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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | The Brutalist

    || Críticas | Seminci 2024 | ★★★★★
    The Brutalist
    Brady Corbet
    Una obra mayor


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Reino Unido, 2024. Título original: The Brutalist. Duración: 215 min. Dirección: Brady Corbet. Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold. Música: Daniel Blumberg. Fotografía: Lol Crawley. Compañías: Coproducción Reino Unido-Estados Unidos; Brookstreet Pictures, Andrew Lauren Productions (ALP), Carte Blanche, Intake Films, Killer Films, Yellow Bear Films, Protagonist, Three Six Zero Group, Proton Cinema. Distribuidora: Focus Features- Reparto: Adrien Brody, Felicity Jones, Guy Pearce, Joe Alwyn, Stacy Martin.

    En la primera secuencia de The Brutalist, el protagonista, László Toth, un arquitecto húngaro que estudió en la Bauhaus, llega en barco a Estados Unidos huyendo del nazismo: la cámara le sigue en plano secuencia por las estancias claustrofóbicas y oscuras de la embarcación hasta que consigue alcanzar la cubierta, desde donde observa con alegría y fascinación la estatua de la libertad; mientras tanto, en off, se escucha una carta que le ha escrito su mujer, atrapada en Europa con su sobrina enferma, para informarle de que sigue viva. La misiva se cierra con la siguiente afirmación: “quienes más libres se creen, son quienes más lejos están de la libertad”. ¿Existe, por tanto, la libertad en un país que ha convertido el término en la principal insignia identitaria con la que definirse de cara al exterior?, se pregunta Brady Corbet al inicio de su tercer largometraje. Las tres horas y media que dura la cinta es el tiempo que invierte en buscar una respuesta, aunque el giro vertical de ciento ochenta grados que hace la cámara para mostrar la estatua de la libertad dada la vuelta, ya anuncia que no va a ser afirmativa.

    De entrada, se puede leer The Brutalist como una negación de las teorías del objetivismo de Ayn Rand en general y de la adaptación que King Vidor hizo de su novela El manantial en particular. Si allí, el arquitecto al que daba vida Gary Cooper era presentado como un ser superior tocado por la genialidad, que tenía que proteger su individualismo, representado por el gran rascacielos que quería construir, de los convencionalismos de una sociedad necia que, incapaz de comprender su visión del mundo, quería silenciarla; aquí, el personaje interpretado por Adrien Brody idea su construcción como punto de encuentro en cuyo centro neurálgico late la idea de la comunidad como espacio seguro en el que los ciudadanos puedan convivir felizmente, desarrollarse sin coacciones de ningún tipo y entablar un diálogo cultural enriquecedor. La obra de Rand-Vidor, además de afirmar la existencia de la meritocracia —la voluntad como motor es el núcleo de su filosofía—, sostenía que la única forma de libertad posible era a través de una casi total desaparición del Estado, presentado en todo momento como un ente diabólico dispuesto a oprimir la identidad de los ciudadanos. Corbet, por su parte, despoja a su protagonista de todo tipo de capital económico y social para observar las posibilidades que tiene, partiendo de cero, de alcanzar el tan ansiado sueño americano.

    Un noticiario de la época cuenta, al principio de la película, el proceso que había llevado a cabo el estado de Pensilvania para convertirse en uno de los lugares más desarrollados de América. Con ese “América”, no se refiere, como es habitual, a la totalidad del continente, sino a los Estados Unidos. Hay, por tanto, en el propio uso que se hace del nombre una gran negación de la existencia de los demás países que conforman el continente: América son ellos, los yanquis, América tiene unos rasgos identitarios concretos y quien no se ajuste a ellos es excluido. Esto es algo que László aprende al inicio de la cinta, cuando se reencuentra con su primo y se da cuenta de que ha cambiado su nombre y su religión —del judaísmo al cristianismo— y ha renegado de su idioma para poder integrarse en el país de las oportunidades. No podía hacer otra cosa, puesto que si quería que los clientes entrasen en la pequeña tienda de muebles que había abierto, esta tenía que parecer un negocio familiar tradicional. Es ahí donde surge la primera duda: ¿es verdaderamente libre un país que impone una identidad nacional cerrada, excluyente y opresiva? La respuesta es clara.

    De todas formas, Lászlo se incorpora a trabajar en el incipiente negocio de su pariente, quien, estirando con esfuerzo su propia generosidad, le permite dormir en la parte trasera del local. Su cotidianidad comienza a girar dentro de un círculo de precaria insatisfacción que alcanza su pico cuando, de la noche a la mañana, su primo le echa a la calle, en parte porque le culpa —injustificadamente— de la pérdida de un cliente habitual, en parte porque su mujer —católica— no ve con buenos ojos que no intente maquillar su condición de extranjero. Nuestro arquitecto termina conociendo por la fuerza el subsuelo que sostiene sobre sus hombros el funcionamiento del país: bajo cada edificio ostentoso y brillante hay un sótano de paredes desconchadas por la humedad en el que duermen los obreros que pulen su fachada de mármol y cuidan su interior de madera cara y moqueta. Dicha dualidad halla su perfecta representación visual en un plano general en el que la imponente altura de una grúa encuentra su reflejo en la superficie muda y hermética de un mar en calma. El agua, de hecho, funciona a lo largo de la película como una fuerza natural subterránea que alberga la voz de los excluidos —véase la escena final del segundo acto—. Es entonces, cuando el protagonista está a punto de ser engullido por una montaña de carbón que no es sino la traslación física de sus sueños rotos, cuando un millonario a quien le había reformado la biblioteca tiempo atrás le contrata para que diseñe un centro cultural en honor a su madre, fallecida recientemente.

    Pero no hay que equivocarse, no es la calidad —innegable— del trabajo de László la chispa que prende la decisión de este empresario excéntrico y racista —al que da vida un Guy Pearce que, por fin, ofrece una interpretación memorable—, sino el prestigio que sus diseños tenían en Hungría antes de la guerra; lo que le interesa al señor Van Buren —que así se llama el sujeto— es el capital social de su nuevo asalariado, la posibilidad de presumir de que tiene en nómina a uno de los mejores arquitectos europeos de su generación. Pese a que la situación económica del protagonista mejora sustancialmente, cosa que le permite codearse con algunas de las personas más influyentes del país —que le ayudan a traer a su mujer—, Corbet insiste en señalar la fragilidad de la estructura que sostiene su felicidad: para su poderoso mecenas, no es más que un juguete que enseñar en las fiestas, un juguete que va a utilizar hasta que se desgaste y se vuelva inservible. Las diferentes estancias que László habita a lo largo del metraje son claros indicadores de su nivel de independencia: del zulo enano y oscuro en el que le mete su primo pasa a una vieja casa de paredes grises y mohosas situada en el jardín de la villa de Van Buren; y sólo a la mitad del segundo acto se instalará en un pequeño piso de alquiler.

    No es, por tanto, The Brutalist una obra que muestre el ascenso y la caída en desgracia de un genio incomprendido; es una que busca, más bien, capturar el temblor constante que sufre un personaje —convertido en comparsa temporal— que, para huir del metal frío de la incertidumbre, de la provisionalidad, no hace sino enfocarse en la construcción de su obra magna, esperanza de luz y hormigón con la que ansía resistir el paso del tiempo. El acercamiento que hace Corbet a la obsesión del artista con la perfección de su obra desvela que su compulsiva preocupación no es consecuencia de un carácter megalomaníaco de raíz irracional; todo lo contrario, si László quiere que el edificio sea tal y como lo ha imaginado es porque cada decisión arquitectónica responde tanto a una cuestión meramente funcional —es una construcción brutalista— como a una ética: cuando, hacia el final, se vea la construcción completada, se podrá apreciar que su estructura interna busca simular la de las celdas del campo de concentración en el que estuvo, y transmitir la claustrofóbica angustia que allí sintió.

    Las imágenes de The Brutalist riman en intenciones con las del edificio que organiza su narración. Cada corte de montaje, cada canción, cada movimiento de cámara y cada elipsis tiene como finalidad última el conocimiento y la indagación, la creación de asociaciones entre objetos e ideas que permitan articular un discurso polifónico. La expresividad de cada hallazgo visual y sonoro es funcional, permite mirar al mundo desde un lugar nuevo, y no tiene la belleza como fin. The Brutalist, ya se ha dicho, puede verse como una negación del objetivismo de Rand, pero su mastodóntica envergadura alberga una cantidad de lecturas que requieren más de un visionado. Su kilométrica duración la emparenta con títulos mayores de la historia del cine —como Érase una vez en América y Las puertas del cielo— que, sin embargo, no funcionaron a nivel comercial en el momento de su estreno. Estos tiempos de velocidad vertiginosa en los que sentarse en una sala oscura durante casi cuatro horas sin mirar el móvil puede parecer un acto de locura, no le auguran —y esperamos equivocarnos—un éxito comercial a la cinta de Corbet, pero, en el caso de que así suceda, en el caso de que no recaude lo suficiente como para poder considerarla un éxito en taquilla, no importará lo más mínimo; primero, porque el arte no debe medirse jamás según su rentabilidad económica; y, segundo, porque desde que se proyectó por primera vez en el Festival de Venecia, la cinta se ganó un lugar de honor entre las grandes obras del, aún joven, S.XXI. Quienes no la vean ahora lo harán dentro de treinta años. ♦


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