|| Críticas | Seminci 2024 | ★★★★★
Misericordia
Alain Guiraudie
Por una observación frontal
Rubén Téllez Brotons
ficha técnica:
Francia, 2024. Título original: Miséricorde. Duración: 102 min. Dirección: Alain Guiraudie . Guion: Alain Guiraudie. Música: Marc Verdaguer. Fotografía: Claire Mathon. Compañías: Coproducción Francia-España-Portugal; CG Cinéma, Scala Productions, arte France Cinéma, Andergraun Films, Rosa Filmes. Reparto: Félix Kysyl, Catherine Frot.
Francia, 2024. Título original: Miséricorde. Duración: 102 min. Dirección: Alain Guiraudie . Guion: Alain Guiraudie. Música: Marc Verdaguer. Fotografía: Claire Mathon. Compañías: Coproducción Francia-España-Portugal; CG Cinéma, Scala Productions, arte France Cinéma, Andergraun Films, Rosa Filmes. Reparto: Félix Kysyl, Catherine Frot.
Misericordia se mueve dentro de los parámetros habituales de la obra de su director. Los entornos naturales vuelven aquí a ser el escenario en el que sus criaturas pueden quitarse las máscaras y abandonar la interpretación constante que es su vida, el coche se convierte de nuevo en la traslación física más precisa de todo aquello que su dueño oculta, y la fluctuación del deseo entre el ámbito público y el privado mueve los cimientos sobre los que los protagonistas han levantado su —frágil— estructura vital. La película se abre con una concatenación de planos de una carretera. El énfasis que Guiraudie pone en ellos sugiere la importancia que estos espacios de tránsito van a tener en un relato que, de hecho, está hilvanado con historias que se quedan a medio camino de su destino o que no llegan a desembocar en la meta que tenían marcada. Cada personaje se ve obligado a lo largo del metraje a asumir la imposibilidad de ver cómo las ansias que marcan su día a día no van a cristalizar en la realidad de la forma que ellos desean. Una red de pasiones que agonizan en una telaraña de frustraciones une así a los pocos habitantes del pueblo al que Jérémie (brutal Félix Kysyl) regresa tras años de ausencia para acudir al funeral del hombre que le enseñó su oficio.
La película bien puede verse como una gran frustración que rompe todo cuanto orbita a su alrededor, pero también como una enorme cristalera construida con diversos y fracturados fragmentos narrativos que aprietan entre las costuras de sus relatos sin final unos impulsos y deseos vitales insatisfechos, por irrealizados. El espectador se encuentra ante una paradoja cuando se enfrenta a Misericordia, debido a las dificultades que se le plantean cuando intenta definirla, encorsetarla en una definición estanca, afirmar con rotundidad si es un relato de núcleo negativo que destruye los elementos tangenciales que intentan florecer cerca o si es un mosaico de ausencias convertidas en imposibilidades. De todos modos, la catalogación de sus imágenes es, ya se ha dicho, lo de menos. Lo importante es que su estructura lánguida, cimentada por todos y cada uno de los desvíos argumentales y personajes secundarios que permiten que la gran frustración del protagonista tome cuerpo y se proyecte hacia el exterior, está marcada por el dolor que surge cuando los deseos y las expectativas se disuelven en el caldo caliente de un mundo hostil. Todos los elementos de la película están atravesados por una sensación de aislamiento que no tarda en devenir ensimismamiento, egoísmo. El protagonista recorre a pie todos los días el bosque, la carretera, las calles mojadas sin llegar a entender qué espera de esos lugares, del pueblo y sus alrededores, por qué sigue ahí cuando lo único que le ofrecen sus habitantes son hostilidades y problemas, qué agujero interno espera llenar transitando un entorno fantasmal en el que no puede disfrutar de nada, ni tener un momento de calma, y del que, sin embargo, no es capaz de marcharse.
Esa insatisfacción —intuida por el espectador—- que impulsa sus decisiones —posiblemente de forma inconsciente— no le afecta a él únicamente: el resto de personajes también son portadores de una oquedad que los aflige y que no son capaces de nombrar, lo que provoca que, al contrario que Jéremie, que busca en el contacto con los otros las palabras que le permitan iluminar su insatisfacción, su vacío, se cierren sobre sí mismos y respondan con violencia ante cualquier acercamiento de alguien que pueda alterar una rutina de la que —de nuevo, otra paradoja— se sienten esclavos. El amigo de la infancia del protagonista —e hijo del fallecido— no ve con buenos ojos que este se quede a dormir en casa de su madre, quien, por otra parte, se mueve siempre en un terreno ambivalente cuando le preguntan al respecto hasta que, cansada de la compañía, cambia sus formas neutrales por una serie de gestos y frases cortantes; un hombre que vive en un viejo caserón algo alejado del pueblo llega a amenazar a Jérémie con un arma después de que le haya confesado la atracción sexual que siente hacia él. El único que rechaza ejecutar movimientos —verbales, físicos— de desprecio o violencia es el sacerdote del pueblo.
Hay, por tanto, debajo de Misericordia un gran dolor común, una enorme incomodidad, un baúl de ilusiones que se pudre día a día y que expande la fragilidad de su contenido por el pueblo. No existe propósito, ni deseo, ni tarea que los personajes puedan completar, de la misma forma que no existe un solo sueño que puedan tocar con la punta de los dedos: la muerte, la soledad, los trabajos alienantes, las imágenes del futuro ansiado rotas y esparcidas sobre el asfalto de las carreteras secundarias en las que se han convertido sus vidas; todo parece confabular en su contra. Su caminar es constante, sus movimientos son estáticos y los lugares que recorren, inmutables; es por eso por lo que nunca llega a existir una posibilidad de salir del círculo de opresión si no es a través de la muerte. Guiraudie filma los interiores como organismos ásperos que se contraen y se expanden, que mutan y que rechazan a los propios personajes que intentan habitarlos. A través de una serie de planos medios en los que nunca llega a definir con claridad la posición que los muebles y los personajes ocupan dentro del espacio, consigue crear una sensación de extrañamiento que potencia con el uso que hace de la luz, que pasa de ser onírica —en las secuencias del bosque—, a ser plana —en las escenas dentro de la casa. Las decisiones de puesta en escena tomadas por el director parecen responder a un deseo de inconcreción, a la necesidad de dibujar el centro eludido, la herida subterránea, a través de la contención de la explicitud discursiva, de la difusión —o destrucción— de los vínculos que unen a los personajes y de la mutación constante de las imágenes.
«La incomunicación que los separa se levanta entre la tierra quemada de cada secuencia y convierte los diálogos en el esbozo de un anhelo imposible: una amistad, una despedida, un abrazo, un deseo que jamás alcanza a tomar cuerpo en la realidad; no hay ningún acercamiento que, sin estar definido por la hostilidad, no se vea interrumpido por el carácter vampírico del esquema vital en el que se encuentran insertadas las criaturas de Guiraudie».
Esto no significa que Misericordia no hable de nada, que se niegue a mirar al mundo o que sólo esté interesada por el juego que las imágenes le ofrecen. Guiraudie apuesta por convertir la totalidad de la obra en el claro síntoma de la crispación que impide el diálogo —verbal, corporal, afectivo, sexual— entre sus personajes: los constantes cambios formales, la heterogeneidad de estilos y géneros que conforman la película no funciona sino como la clara traslación visual de la desesperación provocada por ese contradictorio estado en el que se mezclan la sensación de estancamiento con la futilidad de un movimiento inerte, estéril, cuya mera existencia sólo es capaz de generar angustia. Ese no poder cambiar una situación vital que no les produce más que dolor, ese intentar escapar de una rutina que los asfixia, es lo que genera el estado de frustración que los embarga y les impide ver más allá de su sombra. La incomunicación que los separa se levanta entre la tierra quemada de cada secuencia y convierte los diálogos en el esbozo de un anhelo imposible: una amistad, una despedida, un abrazo, un deseo que jamás alcanza a tomar cuerpo en la realidad; no hay ningún acercamiento que, sin estar definido por la hostilidad, no se vea interrumpido por el carácter vampírico del esquema vital en el que se encuentran insertadas las criaturas de Guiraudie. Mientras Jérémie y compañía agonizan en un charco menguante, rechazados por unos espacios interiores que se niegan a ser refugio, desesperados por huir de unos exteriores que invocan la angustia que la imposibilidad para llevar la vida que deseaban les produce, Misericordia se tiñe de los colores intermedios de una comedia policial eminentemente ambigua.
Ni siquiera el tono de las imágenes opera atendiendo a los estados emocionales de los protagonistas: la desvinculación entre los diferentes elementos de la cinta es total. Entra entonces en escena el habitual espejo que el director utiliza para reflectar los fotogramas sobre la realidad exterior de la pantalla. Algunas de las estructuras que definen el devenir de la actualidad desaparecen en el cine de Guiraudie, abriendo un vacío que, a través de la absorción de actitudes, gestos y lenguajes violentos, moralistas, oscurantistas o cínicos, enfatiza el carácter ilógico de los mismos. En el cine del autor de Rester vertical, por poner el ejemplo más claro, la sexualidad está completamente liberada: no hay odios que la opriman ni existe un sistema heteropatriarcal que castigue la diversidad. Es precisamente desde ahí, desde el gran abismo que se abre entre la película y el mundo, desde el contraste que surge entre la imagen y la sala donde es observada, desde donde el director construye el discurso de sus películas. Lo mismo sucede con el concepto de misericordia que le da nombre a la cinta, y que aquí aparece desprovisto de la retórica católica y condescendiente con la que los sacerdotes lo han cargado a lo largo de los siglos. Son constantes los primeros planos que Guiraudie le dedica al rostro del cura del pueblo; en ellos, siempre aparece observando a Jérémie. Su mirada, sin embargo, no enjuicia al personaje, ni siquiera cuando está siendo interrogando por un par de agentes de la policía que le consideran el principal responsable de un asesinato. Jérémie es culpable y el cura lo sabe desde el principio, pero jamás lo mira con superioridad ni le da lecciones de ética, en parte porque está perdidamente enamorado de él, en parte porque hace gala de un humanismo muy infrecuente entre los suyos.
El diccionario de la RAE define la misericordia como la «virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenos». La misma institución describe el compadecimiento como la acción de «sentir lástima o pena por la desgracia de los sufrimientos ajenos». En la película de Guiraudie no existen ni el compadecimiento ni la lástima; la igualdad media entre el sacerdote y Jérémie, dado que ninguno de los dos observa al otro desde una posición de superioridad, ninguno se baja de su torre de marfil para emocionarse con las desgracias del otro disfrazado con un caparazón de soberbia, ni ninguno siente pena. El aislamiento y la posterior extracción de la carga católica que se extiende sobre el concepto de misericordia es el movimiento fundamental que permite su resignificación. Ante la cuestión de si es posible atribuirle un nuevo sentido a un concepto que forma parte de un marco de pensamiento tan específico que resulta difícil imaginarlo fuera de él, el director responde que sí, pero no lo hace, de nuevo, desde la prepotencia de quien se cree en posesión de la verdad absoluta. La ambigüedad de la película permite el cuestionamiento de uno de los pilares que sostienen su cierre discursivo.
La misericordia, en la cinta, no es un concepto que obliga a quienes quieran ser iluminados por su gracia a purgar por sus errores cargando con algún tipo de penitencia insoportable, sino que funciona como un sinónimo de empatía, como el detergente que disuelve la costra solipsista que cierra la visión que los personajes tienen del mundo sobre sí misma, como el gesto de solidaridad que define una mirada humanista hacia el otro. Un humanismo desde el que el propio director retrata a todos sus personajes. El ejemplo más claro: Misericordia es una película abiertamente anticlerical en la que la visión que se arroja del personaje religioso no es negativa, paródica ni burlesca. Así, esa crispación, esa crisis que Guiraudie decide hundir en los márgenes del relato para colocar la cámara sobre los efectos que produce en los personajes, sobre el modo en que condiciona los gestos y actitudes de los vecinos del pueblo, encuentra en la observación frontal de la realidad del otro un leve paliativo. Si el nudo de frustración y dolor que apretaba los cuerpos de los protagonistas los condenaba a aislarse dentro del propio círculo concéntrico que trazaban con sus movimientos, la posibilidad en entablar un diálogo con el otro, con la mirada, esquinada también por la angustia, de las personas con las que se cruzan en sus interminables paseos por las calles del pueblo o por el bosque supone la primera grieta dentro de la férrea y cerrada atmósfera en la que se encuentran insertados. Se podría decir, por tanto, que el director conduce la película hacia una desembocadura en la que el desprejuiciamiento de la mirada funciona como la única forma de entablar un vínculo afectivo con los demás. La ruptura de los códigos morales que definen los modos de observar y relacionarse no es sino el movimiento que anuncia la proximidad del derrumbamiento de los esquemas sociales que provocan esa herida subterránea: romper con la hegemonía —esos valores individualistas, cínicos y puritanos— para, después, acabar con el sistema que la implanta. ♦
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