|| Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★★★☆ |
Tardes de soledad
Albert Serra
En lo profundo de Creta
Aarón Rodríguez Serrano
ficha técnica:
España, Francia, Portugal, 2024. Título original: Tardes de soledad. Dirección y guion: Albert Serra. Música: Marc Verdaguer. Fotografía: Artur Tot. Intérpretes: Andrés Roca Rey, Antonio Chacón, Francisco Gómez. Duración: 124 minutos.
España, Francia, Portugal, 2024. Título original: Tardes de soledad. Dirección y guion: Albert Serra. Música: Marc Verdaguer. Fotografía: Artur Tot. Intérpretes: Andrés Roca Rey, Antonio Chacón, Francisco Gómez. Duración: 124 minutos.
Dicho esto, Tardes de soledad se enclava inevitablemente en, al menos, dos campos en tensión íntimamente relacionados. Por una parte, dialoga de manera inevitable con la tradición literaria y pictórica que se ha levantado alrededor del mundo del toreo: de Goya a Lorca, de Dámaso Alonso a Sorolla, la creación española se ha manchado las manos de sangre y ha trazado sus líneas admirativas o aterrorizadas. Por otra, y esto es importante tenerlo en cuenta, Serra es el único que ha trabajado con la crudeza ontológica del cine, es decir, el que ha sido capaz de mantener la cámara más tiempo, más cerca, más decididamente en la plaza. Es decir, allí donde un verso puede ocultar lo concreto de la herida —Buscaba su hermoso cuerpo/y encontró su sangre abierta—, la cámara está inevitablemente comprometida a permanecer, a captar, a chocar frontalmente con la realidad.
El problema, por supuesto, es qué hacer, cómo dar forma, qué posición tomar ante un acto concreto. Hacia dónde llevar la imagen. Serra comienza su película en una escena extrañamente nocturna, mágica, casi espiritual, en la que los toros comparecen mirando a cámara, bañados por una inquietante partitura —la música de Marc Verdaguer es absolutamente suntuosa, hipnótica—, suponiendo en sí mismos un enigma. Hay algo de los antiguos sacrificios precristianos en ellos, algo de un pasado dislocado que late y en el que reverbera ese Picasso de minotauros y cuerpos eviscerados. La primera pregunta que atraviesa esos planos es, por supuesto, si seguimos siendo esa sociedad que accedía a ciertos misterios a partir de la sangre o si, por el contrario, estamos preparados para aceptar el reto del animal como un Otro cercano, íntimo, merecedor de nuestros mismos derechos.
El problema es que esta es la punta sobre la que Serra apoya su compás, pero de pronto se abisma en la realidad para cambiar totalmente su escritura. De nuevo, estamos ante el problema ontológico. La película no puede ser una narración mítica, sino que cae hacia una suerte de documental observacional, distanciado, dubitativo. Que nadie espere un punto de apoyo ni una percha para colgar sus propias ideas (a riesgo, por supuesto, de torcer completamente el texto y sus límites). Por una parte, hay planos que subrayan la naturaleza mítica del enfrentamiento, un absoluto alzamiento de un torero encerrado en una absoluta soledad interior, anonadado por su propio enfrentamiento, poseído por la rabia, la sangre, el miedo, la inseguridad, el valor, el arrojo, el fanatismo, todo a la vez, todo mezclado, todo hilvanado en un conjunto hipnótico de movimientos, pases, tiempos de espera, rabia, precisión. Por otra, hay planos cercanos y dolorosos en los que vemos el desprecio con el que se trata a los animales, su sufrimiento, su agonía, su desgarro. Un toro muere pero Serra tiene buen cuidado en que veamos cómo una lágrima desciende por sus ojos antes de derrumbarse, cómo su respiración emite jadeos de absoluto sufrimiento, cómo su mirada se va volviendo cada vez más vidriosa y se clava en el cielo como si buscara una insólita justicia por encima de lo que consideramos humano. La película entera es casi una exploración de esos dos momentos: la danza de la muerte y la muerte en la danza, el pánico y la agonía, el subrayado de un baile terrible entre un animal condenado a muerte y un hombre que encuentra todo el sentido de su existencia en acometer —con un lirismo agónico— un ajusticiamiento desquiciado. La cercanía de la cámara no engaña, y tampoco lo hace la escala de plano. Un dato genial es que la figura del torero casi siempre es captada en contrapicado, muchas veces a partir de planos obviamente ampliados con algún tipo de zoom digital. No hay pases a cámara lenta. Apenas se rueda al público. La cámara no poetiza el gesto del hombre con trucos baratos: antes bien, Serra se juega todo el discurso en la composición de plano y así hay algunos de extraordinaria soledad (el toro apenas sugerido a la derecha del encuadre, el torero seccionado en un gesto de furia), y otros de buscada precisión narrativa (los dos cuernos situados reencuadrando a la figura humana antes de la muerte, las diagonales, las pezuñas hundiéndose en el barro con una mueca agónica).
La soledad a la que hace referencia el título es esa: la de un animal y un único hombre sometidos a la amenaza total de una muerte inevitable. A su alrededor, las cuadrillas resultan personajes secundarios grotescos, más obsesionadas con comentar hasta la náusea los atributos sexuales del diestro y asegurar que cada uno de los gestos que dibuja es épico, mítico, imbatible, divino, absoluto. El público casi siempre está fuera de campo, y comparece muy de fondo, en la banda de sonido, o como algunos rostros que se cuelan de manera molesta en el encuadre. Están mirando —Andrés Roca Rey parece subrayar una y otra vez que le miran, que le juzgan, que le observan, el suyo es un bucle agónico en el que esos ojos anónimos no hacen más que pedirle otra muerte, y otra, y otra, hasta el infinito. Sabe que no habrá jamás un número de toros muertos capaz de agotar la demanda de ese público presente y sin rostro, un público que le cambia la sangre derramada por pantagruélicas odas a sus genitales.
La soledad, sin duda, es otra cosa. Es esa línea roja, abrasiva, en la que Serra desliza su cámara minuto tras minuto en un documental que, salvo para los amantes de la tauromaquia, un espectador medio no puede sino experimentar de manera agónica. Gran parte de la responsabilidad recae en una estructura morosa, repetitiva, basada inevitablemente en la repetición. Las faenas se superponen unas a otras, minuto tras minuto, hasta el punto en el que uno pierde la noción misma de lo que está mirando. La película alcanza entonces cotas de extrañísima abstracción subrayadas, además, por un inteligente uso de la colorimetría. Los dorados, los marrones, los rojos, los grises, empiezan a superponerse, a mezclarse, a volverse extrañamente irreales. Por momentos uno tiene la sensación de estar contemplando algún tipo de película abstracta, no figurativa, hasta que de pronto es golpeado por una evidencia visual desgarradora: eso es sangre, eso es tierra, eso es muerte. Muerte, muerte y más muerte. Pero la muerte no se agota sino que se proyecta hacia delante, como si una suerte de dios furioso fuera incapaz de calmar el ansia de sacrificios, y Serra mantiene el pulso hasta conseguir que la película nos deje agotados, extenuados, al límite de nuestras fuerzas. De igual modo que Roca Rey lucha con sus toros/demonios como una figura goyesca, el espectador debe enfrentarse a otro minuto más de metraje, a otro gesto violento (las puntillas, las carretas que arrastran a los toros, las navajas que no cortan intentando arrancar las orejas) en una pasta visual que amenaza con desbordarse y llevarnos al límite.
La película es un lienzo ambiguo y exigente, pero su precisión visual y sonora es simplemente demoledora. Como en tantas otras películas de Serra, nos encontramos ante un retrato lleno de ausencias y dejado caer sobre los hombros de un hombre aplastado por una grandeza autoimpuesta. Es otra máscara, otra aventura que hubiera podido ser épica de no estar completamente diluida en tensiones éticas, estéticas, narrativas, artísticas. Es una película que, como aquella genialidad de Daniel V. Villamediana —Cábala Caníbal (2014)—, resulta ser finalmente un laberinto tan complejo en el que nuestra propia historia, nuestro propio pasado, nuestra propia naturaleza, nos esperan con la forma de un minotauro. ♦