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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La tutoría

    || Críticas | Seminci 2024 | ★★★☆☆
    La tutoría
    Halfdan Ullmann Tøndel
    La fuerza expresiva de un gesto sutil


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Noruega, 2024. Título original: Armand. Duración: 117 min. Dirección: Halfdan Ullmann Tøndel. Guion: Halfdan Ullmann Tøndel. Música: Ella van der Woude. Fotografía: Pål Ulvik Rokseth. Compañías: Eye Eye Pictures, Keplerfilm, ONE TWO Films, Film I Väst, Prolaps Produktion. Reparto: Renate Reinsve, Ellen Dorrit Petersen.

    Puede resultar lógico que una película que habla sobre la incapacidad de concretar con palabras claras la definición y descripción de un acontecimiento de origen difuso, sobre la forma en que la verdad se va diluyendo entre las ramificaciones verbales de quienes tienen que aportar un testimonio preciso de un hecho, se defina por sus pérdidas, por sus constantes giros y quiebros, por el gesto caótico con el que desparrama sus secuencias sobre la pantalla con la impotencia de quien sabe que no va a conseguir el propósito que se ha impuesto. De ahí que, a primera vista, La tutoría pueda parecer sólida conceptualmente: sus imágenes funcionan como fiel transposición de la desesperación que surge ante la imposibilidad de abrirse camino en un bosque de interrogantes sin solución; y, por tanto, la desintegración paulatina que sufre el relato coincide con la propia desintegración de la certeza. Al final, la película termina convertida en una búsqueda esquizoide, en un eterno divagar por pasillos laberínticos plagados de aulas misteriosas, en una acumulación de confusos susurros que surgen desde el fondo de la conciencia.

    Es, sin embargo, la ópera prima de Halfdan Ullmann Tøndel —sí, el nieto de Ingmar Bergman y Liv Ullmann— una película errática que unas veces, en su constante deambular hacia ninguna parte, encuentra un destello fílmico de valor, capaz de darle sentido a una porción reducida del caos que ha tenido que atravesar para llegar hasta él; y otras, sencillamente, arroja una serie de imágenes pretenciosas y fallidas a la cara de los espectadores. Para conseguir que una obra que comienza firmemente anclada a la realidad pueda abstraerse por completo, deviniendo en una pesadilla a medio camino entre el expresionismo gótico y el surrealismo más feroz, su narrador tiene que tener un control absoluto de las imágenes que le permita meter en vereda el relato cuando esté a punto de descarrilar, evitando que las fugas se expandan con imprecisión y conviertan el conjunto en un conglomerado de caprichos vacuos. Y, siendo sinceros, Ullmann Tøndel aún no tiene ese manejo total del tono y los tempos del que hacían gala, por poner dos ejemplos, su propio abuelo y David Lynch.

    Resulta bastante curioso, además, que una obra que se caracteriza por su transgresión del relato clásico, por el desmembramiento que hace del naturalismo, albergue más hallazgos visuales y discursivos en su tercio inicial, el más realista, que en su clímax, carente de cualquier ventana que le permita conectar con el mundo. El gesto sutil, el movimiento de cámara suave y el trabajo matizado con el sonido siempre funcionan mejor que los subrayados toscos, los giros bruscos que salen de la nada y el énfasis desmedido. Que la protagonista se quite los pendientes y se limpie el pintalabios antes de entrar a una tutoría en el colegio de su hijo dice mucho más del cuestionamiento constante al que se ve sometida que cualquier diálogo que lo explicite verbalmente. Los delirios pesadillescos del final no vienen, por tanto, sino a subrayar lo que ya había sido perfectamente apuntado al inicio. Apuntado, porque Ullmann Tøndel construye la película a través de ramalazos, de pinceladas rápidas y cortas, casi impresionistas: las ideas se quedan colgando en el aire, aguardando que alguien trace entre ellas las asociaciones pertinentes. Como si de pequeños gritos mudos se tratasen, las piezas tangibles, los símbolos, filtrados a través de objetos cotidianos, permanecen a la espera de que los espectadores se aventuren a descifrarlos, a unirlos, a separarlos y, en fin, a jugar con ellos.

    La reflexión sobre la mentira, sobre la maleabilidad de la verdad, sobre su distorsión interesada, late debajo de cada primer plano, imprimiéndole una violencia a las imágenes mucho más efectiva y dura que la que sus fantasmas del final son capaces de ofrecer. Es, por tanto, la primera parte de la película la que mejor funciona, la que, pese a la inconcreción de sus formas, consigue concretar mejor su discurso. Si hay algo, sin embargo, que le da cierta coherencia y empaque a La tutoría, es el magnífico trabajo de todos sus intérpretes, Renate Reinsve a la cabeza, que muestran un compromiso y una entrega admirables tratándose de un proyecto suicida. ♦

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