|| Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★☆☆☆ |
Modi,
Three Days on the Wing of Madness
Three Days on the Wing of Madness
Johnny Depp
El despertar del sueño de Arizona
Aarón Rodríguez Serrano
ficha técnica:
Reino Unido, Hungría, Italia, 2024. Título original: Modi, Three Days on the Wing of Madness. Director: Johnny Depp. Guion: Jerzy Kromolowski, Mary Olson-Kromolowski. Música: Sacha Puttnam, Stephen McLaughlin. Fotografía: Dariusz Wolski, Niccola Pecorini. Intérpretes: Riccardo Scamarcio, Stephen Graham, Al Pacino, Antonia Desplat, Bruno Gourey. Duración: 114 minutos.
Reino Unido, Hungría, Italia, 2024. Título original: Modi, Three Days on the Wing of Madness. Director: Johnny Depp. Guion: Jerzy Kromolowski, Mary Olson-Kromolowski. Música: Sacha Puttnam, Stephen McLaughlin. Fotografía: Dariusz Wolski, Niccola Pecorini. Intérpretes: Riccardo Scamarcio, Stephen Graham, Al Pacino, Antonia Desplat, Bruno Gourey. Duración: 114 minutos.
Los primeros minutos de Modi confirman lo que el propio Kusturica ya había dejado escrito en su autobiografía: que Depp y él habían hecho buenas migas, que sus fiestas desquiciadas junto a Marilyn Manson se habían traducido en una cierta complicidad masculina y creativa, que el proceso de aprendizaje entre el serbio y el niño guapo de Owensboro había sido compartido, íntimo, más allá de lo que había sobrevivido en la sala de montaje. Guste más o menos, Depp ha rodado una película de Kusturica en París, utilizando sus mismos trucos, su mismo sentido del ritmo, incluso su misma concepción del humor o de la música. Ahí están los cuerpos que saltan de mesa en mesa, los ritmos balcánicos, los rostros desmesurados y deformados por la cercanía de la lente, los chistes de falos, gente meando en la calle, insectos y animales, señoras jóvenes ligeras de ropa y personajes convertidos en títeres llevados al límite. El problema, por supuesto, es que lo que resultaba atractivo e hilarante hace treinta años —y lo que pertenecía a un conflicto étnico, a un cierto colectivo como los gitanos de la antigua Yugoslavia, a una manera absolutamente honesta de hacer películas como la del Kusturica de los ochenta y los noventa— se rompe en pedazos en el momento en el que se traslada a un París de principios de siglo. La magia con la que Kusturica creó aquel paisaje único, aquel cine maravilloso que duró exactamente hasta el momento en el que tuvo lugar el primer crimen contra la humanidad del conflicto, no puede resucitar por arte de magia. Es tan absurdo como intentar rodar hoy en día, digamos, un Fellini en el espacio exterior a golpe de CGI o un Bergman en un festival de reguetón. Algunas escrituras fílmicas no son universales, y de ahí que cada generación deba medirse, de una u otra manera, con el cine de su tiempo.
Dicho esto, la película deja caer todo su peso —sería mejor decir, «se desploma»— sobre un valerosísimo Riccardo Scamarcio que, sin duda, lleva camino de convertirse en uno de los rostros más interesantes del cine europeo contemporáneo. Alfarero de las emociones, maestro del tempo, la ironía y el matiz, Scamarcio hace un esfuerzo absolutamente titánico por controlar las líneas de fuerza desmesuradas que se arremolinan junto a su papel. Y es que, hay que señalarlo en primer lugar, su papel resulta difícilmente digerible. Un Modigliani de mal tebeo, un Modigliani al que se le presupone una labor creativa titánica pero que suficiente tiene con ir tirando entre un Edipo mal transitado, una pobreza literaria y una tuberculosis más literaria todavía. A Scamarcio se le da bien la cámara, sabe siempre encontrar el gesto y el tempo para mantener la escena funcionando incluso cuando la situación se vuelve insosteniblemente ridícula. En una de las escenas finales, montada para más inri en una morosa cámara lenta, únicamente es su extraña seriedad, su precisión para tirar del hilo trágico, lo que impide que el público estalle directamente en carcajadas.
Modi quiere ser todos los lenguajes, pero por eso no llega a ser ninguno. Utiliza los ralentizados poéticos de Sorrentino. Quiere ser un slapstick mudo y vira al blanco y negro o a los intertítulos. Exhibe un romanticismo ochentero en la secuencia de escenas supuestamente romántica, con posado de musa deshecha incluido. Todo ello, por supuesto, salpimentado con la deuda hacia Kusturica que señalaba antes. El problema es que Depp no controla los códigos ni los respeta, y así intenta fingir una película muda con encuadres y cortes de montaje que no aparecieron hasta bien entrados los ochenta. O juguetea con una serie de figuras pesadillescas de cartón piedra que hubieran resultado pintonas en una Serie B europea pero que aquí dan más vergüenza ajena que miedo. Poetiza el consumo de drogas pero no consigue generar ni una imagen lisérgica que tenga algo de fuerza. El conjunto naufraga estrepitosamente y, con él, la paciencia del público. ♦