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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Cuando cae el otoño

    || Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★★★☆
    Cuando cae el otoño
    François Ozon
    Un humanismo a prueba de todo


    Rubén Téllez Brotons
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    Francia, 2024. Título original: Quand vient l'automne. Duración: 102 min. Dirección: Francois Ozon. Guion: Francois Ozon. Música: Evgueni Galperine, Sacha Galperine. Compañías: Foz, Mandarin & Compagnie. Reparto: Hélene Vincent, Josiane Balasko, Ludivine Sagnier, Pierre Lottin, Sophie Guillemin, Vincent Colombe.

    Si por algo se caracteriza la filmografía de Francois Ozon es por su evidente carácter heterogéneo: dentro del gran abanico estilístico que define su corpus artístico pueden encontrarse tanto comedias de humor ligero como de humor negro; dramas secos que condensan dentro de sus imágenes verdaderos volcanes emocionales y otros más manieristas construidos desde la autorreferencialidad directa; thrillers que devienen en disección de la burguesía primero, y en reflexión metacinematográfica sobre los límites neblinosos que separan realidad y ficción después; obras de evidente carácter social que abordan problemáticas de la actualidad desde un ángulo realista y cintas de época que dejan a la vista su propia tramoya con la finalidad de que el eco de las ideas que despliegan sobre la pantalla encuentre resonancias en el presente. Es Ozon, pues, un autor que reniega de la rigidez de un estilo concreto para abrazar proyectos que, pese a ser formalmente antagónicos, comparten un mismo fondo, una misma ética, unos mismos propósitos. Unas veces, sus cambios de registro cristalizan en una buena cinta, otras, en cambio, el resultado termina siendo más bien irregular, y, en alguna ocasión, el trabajo final tiene la contundencia de la obra maestra. Pues bien, Cuando cae el otoño, su nueva película, está cerca del tercer caso descrito.

    Ozon no se decanta en este caso por ninguno de los múltiples géneros cinematográficos que había trabajado en el pasado, sino que opta por realizar un ejercicio de deconstrucción del melodrama que, sostenido sobre el efecto del distanciamiento de Brecht, le sirve para plantear la problemática del narrador —narradores, en este caso— no fiable a través de la construcción de una polifonía de voces rotas que malean y cercenan la realidad a su antojo, que convierten su propio pasado en el material, a la vez blando y absorbente, con el que construir un presente que se mantiene siempre a un paso del precipicio. La película avanza en todo momento en tensión consigo misma, con las constantes ramificaciones argumentales que van surgiendo bajo la piel de sus imágenes. El director, por tanto, hilvana Cuando cae el otoño sobre el fino hilo de la cotidianeidad desdramatizada de sus protagonistas: cualquier atisbo de expresividad emocional es esquinado en el fuera de campo con el objetivo de que delante de la cámara no haya más que una concatenación de gestos banales que desubiquen al espectador por la violencia con la que buscan ocultar el más mínimo resquicio de conflicto.

    Es por ello por lo que la cinta está, durante gran parte de su metraje, cargada de una extrañeza que, por momentos, la acerca al abismo. El mismo punto de partida se antoja, sobre el papel, un poco absurdo, y la impresión de que la antinarración —llamémosla así— puede sufrir una deriva hacia terrenos alucinógenos algo ridículos asoma sobre el borde de las imágenes. Pronto se desvela, sin embargo, que dicho punto de partida no es sino la chispa que enciende la llama del dolor de uno de los personajes; una llama que, después, como si de un perverso efecto dominó se tratase, se expande hacia las vidas de todas aquellas personas a las que alguna vez ha querido.

    Una jubilada que disfruta de una placentera vida en el campo observa cómo el espejismo de su felicidad se viene abajo el día que envenena por accidente a su hija con unas setas tóxicas que había recogido del campo. Lo que viene después es una conjunción de secretos aplastados por los remordimientos que, gracias a unos hiatos temporales que le niegan al espectador información clave tanto del pasado como del presente, va proyectando la sombra de la duda sobre su mirada. Ozon es consciente de que entre las manos tiene material incendiario, de que el encadenamiento de muertes, desgracias y silencios puede amortajar de incredulidad la obra; y, precisamente por eso, decide que todo discurra por detrás del plano, dentro de la mente de sus personajes, en el interior de unas subjetividades impenetrables. La película se rompe una vez ha alcanzado su primer tercio, cuando el relato de la protagonista se resquebraja, dejando al descubierto la posibilidad —la ambigüedad impregna cada elemento del relato— de que todo cuanto se sabía de ella hasta el momento fuese mentira, o, en el menor de los casos, de que debajo de esa rutina que Ozon había escrutado con obsesión entomológica habitase el verdadero motivo por el que su hija apenas quería tener relación con ella; un motivo que el espectador nunca llegará a conocer con plena certeza. Los relatos del resto de personajes —la mejor amiga de la protagonista, su hijo, recién salido de la cárcel por motivos desconocidos, el nieto— tampoco terminan de ser fiables, sus versiones de un mismo hecho aportan informaciones contradictorias, cada imagen está moldeada con el material de la incertidumbre: sólo aquello que es proyectado en pantalla puede ser tomado como una certeza; y, en pantalla, ya se ha dicho, sólo se ve la rutina de unos personajes que luchan contra la soledad y el ostracismo de la peor forma posible.

    “Si la intención es buena, no importa que las consecuencias no lo sean”, llega a decir la protagonista en determinado momento. La frase viene a descodificar el tipo de mirada con la que Ozon observa a sus personajes: una tan completa y absolutamente humanista que le lleva a evitar exponer las respuestas de los múltiples interrogantes que ha ido sembrando: al final, no importa tanto si los envenenamientos y las muertes son provocadas o accidentales, como el dolor que sienten los personajes en ellas implicados. Esto no quiere decir que el realizador comulgue con los —posibles— delitos cometidos por sus criaturas (el distanciamiento anteriormente mencionado impide que el espectador se identifique, y empatice, con ellos), sino que busca, únicamente, centrarse en la emoción que enciende sus actos, reflexionar de forma racional y fría sobre las problemáticas cotidianas a las que se enfrentan. Importa, por tanto, el sufrimiento de dos exprostitutas que tienen que soportar día tras día el ostracismo machista de los habitantes de su pueblo; importa el vértigo de un hombre asfixiado por la imposibilidad de independizarse, de llevar la vida que quiere; importa el vacío que siente un niño ante la pérdida de su madre; importa la angustia que surge ante la inminencia de la muerte, y la profunda desolación ante la negación del amor por parte de quienes más quieres. Y es que, en el cine de Ozon, pese a las diferencias estéticas entre una propuesta y otra, siempre se dirimen los mismos temas: las dificultades para diferenciar entre realidad y ficción (En la casa), el desasosiego producido por la soledad y la ausencia de las personas queridas (Las amargas lágrimas de Petra Von Kant), y la idea del mundo como escenario patriarcal que aprisiona y oprime a las mujeres (Mi crimen). ♦


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