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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | El llanto

    || Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★★★☆ ½
    El llanto
    Pedro Martín-Calero
    Cine que queda


    Rubén Téllez Brotons
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    España, Argentina, Francia, 2024. Título original: El llanto. Duración: 107 min. Dirección: Pedro Martín-Calero. Guion: Isabel Peña, Pedro Martín-Calero. Música: Olivier Arson. Fotografía: Constanza Sandoval. Compañías: Caballo Films, Setembro Cine, Tandem Films, Tarea Fina, Noodles Production, RTVE. Reparto: Ester Expósito, Mathilde Olivier, Malena Villa, Álex Monner, Sonia Almarcha, Tomás del Estal.

    El llanto se abre con unos fogonazos de violencia cercenados por estallidos de luz blanca, y se cierra con un abrazo entre tres personajes rotos, acechados por la posibilidad de que esa misma violencia se explicite en cualquier momento; entremedias, un tranvía de imágenes insondables cruza la pantalla con el vigor oscuro de una pesadilla cuyos ecos fragmentados resuenan durante el día, con el furor insomne de una mala fiesta que se solapa con el amanecer. La ópera prima de Pedro Martín-Calero es cine verdaderamente torcido que no tiene miedo de mostrar los bordes ensangrentados de cada una de sus imágenes ni de exponer la oscura carcoma que se amontona sobre los engranajes que la mantienen en pie. Es este un ejercicio de confrontación directa con un abismo salvaje que perfora la realidad desde abajo y la siembra de dolor agónico e injusticia, un relámpago de pesimismo cuya afilada silueta permanece tatuada en la mirada una vez que el resplandor de su explosión ha desaparecido del cielo, una instantánea helada de lucidez que fotografía los escombros vitales de unos seres destrozados por una amenaza concreta, pese a su supuesta apariencia inmaterial. Y es, sobre todo, una película de terror que hace añicos los espacios en los que sucede para construir con sus restos una alegoría sobre un mal que atraviesa todos sus tiempos.

    Los primeros minutos de la cinta se despliegan sobre un tapiz naturalista —se nota la mano de Isabel Peña en los diálogos— que permite anclar el relato a una realidad concreta para que, así, cuando el magma terrorífico de un volcán mal soterrado bajo la cotidianidad de Andrea (Ester Expósito) comience a emanar, cuando cada parámetro de una rutina bien retratada con pinceladas rápidas, pero precisas se desdoble en una escalera de horror silente que se mueve siempre por los espacios donde no está la mirada, la abstracción no se apodere de las imágenes y desactive el aparato discursivo, perfectamente construido desde un prisma de sutilezas graduales que se dilatan o se estrechan atendiendo a las necesidades de la atmósfera y del alambre que tensa la narración. Resulta complicado resumir en un par de líneas el hilo argumental de El llanto: primero, porque en algunos momentos la secuencia, maleable y camaleónica, de acontecimientos que la componen roza los límites del vacío y en otros es tal la intrincación de sus mecanismos que la más minuciosa de las descripciones no le haría justicia; y, segundo, porque es mejor sentarse frente a ella sabiendo lo menos posible.

    Diremos, sin embargo, que el tranquilo devenir vital de Andrea, una estudiante de ingeniería que intenta recabar información sobre su pasado, encuentra en un llanto extraño que se cuela por sus auriculares el primer interrogante que hará tambalear la estructura que sostiene su día a día. Después, cuando la extrañeza haya sombreado las esquinas de cada encuadre, explotará la violencia; y, a partir de ahí, los pasos de los personajes se convertirán en quiebros doloridos, sus gestos tomarán conciencia de los bordes del abismo que les amenaza y detrás de cada plano resonarán las vibraciones de un temblor que amenaza con romperlo. Como la presencia que acecha a Andrea no es alérgica a la luz del sol ni a las zonas con alto tránsito de personas, desaparece de la cinta cualquier atisbo de seguridad al que el espectador pueda agarrarse, permitiendo que el vértigo propio de la paranoia inunde cada espacio vacío: el horror puede hacer acto de presencia en cualquier momento. Martín-Calero trenza cada imagen con un fulgor de terror, impidiendo que, pasados los primeros veinte minutos de metraje, haya una sola secuencia que no sea susceptible de convertirse en una manifestación violenta del mal, encontrándose el punto más expresivo de dicha imbricación en el momento en el que Andrea, sencilla y llanamente, está tumbada en su cama después de haber asistido a un funeral: la banalidad de la acción contrasta con la sensación de peligro que la asfixia.

    Las fluctuaciones que se producen entre cada una de las tres partes —perfectamente diferenciadas— que componen la película cargan cada imagen de distintos significados que, sin embargo, encuentran en la propia imagen —ya sea digital o analógica— y en los diferentes aparatos —cámara de vídeo de los años noventa, teléfonos móviles, ordenadores— que permiten su captura la metáfora perfecta a través de la cual atar la multiplicidad de ideas a un elemento concreto y cotidiano. No en balde, la imagen es, durante gran parte del metraje, el tema principal sobre el que gira El llanto. Con los ecos de Arrebato resonando al fondo del encuadre, la cinta desarrolla una reflexión pesimista sobre la imagen como elemento catalizador de una violencia en apariencia imperceptible, como droga que vampiriza y somete en silencio los cuerpos. Al igual que sucedía en la obra maestra de Zulueta, el brillo de un cielo despejado resulta mucho más doloroso y desagradable que la opacidad nocturna, cada exposición a la droga visual viene acompañada de un aumento de la agresividad con la que esta agrede a los personajes, y la muerte se convierte en la parada final de un viaje turbador. Es El llanto, por tanto, un ensayo sobre la naturaleza violenta de cualquier tipo de imagen —la pantalla en negro es en ocasiones el escenario en el que el mal despliega sus tentáculos con mayor ferocidad—; una alegoría del patriarcado como maldición hereditaria que asola a las mujeres; y una experiencia liminar que no tiene miedo de negarle la respuesta a muchos de los interrogantes que plantea, de dejar cabos sueltos colgando de la pantalla, de mostrar su desesperanza sin miedo a que la tilden de nihilista. Es, sobre todo, un destello de claridad que ilumina los monstruos cotidianos que mucha gente niega. Y es, por encima de todo, cine que queda, como diría Ángel Fernández Santos. ♦


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