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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Solo para mí

    || Críticas | ★★★★☆
    Solo para mí
    Valérie Donzelli
    No hay amores que maten


    Agus Izquierdo
    Barcelona |

    ficha técnica:
    Francia, 2023. Título original: L'amour et les forêts. Duración: 105 min. Dirección: Valérie Donzelli. Reparto: Virginie Efira, Melvil Poupaud, Virginie Ledoyen, Dominique Reymond, Romane Bohringer. Guion: Audrey Diwan, Valérie Donzelli. Novela: Éric Reinhardt. Música: Gabriel Yared. Fotografía: Laurent Tangy. Productoras: France 2 Cinema, Les Films de Françoise, Rectangle Productions, Canal+, Ciné+. Distribuidora: Diaphana Distribution.

    Hay amores que matan. En los últimos años ha brotado una profusión de tragedias ficcionales y documentales, centrada en la violencia de género y vicaria, así como otras derivas de la cultura de la misoginia. La culpa de todo esto, en eso no hay discusión, no debe recaer en nadie más que en los maltratadores, los violadores, los acosadores y todos aquellos responsables que tristemente, día a día, hacen que la lista de víctimas se cebe con nuevos casos. Dicho esto, y disculpen esta reflexión inicial, el cine no escapa a la cruda realidad. La cosa es que, con tantas historias contadas, a veces la agenda y la cantidad impiden discernir aquello cinematográficamente más interesante. De vez en cuando, por suerte, algunos de estos relatos salen a la superfície y brillan por su calidad, como es el caso de Solo para mí (L'amour et les forêts, estrenada en 2023 en Cannes), un descenso angustioso a los infiernos de Blanche Renard (Virginie Efira). Adaptación milagrosa por parte de Valérie Donzelli (Main dans la main; La guerre est déclarée) de la novela homónima de Eric Reinhardt, que sirvió a la directora francesa para granjearse un premio César por dicha adaptación. Estamos ante una caída al vacío más aciago y perverso, que por más inri tiene fecha y lugar exactos: el momento en que Blanche conoce a Greg Lamoureux (Melvil Poupaud), un galán de manual, en una fiesta veraniega cualquiera. En la oscuridad de la noche, nuestros tortolitos se quedan prendados. Consuman un sexo apasionado; se abrazan y se abalanzan en una trampa casi mortal, prendiendo, así, una llama incontrolable que pronto abrasará todo a su paso. Esto va de un incendio propiciado por un pirómano gonzo.

    Explicada en tres tiempos, dispuesta en tres partes lineales, Solo para mí no innova demasiado, pero asegura su tanto sin caer en el conservadurismo narrativo de ese cine francés que a veces tiende a encastrarse en un mismo y desgastado prisma explicativo. A través del relato de Blanche, escupido a una abogada en un intento de reconstrucción judicial, este film es una representación, a una escala demencial y maquiavélica, de un ciclo amoroso que el espectador interpretará, compartirá y captará con gusto: en el primer tercio, predomina la pasión, la revolución del enamoramiento. Los rostros extasiados pasan por la fotografía de Laurent Tangy ocupando y protagonizando los planos, junto a una coreografía anatómicamente estudiada de cuerpos y curvas (puede que alguien recuerde con razón, en estos pasajes, el fetichismo de Catherine Breillat). Algunas miradas entre los amantes pasajeros atraviesan el celuloide. Las hay que rompen la pantalla mediante una fuerza centrífuga, ornamentadas con sonrisas y coqueteos. En la segunda parte, se sucede el insoslayable desencanto: Blanche y Greg se casaron. Tuvieron hijos (dos), pero están lejos de comer perdices y, lo más importante: se encuentran a mil jodidas millas de ser felices. Blanche se da cuenta de en qué una se ha metido, pero ya es tarde para salir de ahí sin que eso implique dinamitarlo todo a través de una reacción de cadena atómica que va a afectar todo el paraíso que habían erigido solo en apariencia. Finalmente, el desastre se desencadena y nosotros no podemos reprimir, desde nuestra comodidad, al otro lado, un cobarde y previsible “se veía venir”. Sin embargo, pese a esta última sensación de autodecoro, el espectador no culpará a la protagonista, y eso solo es mérito del tratamiento de Donzelli y su reconstrucción creíble de los sucesos. Nadie en su sano juicio culparía a la damnificada y exoneraría al malhechor.

    Lo mejor de todo, más allá de lo técnico y lo formal, es que Donzelli describe todo con atroz y euclediana exactitud, y con la credibilidad que merece un caso como este. A medida que la trama avanza y la ficción juega sus cartas, el macho alfa se ve comprometido ante el público. Entendemos en todo momento que Blanche está, primero, embrujada por la oxitocina y la manipulación de su secuestrador. Van saltando las red flags. Greg se muestra receloso, vigilante, manipulador. Aísla a su esposa de todo lo que rodeaba, de todo lo que la definía y la caracterizaba. La despoja de su color (por eso el monstruo acostumbra a aparecer en la oscuridad y vestido casi siempre de negro). “Era insaciable e infinitamente tierno”, explica en la narración omnisciente, ante su confidente legal. Saltan las alarmas por doquier, y no podemos si no dejar de sospechar con ojos cavilosos. El espectador sabe eso, intuye el abismo, se huele la podredumbre de la ciénaga del porvenir. Primero nos compadecemos y luego acompañamos a nuestra protagonista en la ruta hacia la libertad que le ha sido robada. Había otra trampa-spoiler: el título, que no engaña a nadie.

    Y con todo, pese a convertirse en una historia lamentablemente semejante a otras muchas que tienen lugar a nuestro alrededor y vastamente representadas en la cultura y las artes, este filme consigue despegarse de la fama que tiene gran parte de la producción francesa contemporánea en un nivel más comercial y aburrido, elevándose en no pocos momentos a la categoría de un cine grandilocuente, bien trabado y prodigioso (hay hasta un tímido parón musical, que homenajea a la jocosidad melódica de Jacques Demy). Todo esto es gracias, quizá, a las actuaciones, pero también a una apuesta formal que pone toda la carne en el asador en la textura cromática y un despliegue de recursos escénicos y cinematográficos casi obsesivo, minado de pequeños detalles que ornamentan la propuesta. Sobre los colores, un apunte: el rojo sexual de la pasión (un rojizo enfermizo, amenazador, pero también eróticamente irresistible) aparece en contraste con el azul onírico del peligro y el embrujo. Otro contrapunto es la luz cálida y amarillenta que sobre todo tiene lugar en los exteriores, y que entra desde fuera del hogar, a través de las ventanas y las oberturas. Además, como explicábamos antes, Greg siempre aparece de negro. Otro ejemplo: en un momento dado, los faros traseros del coche del matrimonio se desvanecen en la sideralidad tenebrosa del ocaso.

    Que la luminosidad esperanzadora de la liberación entre de fuera, repeliendo la oscuridad de la casa, no es baladí: Donzelli logra resignificar los espacios. Reconfigura la zona de confort, que tradicionalmente vincula el hogar con la tranquilidad y la seguridad. No, no es eso: aquí el hogar es un infierno en vida, un lugar perversamente hostil; una prisión, una sala de interrogatorios, una dictadura ultramachista que no dudará en destruir cualquier ápice de felicidad y empoderamiento. Esta es una crónica de guerra, una instantánea de valentía beligerante y la superación de los miedos y la culpabilidad. Es el exterior traslúcido lo que para Blanche representa un búnker: su refugio, su única salida. El control de las luces en Solo para mí es tan primordial como su premisa y su elenco, y consigue, en una batería de destellos creativos y fotográficos, recordarnos, primero, que no hay nada peor que un hombre con miedo y, segundo, que hasta el padre perfecto y el trabajador ejemplar puede también encarnar al maltratador más sádico del mundo. “Te quería mucho, pero te quería mal”, musita Greg para disculparse. El asunto es demasiado serio para rendirse a la confusión. Greg, mon ami, eso no es querer. Hay amores que matan, pero si matan, entonces no son amores. ♦


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