|| Críticas | Seminci 2024 | ★★★☆☆ ½
Polvo serán
Carlos Marques-Marcet
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
Rubén Téllez Brotons
ficha técnica:
España, Suiza, Italia, 2024. Título original: Polvo serán. Duración: 106 min. Dirección: Carlos Marqués-Marcet . Guion: Carlos Marqués-Marcet, Clara Roquet, Coral Cruz. Música: María Arnal. Fotografía: Gabriel Sandru. Compañías: Lastor Media, Kino Produzioni, Alina Film, RTVE, Movistar Plus+. Reparto: Ángela Molina, Alfredo Castro, Mónica Almirall.
España, Suiza, Italia, 2024. Título original: Polvo serán. Duración: 106 min. Dirección: Carlos Marqués-Marcet . Guion: Carlos Marqués-Marcet, Clara Roquet, Coral Cruz. Música: María Arnal. Fotografía: Gabriel Sandru. Compañías: Lastor Media, Kino Produzioni, Alina Film, RTVE, Movistar Plus+. Reparto: Ángela Molina, Alfredo Castro, Mónica Almirall.
Precisamente por eso, su nueva película supone una ruptura total para con sus anteriores trabajos. Si Los días que vendrán se cerraba con un parto que dirigía la mirada de la pareja interpretada por David Verdaguer y María Rodríguez Soto hacia un horizonte incierto calentado por la arena de la playa, Polvo serán se abre con la certeza de la proximidad de una muerte: aquel futuro al que hacía mención el primer título se ha convertido en el segundo en un pasado que nunca es observado con melancolía ni nostalgia, pero que tampoco aporta notas excesivamente alegres que rebajen la fiereza del magma mortuorio sobre el que están construidas las imágenes. La primera escena, en la que Ángela Molina exterioriza bailando la crisis nerviosa que está sufriendo por culpa de la cercanía del final, resulta, de entrada, algo cómica por la pomposidad de sus gestos: por debajo, late la idea de la vida como un valls absurdo marcado por el ritmo del azar. Marques-Marcet convierte este punto de partida en el eje vertebrador de un musical en el que utiliza los tropos de la literatura barroca —ya lo anuncian los versos de Quevedo que dan nombre a la cinta— para cincelar un soneto de formas muy marcadas en el que cada verso supone un ángulo distinto desde el que observar el devenir del proceso de la muerte.
Una muerte a la que los personajes se enfrentan asumiendo los preceptos filosóficos del estoicismo que marca gran parte de la producción barroca, pero sin ornamentar el proceso con grandes ampulosidades estéticas; de hecho, es el propio director quien, con cada número musical protagonizado por esqueletos —de una fuerza visual comparable al inicio de Clímax, todo hay que decirlo—, insiste en mostrar una visión afectada y operística del ocaso, quien se esfuerza por recalcar el carácter solemne de cada momento. Dividida en tres partes bien diferenciadas, la película cuenta la historia de Claudia, una actriz que, después de que le diagnostiquen un tumor terminal, decide viajar a Suiza para someterse a la eutanasia. Así, su marido la sorprende confesándole que la va a acompañar en el viaje para terminar también con su vida, puesto que se niega a quedarse en un mundo en el que no esté ella. A partir de aquí, Marques-Marcet se esfuerza por reunir diferentes voces —la pareja protagonista, sus tres hijos— que reaccionen a la cercanía del final desde dentro de en un mismo plano de composición sobrecargada, desde cuyas esquinas unos espejos –convertidos en intermediarios entre la confesión y el mutismo, entre el llanto arrebatado y la contención hierática– intentan reflejar aquellas emociones y recuerdos que los personajes luchan por ocultar frente a la cámara, aquellos destellos del pasado que marcan tanto la dinámica familiar general como la forma en que los miembros se relacionan entre ellos.
Es esta, por tanto, una cinta que rastrea cada matiz verbal, cada temblor físico, cada lágrima contenida, cada silencio premeditado y cada mirada que se enreda en una telaraña de miedo e incertidumbre, buscando capturar los diferentes meandros que toma el río de la vida antes de desembocar en el mar de Manrique. Como viene siendo habitual en el cine de Marques-Marcet, lo que importa no es tanto el anuncio de una decisión que lo cambiará todo, ni la discusión en la que se explicitan diferencias del pasado, sino la forma en que se pronuncia cada palabra herida, el movimiento hacia abajo que lleva a cabo una mirada perpleja, o el recorrido que hace uno de los protagonistas dentro del espacio –tanto físico (una casa, una habitación), como fílmico (el plano)– limitado que tiene para moverse; importa, pues, la concatenación de gestos casi imperceptibles que terminan componiendo un mapa vital y emocional de cada personaje y que permite que el espectador pueda entender tanto su carácter como su forma de encarar la muerte. La película avanza así hasta un tercio final en el que la pantalla se tiñe de blanco, los números musicales desaparecen y los diálogos se depuran al máximo, dejando en el centro del plano a la pareja protagonista y a su hija pequeña. Es ahí, donde la caligrafía gestual mencionada al principio abandona el fondo del encuadre para situarse en primer término, lugar desde donde narra, utilizando los mimbres del silencio, los instantes finales de vida de dos personas que “su cuerpo dejarán / no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado”. ♦