|| Críticas | Mostra de Valencia 2024 | ★★★★☆ |
Who do I belong to
Meryam Joobeur
El velo del fantasma
Aarón Rodríguez Serrano
ficha técnica:
Túnez, Francia, Catar, Noruega, Canadá y Arabia Saudí, 2024. Título original: Mé el aïn. Dirección y guion: Meryam Joobeur. Fotografía: Vincent Gonneville. Música: Peter Venne. Montaje: Meryam Joobeur, Maxime Mathis. Reparto: Salha Nasraoui, Mohamed Grayaâ, Malek Mechergui, Adam Bessa, Dea Liane, Mariem Jlassi Akkari. Producción: Tanit Films, Instinct Bleu, Midi la Nuit.
Túnez, Francia, Catar, Noruega, Canadá y Arabia Saudí, 2024. Título original: Mé el aïn. Dirección y guion: Meryam Joobeur. Fotografía: Vincent Gonneville. Música: Peter Venne. Montaje: Meryam Joobeur, Maxime Mathis. Reparto: Salha Nasraoui, Mohamed Grayaâ, Malek Mechergui, Adam Bessa, Dea Liane, Mariem Jlassi Akkari. Producción: Tanit Films, Instinct Bleu, Midi la Nuit.
Y es que Joobeur ha utilizado un talento visual sobrecogedor para generar un nuevo monstruo, una nueva figura terrorífica, una suerte de fantasma contemporáneo que atraviesa los debates y las posiciones de combate contemporáneas: la mujer silenciosa, atrapada dentro de su nicab. Cuerpo encerrado, extrañamente cercano a los fantasmas velados de la tradición victoriana, cuerpo peligroso en tanto es la escritura extrema de los delirios de poder fanático: nadie mirará, nadie contemplará, nadie sabrá de la portadora que ha quedado encerrada bajo la tela. Y la mujer, a su vez, responde al mundo con lo único que le queda: el gesto mismo de mirar, ese ser-mirada que amenaza incluso con ser borrado tras las rejillas, como prueba de su deshumanización absoluta.
Joobeur utiliza el nicab como un elemento compositivo apoteósico. Desde su primera aparición, a menudo en el fondo del encuadre y fuera de foco, a menudo como una sombra vaporosa pero bien presente que se va filtrando escena tras escena, lo describe como una «sombra». Es, en efecto, una sombra vampírica, una sombra monstruosa que de pronto llega para instalarse en un salón, entre una familia, en una comunidad, frente a un policía. La película comienza siendo un drama social, después se abisma en el thriller, y poco a poco, va arrastrándose entre sangre y pesadillas al territorio del fantástico. Se mueve con una elegancia majestuosa entre la realidad y la ficción, entre la luz y la sombra. El trabajo de etalonaje quita el aliento: un plano remite a Caravaggio, el siguiente parece asfixiarse tras un limo azulado, el siguiente estalla en un juguetón rojo o en un mar brillante. La película tiene una factura sobresaliente, depurada pero intensamente medida para escapar de la espectacularización. Todo parece ocurrir en el presente, y en el presente se van introduciendo esos planos que remiten al mito, a la leyenda, quizá al delirio, hasta que todos quedan ordenados y sintetizados en un tremendísimo flashback final que puede ser, con toda justicia, una de las secuencias más potentes del año.
Y puede serlo, además, porque es en el último tercio donde la película realiza su gran truco de magia: invertir las líneas de guion, mostrar lo que ocurre debajo del nicab, reformular sobre el tablero el trabajo de víctimas y verdugos. La violencia, como ocurre en las canciones acumulativas de la tradición oriental, se proyecta hacia atrás, siempre hacia atrás, en un ciclo demencial de causas y efectos difícilmente desentrañables. En el principio —sugiere el metraje— era ese padre cruel, hermético, que sin embargo afirma desvelarse por su familia y sin la cual, como refiere el propio título de la película, no tiene un anclaje. Pertenece a su familia, por así decirlo, pero la familia resulta ser un nido de fantasmas, cadáveres, traiciones, fanatismos, brutalidades que van descendiendo como en una especie de espiral salvaje. Resulta imposible no pensar en La semilla de la higuera sagrada (Danaye anjir-e moabad, Mohammad Rasoulof, 2024), película con la que parece compartir un muy lejano pero intenso aire de familia. En ambos casos comparece el miedo, pero hay que reconocer que la película de Jooebeur es infinitamente más redonda, más atmosférica, y mucho más precisa en la manera en la que construye sus imágenes.
Al final, mientras en las academias anglosajonas se balbucea mucho sobre la hauntología, el retorno de los fantasmas, el llantito y los hipidos de los hombres blancos cuya música ya no parece interesar a nadie, tengan que venir desde territorios como Túnez para seguir señalando el camino. Es lógico, puesto que allí no se plantean si somos capaces o no de imaginarnos futuros posibles: suficiente tienen con agarrar las riendas del presente. Es una cuestión de supervivencia. Es una cuestión de justicia. Es una cuestión de valerse de los fantasmas, no para participar en un juego de salón burgués, sino para dar forma a las auténticas pesadillas del mundo contemporáneo. ♦