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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | El hombre que amaba los platos voladores

    || Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★★☆☆ ½
    El hombre que amaba
    los platos voladores
    Diego Lerman
    La desesperación como germen de la fe


    Rubén Téllez Brotons
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    Argentina, 2024. Título original: El hombre que amaba los platos voladores. Duración: 107 min. Dirección: Diego Lerman. Guion: Adrián Biniez, Diego Lerman. Música: José Villalobos. Fotografía: Wojciech Staron. Compañías: Campo Cine, Bicho Films. Distribuidora: Netflix. Reparto: Leonardo Sbaraglia, Sergio Prina, Osmar Núñez, Renata Lerman, María Merlino.

    En determinado momento de El hombre que amaba los platos voladores, el protagonista va al teatro a ver la actuación de una amiga que cumple años ese mismo día. Finalizado el espectáculo, y ya en su camerino, le regala un juguete que le recuerda a un tiempo pasado, lejano y feliz. Entra entonces la asistente de la actriz con un ramo de flores amarillas que alguien le ha regalado; pero ella las rechaza alegando que el amarillo, en el teatro, trae mala suerte, y se niega incluso a tocarlas. Al momento, el juguete que le había dado el personaje interpretado por Leonardo Sbaraglia se cae al suelo y se rompe. Para ella, eso no supone sino la confirmación de que sus creencias no son puros mitos atávicos; para él, la caída y ruptura del objeto no significa nada.

    La confusión entre causalidad y casualidad es el germen mismo de todas las supersticiones, religiones y creencias acientíficas en las que muchas personas se refugian cuando están afrontando una situación límite, cuando la desesperación se apodera de ellas y abrazan la posibilidad de que un milagro pueda solventar sus preocupaciones. Como el grado de complejidad de una situación reduce drásticamente las posibilidades de que su resolución sea sencilla y rápida, el clavo ardiente de la fe en lo oculto y lo sobrenatural facilita una —falsa— vía de escape y propone soluciones simples e inefectivas a problemas complejos, además de distraer la atención de su verdadera raíz. Precisamente por eso, cuando el protagonista de El hombre que amaba los platos voladores, un reportero al que le han encargado que grabe en un pueblo de Córdoba unas piezas televisivas sobre unos avistamientos de ovnis para que así el cauce de turistas que visitan la zona aumente, le dice a su jefe, como argumento para que emita el material que ha rodado, que la gente está cansada de que le hablen en la televisión de la crisis económica y de política y que, por ello, el sensacionalismo ramplón de su propuesta supondría una revolución, lo que está haciendo en aprovecharse del cansancio de una población hastiada y alienada para sacar rédito económico y recuperar la fama que en algún momento tuvo. Lo que no se espera es que el número de prestidigitación se le vaya de las manos y él mismo termine convencido de que los alienígenas existen y, en consecuencia, se obsesione con el asunto hasta el punto de tomar por verdaderas las “pruebas” que ha falsificado.

    El punto de partida de la nueva película de Diego Lerman puede parecer descabellado, pero por muy inverosímil que resulte, lo que se cuenta es una historia real: la de José de Zer. Aun así, no es este el elemento que permite que la narración se desarrolle con plena fluidez y absoluta autenticidad, sino que es la mirada desacomplejada, ligera, sarcástica y lacerante del director la que hace girar sin pausa los engranajes perfectamente engrasados de cada plano. Lerman convierte la cinta en un campanario del absurdo y golpea una y otra vez la campana, siempre con la finalidad de que las ondas de sonido que brotan de las imágenes encuentren respuesta en la sonrisa de unos espectadores que asisten, atónitos, al desarrollo de un espectáculo ridículo —la falsificación de evidencias que sostengan la existencia de vida extraterrestre, su posterior difusión masiva y la reacción positiva, por crédula, de un buen número de espectadores— que, pese a los múltiples agujeros que pueblan su libreto, pese a desarrollarse sobre un escenario lleno de agujeros que no suponen sino una infinidad de obstáculos, pese a la intensa sensación de ridículo —”a veces no sé si eres un genio o un pelotudo”, le espeta un ejecutivo al protagonista— que desprende cada uno de sus actos, termina llegando a buen puerto.

    El sentido del humor con el que el director retrata a sus criaturas permite que incluso las más mezquinas y egoístas desprendan cierta simpatía que posibilita que los integrantes de la platea empaticen con ellos: la carcajada es aquí una herramienta con la que deconstruir las múltiples corazas que cada personaje ha levantado a su alrededor para protegerse de una realidad que, ya sea a nivel sociopolítico, ya sea a nivel personal, les resulta adversa. El ímpetu —encendido por su necesidad casi patológica de fama, por una ambición que le canibaliza día a día—- con el que el protagonista bucea en sus propias mentiras provoca que la creencia infundada en seres del espacio exterior devore sus lógicas de pensamiento racionalista para precipitarle por un abismo de paranoia agónica; hecho que la visión eminentemente cómica que Lerman proyecta con humor, sí, pero también con cierto cariño, puesto que entiende en todo momento que es la corbata de desesperación que le oprime el cuello la que, muy en el fondo, rige sus actos. ♦


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