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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Moondove

    || Críticas | Mostra de Valencia 2024 | ★★★★☆ |
    Moondove
    Karim Kassem
    Del hecho de partir


    Aarón Rodríguez Serrano
    Valencia |

    ficha técnica:
    Líbano, Países Bajos, Catar, Arabia Saudí, 2024. Título original: Moondove. Dirección y fotografía: Karim Kassem. Guion: Karim Kassem, Nadia Hassan. Música: Sugam Khetan. Montaje: Alex Bakri. Reparto: Ghassan Saad, Nabih Hmedeh, Sona Hmedeh, Bakr Sekhniyye, Abed Sekhniyye, Asma Sekhniyye.

    Cuando desde la crítica solemos reivindicar películas que confíen de una manera u otra en la inteligencia del espectador podemos referirnos a varios factores. Por ejemplo, a que complejicen sus narrativas para que respeten una ambigüedad que nos permita colaborar. Por ejemplo, que confíen en nuestra capacidad para interpretar o experimentar imágenes que se escapen de los lugares comunes del cine de nuestro tiempo. Por ejemplo, que mantengan una distancia ética que no pretenda adoctrinar a nadie y, al mismo tiempo, que no se zafen de la obligación de arrojarse contra los grandes problemas. Pues bien, puede que Moondove sea una de esas extrañas películas que cumplen esos tres requisitos.

    Se suele decir, y me permitirán la descortesía del tópico, que no hay buena película sin un espectador que la complete. Moondove tiene esa extraña característica de los viajes improvisados, las aventuras salvajes y las decisiones arriesgadas de lanzarnos contra un vacío narrativo. Sin duda, ciertos personajes desfilan por la pantalla: el encargado de una compañía de aguas a punto de colapsar, unos ancianos que se desprenden morosamente de sus recuerdos, un joven cristalero que espera su pasaporte para escapar del país. Chispazos de vida, trazados con una técnica casi impresionista en el que ambiente y trama, espacio y personaje, van fusionándose poco a poco, con una delicadeza impresionante. Kassem tiene en la piel y en la mirada algo de sus orígenes como documentalista, y así ha cogido su cámara y se ha marchado a un Líbano rural que no cae en la postalita doméstica, en el inventario de curiosidades ni tampoco en la simple curiosidad antropológica. Antes bien, su película ha conseguido crear/retratar con un inmenso respeto una serie de vidas, sin profundizar dramáticamente en sus motivaciones o en sus causas, sin jugar a un psicologismo barato ni a un teatrillo de pintoresquismos rancios. Lo que hay frente a nosotros tiene todas las cualidades del buen cine: mantiene intacto un misterio constitutivo de la expresión audiovisual —algo innato al hecho mismo de retratar—, pero a la vez puede respetar la savia realista, el compromiso concreto con eso que está mostrando: una paloma, una casa en ruinas, una piscina a medio llenar.

    Por un lado, sin duda, está la metáfora: una sociedad en plena sequía, una zona rural tostada por un sol inmisericorde y llena de caminos polvorientos, zigzags, carreteras impracticables. La deuda con la modernidad iraní es evidente, pero se contamina también de un hálito en ocasiones casi fantástico. La sequía no es una maldición, sino una suerte de espacio mental compartido, una tremenda campana de cristal que encierra y aplasta a los habitantes que corretean o se detienen como hormigas junto a la carretera. De una manera u otra, todos confían en el devenir de ese hombre desquiciado que, de la mañana a la noche, acude dando excusas y revisando tuberías, perdiendo la voz y fumando sin parar, disculpándose por la angustia y el pánico que se van apoderando de él cada vez que el destino le pone la zancadilla. La estructura del bienestar es precaria, pero entre tanto se van sugiriendo otras historias de amor, desamor y abandono, de lucha o de recuerdo, de viajes y metrajes encontrados, que se trenzan alrededor de su vagabundeo.

    Por otro, está el dispositivo visual. La película es solemne y atractiva desde sus primeros planos, en parte potenciada por una partitura portentosa de Sugam Khetan que arranca todo el folclorismo barato de las imágenes y configura un universo hermético y atravesado por la magia. El montaje tiene dos rasgos realmente notables. El primero es su capacidad para encontrar la duración precisa de cada acción —repostar un vehículo o alzarlo, anticipar la llegada de un desconocido a una casa o escrutar un rostro. El segundo, todavía más interesante, es su potencia para dislocar los elementos básicos del film. Por poner un ejemplo concreto, casi hasta el final —y mucho habría que discutir— sabremos si algunos personajes están vivos o actúan como fantasmas, si algunos acontecimientos son recuerdos o suceden en tiempo real, si la línea de la película es cronológica o es una especie de serpiente que se retuerce sobre sí misma. Pocas veces hemos visto en el cine reciente una capacidad tan inteligente para seccionar los interiores, para saber cómo funciona el racord y cómo traicionarlo en el momento adecuado.

    Y al fondo, en sordina, esa obra de teatro prometida («Partidas»), de la que nunca llegaremos a tener una contemplación completa, a no ser, por supuesto, que se encuentre en el centro de Moondove y todo sea, de alguna manera, esa representación imaginada y esquiva. De eso habla, intuyo, la parte final del film con sus no-clausuras, sus despedidas, sus tensiones. Del arte de marcharse y de los gestos necesarios para logarlo. La estrategia de Kassem es, sin embargo, felizmente contradictoria: partir es un gesto tan misterioso como ver su propia película, tan rico como enfrentarse a un laberinto proyectado hacia adelante que no queda más remedio que recorrer, y sin garantía alguna de que pueda encontrarse una salida segura. ♦

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