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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Cónclave

    || Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★☆☆☆ ½
    Cónclave
    Edward Berger
    Habemus papam


    Rubén Téllez Brotons
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    Reino Unido, Estados Unidos, 2024. Título original: Conclave. Duración: 118 min. Dirección: Edward Berger. Guion: Peter Straughan. Novela: Robert Harris. Música: Volker Bertelmann. Fotografía: Stéphane Fontaine. Compañías:Access Entertainment, Filmnation Entertainment, House Productions, Indian Paintbrush, Wildside. Reparto: Ralph Fiennes, John Lithgow, Stanley Tucci, Isabella Rossellini, Sergio Castellitto, Lucian Msamati.

    El cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) camina velozmente; se quita el solideo y lo aprieta con fuerza; sus gestos nerviosos tienen como evidente motor una angustia enquistada desde hace un tiempo en su conciencia: los símbolos que le han definido a ojos del mundo están perdiendo poco a poco importancia en su vida privada, y una grieta atraviesa la coraza que aprisionaba su verdadera identidad en favor de la imagen común que la institución a la que pertenece impone: su ruptura total es cuestión de tiempo. Lawrence atraviesa un pasillo largo y aséptico, cuya iluminación no difiere mucho a la de un hospital, y, por fin, llega a su destino: la habitación de un Papa que acaba de fallecer. Otros tres cardenales, que previamente han manipulado el cadáver poniéndole los brazos sobre el pecho para intentar proyectar un holograma de orden que oculte el caos silencioso que es la muerte, rodean su cama; el cuerpo aún está caliente. Después de haber rezado, de rodillas, unas oraciones en latín, uno de los religiosos coge la mano del papa y le intenta quitar el anillo del pescador, pero, debido al agarrotamiento de los dedos, se ve obligado a ejercer más fuerza de la que creía necesaria; el efecto sonoro del crujir de sus huesos es amplificado por Berger buscando que resulte atronador, violento y desagradable. El rostro de Lawrence, que observa todo helado de perplejidad, se convierte en un espejo deformante en el que se refleja, por un lado, su miedo a terminar como su querido Sumo Pontífice, rodeado en su lecho de muerte por unos tiburones que llevan tiempo esperando para ocupar su puesto; y, por otro, la prepotencia de una institución —de la que él forma parte— que pasa el rodillo de su tradición por encima de la vida, la muerte y los deseos de cada persona. El Papa ha muerto, pero lo importante no es la desaparición del hombre como individuo particular —nunca se llega a pronunciar, a lo largo del metraje, su nombre—, sino el punto y final de su período como máxima figura de la Iglesia católica. Toca, por tanto, que los cardenales se reúnan para elegir un nuevo Papa, proceso que Edward Berger va a escrutar con su cámara.

    Cónclave, pese a lo que de entrada pueda parecer, no tiene como centro neurálgico el enfrentamiento dialéctico entre unos religiosos que, en la oscuridad de un Vaticano cerrado como un tupper hermético, van a intentar que sus visiones del cristianismo —unas muy reaccionarias y otras más liberales, siempre dentro de los límites de la propia Iglesia— adquieran cuerpo en un Papa que las defienda. La nueva cinta del responsable de Sin novedad en el frente es un thriller conspiranoico porque lo que retrata es, precisamente, las diferentes confabulaciones que tienen lugar durante el cónclave y con las que los diferentes grupos que hay tensionados dentro de la institución pretenden que su propuesta de pontífice salga vencedora de una forma de todo menos democrática. Es esta, por tanto, una cinta que se mueve dentro de las sombras que pueblan un ambiente ya de por sí oscuro. Los tradicionales rituales que ejercen de esqueleto arquitectónico de un proceso que es pura proyección de cara al público son filmados por Berger con una sobriedad que contrasta con la afectación de una música que enfatiza el carácter teatral de lo que se está viendo en pantalla. Cada ceremonia, cada gesto y cada palabra que tiene lugar durante el proceso es una escena más del gran teatro pomposo que busca con sus ritualizados aspavientos ocultar los mecanismos arcaicos que hacen funcionar a la cúpula del cristianismo.

    Los cardenales deben hacer una votación diaria hasta que uno de los candidatos obtenga una mayoría de apoyos, pero, paradójicamente, entre votación y votación no hay debates ni diálogos en los que cada grupo exponga y defienda sus propuestas. De ahí que, de entrada, toda la ceremonia parezca estar rodeada por el manto del absurdo: qué es lo que hace que un cardenal vote un día a este candidato y otro día a aquel; cómo puede cambiar de opinión si, en apariencia, no ha habido nada que haya motivado dicho cambio, si no se ha producido un intercambio de argumentos. La respuesta es sencilla: la conspiración. Los pasillos nocturnos y las habitaciones privadas sustituyen a la sala de reuniones iluminada débilmente por la luz del sol; los chantajes, los sobornos y las encerronas ocupan el lugar del debate; y, mientras tanto, la representación sigue en curso. El cardenal Lawrence, como responsable del proceso, intenta limar las múltiples ilegalidades que él cree tangenciales, con el objetivo de que todo se desarrolle de la forma más justa y democrática posible, de que se sigan las normas al pie de la letra; y termina investigando los chanchullos de cada uno de sus compañeros, al mismo tiempo que se va adentrando lentamente en una tela de araña que le termina atrapando. Así, aunque sus intenciones no tienen dobleces, sus métodos no son los más ortodoxos; algo que solo apreciará cuando obtenga una vista general de la geografía turbia del Vaticano y se dé cuenta de que toda aquella corrupción que él, pese a su confesada pérdida de fe en la Iglesia —que no en Dios—, estaba convencido de que era incidental, en realidad es de carácter estructural, al igual que estructural es la opresión que la propia institución ejerce sobre él: el Papa recién fallecido le negó su petición de marcharse de Roma para llevar una vida más tranquila alejada de los círculos de poder, porque era “designio del señor que estuviese allí”. De nuevo, la identidad y las decisiones existenciales de los individuos son subordinadas a los intereses de una Iglesia que se remite a la tradición para mantener sus privilegios y seguir interfiriendo en la vida de la gente.

    Llegado a este punto, el espectador puede pensar que la solidez del relato, en todo momento sostenido tanto por una puesta en escena que sabe encender su expresividad en los momentos necesarios y dilatar los silencios cuando la narrativa lo requiere como por un discurso construido con sutileza y paciencia a lo largo de hora y media, es a prueba de terremotos. Nada más lejos de la realidad, al inicio del tercer acto, Berger decide filmar el deus ex machina más literal que se haya visto en los últimos años para, acto seguido, dar un volantazo de ciento ochenta grados y redirigir el relato hacia una costa de optimismo nivel Mister Wonderful. En esa media hora final, los diálogos se cargan de explicitud sobreexplicativa, los personajes rompen con su lógica interna porque el director así lo quiere, y la idea de la Iglesia como poder envenenado de raíz desaparece para ser sustituido por un mensaje esperanzador que lejos de iluminar, abochorna. ♦


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