto, junto con las grandes interpretaciones de los actores, termina de dar empaque a una película que muchos han catalogado como obra menor dentro de la filmografía del director, pero que no deja ser un gran y divertido alegato en favor del amor como motor del mundo. ♦

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