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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | The End

    || Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★☆☆☆☆
    The End
    Joshua Oppenheimer
    Un musical carente de ritmo


    Rubén Téllez Brotons
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    Dinamarca-Irlanda-Alemania-Italia-Reino Unido-Suecia, 2024. Título original: The end. Duración: 148 min. Dirección: Joshua Oppenheimer. Guion: Rasmus Heisterberg, Joshua Oppenheimer. Música: Josh Schmidt. Fotografía: Mikhail Krichman. Compañías: Coproducción; Final Cut for Real, The Match Factory, Wild Atlantic Pictures, Dorje Film, Moonspun Films. Reparto: Tilda Swinton, Michael Shannon, George Mackay, Moses Ingram, Lenniem James, Tim McInnerny, Bronagh Gallagher, Danielle Rya.

    Decía Víctor Erice que el neorrealismo italiano, al poner la lupa sobre la vida cotidiana de la clase obrera que sufría directa y descarnadamente la pobreza extrema que asolaba Italia durante la posguerra, cambió el paradigma de la representación de los cuerpos en el cine de los años cuarenta: gran parte de los protagonistas de estas cintas eran actores no profesionales a quienes los directores filmaban sin velos esteticistas que perpetuasen unos códigos de belleza hegemónicos. La vida entraba así dentro de los límites de la pantalla sin filtros ni cortapisas, y, de su mano, hombres y mujeres manchados de grasa y sudor —Obsesión—, despeinados tras largas jornadas de trabajo en condiciones extremas —La tierra tiembla, Arroz amargo—, vestidos con ropas viejas, que compartían casas llenas de desconchones y humedad con otras cuantas personas —Umberto D— o que habitaban construcciones en ruinas —Accattone—. Mientras tanto, gran parte del cine de Hollywood se presentaba ante el espectador como un retablo de seres perfectos que vivían en un país sin imperfecciones: los peinados, gracias a la gomina y la laca, se mantenían firmes sin importar lo que estuviesen haciendo los personajes, la vestimenta estaba compuesta por vestidos y trajes de un brillo impoluto, los protagonistas habitaban casas unifamiliares meticulosamente amuebladas, y los actores, talento aparte, respondían todos a una sistemática qué definía quién era guapo y quién no.

    Dentro de ese entorno de artificiosidad nació el musical, un género que abrazaba con plena consciencia la estética predominante en la meca del cine para inyectarle un espasmo hiperbólico que le permitía diseñar un juego metatextual en el que dicho artificio se evidenciaba —los personajes se expresaban bailando y cantando— sin que, por ello, la cuarta pared se viese agrietada Así, el musical, al igual que el western, vio cómo sus días de gloria terminaban al mismo tiempo que lo hacía el sistema que lo había encumbrado. Pese a esto, en los últimos años se han estrenado unas cuantas obras que recuperan sus códigos para o bien aplicarles una lectura posmoderna —Annette—, o bien utilizarlos como base narrativa desde la que levantar una cinta que, de entrada, cuesta imaginar encajonada entre números de canto y baile —la reciente Emilia Pérez—. ¿Y en cuál de estas dos categorías entra The End? En ninguna.

    El primer largometraje de ficción de Joshua Oppenheimer se mueve por la pantalla, carente de tensión —dramática, musical y emocional—, intentando justificar el motivo por el cual su duración alcanza las dos horas y media sin que en ellas se produzca un solo número musical que sea mínimamente expresivo. El funcionamiento de los mecanismos de la película resulta indescifrable teniendo en cuenta que cada movimiento que esta realiza carece de lógica alguna, pero que, sin embargo, nunca parece guiarse siguiendo la brújula del sinsentido: el pulso con el que Oppenheimer estira, corta y añade cada plano responde a una planificación elaborada y firme que, sorprendentemente, no encuentra respuesta en el desarrollo de las escenas en particular y de la totalidad de la obra en general. En pocas palabras, el director es el único que sabe lo que está haciendo y, por ello, la cinta no dibuja meandros narrativos influida por el caos —cosa que se agradece—, pero tampoco consigue articular un discurso mínimamente identificable, ni sus imágenes, frías hasta la absoluta inexpresividad, se prestan a que los integrantes de la platea construyan vínculos emocionales con los protagonistas.

    The end transcurre en un mundo postapocalíptico cuyas dinámicas Oppenheimer no se molesta en explicar, decisión que no supondría un problema si dicho fuera de campo proyectase una sombra de misterio sobre la pantalla, si su no presencia sembrase una verdadera inquietud en la mirada o si sustentase su estructura discursiva: pero nada de eso sucede. Una familia burguesa de composición tradicional —padre, madre, hijo—, su médico y su cocinera, son, además del núcleo protagónico, los últimos humanos en la faz de la Tierra. Unos incendios extremos provocados por el cambio climático volvieron hace veinte años la superficie del planeta inhabitable y, por ello, los personajes se refugiaron bajo tierra. Cómo construyeron sus casas, por qué ellos fueron los únicos supervivientes o cómo consiguen alimentos y agua son preguntas que el director no está dispuesto a responder. La rutina de sus criaturas se ve brevemente interrumpida cuando una chica aparece cerca de su refugio subterráneo y estos se ven obligados a decidir si la acogen o si la abandonan a su suerte. Lejos de lo que se puede suponer, toman la decisión bastante rápido —la acogen— y la presencia de la nueva integrante no trastoca mucho su día a día. El grueso de la cinta está compuesto por una infinidad de diálogos insustanciales pronunciados sin énfasis que, unidos a la gestualidad muda de los actores, parecen indicar que lo que se busca es un distanciamiento emocional que inste a la reflexión. Pero como la única idea —brillante, eso sí— que plantea Oppenheimer (la de una burguesía que, tras haber sido responsable del cambio climático —el padre era dueño de una poderosa petrolera—, reescriben la historia según su conveniencia, y seleccionan las obras de arte que, según su criterio, eminentemente decorativo, sobreviven al rodillo de la historia) no empieza a desarrollarla hasta la media hora final, la lectura en clave brechtiana de la película tampoco convence. Lo que queda, por tanto, es un puñado de números musicales que, debido a la escasa calidad de las canciones y a la pobreza de unas coreografías insustanciales —los personajes sencillamente cantan caminando por los decorados mientras la cámara los sigue en plano medio—, son bastante inanes. ¿Qué aporta The end al género musical? Formalmente, nada, y discursivamente, pese a que hacia el final hace el amago de criticar el egoísmo de unos protagonistas burgueses enamorados de sí mismos, cuyo ensimismamiento bien podría rimar con el de algunos de los protagonistas de los musicales clásicos, nada. ♦


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