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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Longlegs

    || Críticas | ★★☆☆☆
    Longlegs
    Oz Perkins
    Nicolas Cage, el diablo y Lou Reed


    Rubén Téllez Brotons
    Madrid |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2024. Título original: Longlegs. Duración: 101 min. Dirección: Oz Perkins. Guion: Oz Perkins. Fotografía: Andrés Arochi. Compañías: C2 Motion Picture Group, Saturn Films, Neon, Range Media Partners. Reparto: Maika Monroe, Nicolas Cage, Blair Underwood, Alicia Witt, Kiernan Shipka, Dakota Daulby.

    A veces, una buena campaña de marketing puede perjudicar a una película tanto como beneficiarla. Obsérvese el caso de Longlegs, que tras su estreno en los cines de Estados Unidos no ha tardado en convertirse en un éxito en taquilla, y que, gracias a un sutil y milimetrado ejercicio de fuegos artificiales que consistía, en gran medida, en anunciar, con un tono de voz entre medias de lo estridente y lo inaudible, que el asesino que le da nombre a la cinta y que está interpretado por Nicolas Cage —los créditos iniciales no buscan en ningún caso ocultarlo— es la verdadera gema oculta que le da sentido y fuerza a la propuesta para, acto seguido, evitar mostrar su rostro en los trailers, los posters y demás material promocional. Objetivo cumplido: la maquinaria del boca a boca se pone en marcha y, mucho antes de estrenarse en España, la cinta ya ha generado un gran runrún con el respaldo de todos los críticos que ya le han otorgado la etiqueta de “la mejor película de terror del año”. La gente quiere ver al monstruo interpretado por Cage y la espuma no deja de subir. El problema surge cuando, desde la propia distribuidora, venden la obra como una mezcla de Seven, Zodiac y El silencio de los corderos que, además, busca homenajear a El exorcista y El resplandor. Las comparaciones nunca son buenas; y colocar Longlegs al lado de algunos de los mejores títulos que el thriller de Hollywood dio durante los noventa y principios de los dos mil es una jugada arriesgada (medirse con piezas perfectas que están consagradas en el imaginario colectivo de los cinéfilos puede herirla de muerte) y un poco prepotente, por qué no decirlo, pero también eficaz, en tanto que desvela sus intenciones y ofrece un camino desde el cual leerla. Siguiendo esta línea interpretativa, la nueva cinta de Oz Perkins —hijo de Anthony Perkins— bien se puede ver como un thriller en el que la cuerda de la tensión se estira tanto que el suspense termina convertido en un terror punzante y constante; y en el que, además, los códigos de los géneros no son tanto el único material de construcción de las imágenes, como el marco que contiene los significados de las mismas. Longlegs rechaza el horror de explotación para ofrecer una lectura del mundo desde una perspectiva sombría. O, al menos, eso pretende.

    La primera secuencia de la película da buena muestra de la habilidad del director para diseñar entramados de tensión que supuran un horror neblinoso y que subyacen bajo un espacio cotidiano amenazado por una sombra imprecisa y, por ello, aterradora. Un suelo cubierto por un manto de nieve que enmudece los pasos de los transeúntes que lo atraviesan; sobre él, una casa cuyas paredes exteriores están completamente pintadas de blanco; dentro, una niña que, sentada frente a su escritorio, advierte a través de la ventana que un coche ha aparcado dentro de su jardín. Sin dudarlo, sale de la casa, se acerca al vehículo y ve que está vacío. Escucha un ruido proveniente de la parte trasera del edificio y avanza, sin pensarlo, hacia lo que parece ser un destino fatal. El gran angular con el que está filmada la escena aplana el espacio en el que sucede la acción y lo convierte en un decorado irreal y uniforme por el que el personaje se mueve sin tener, en ningún momento, el control de la situación. La imagen es completamente traslúcida, no tiene grieta alguna, pero, sin embargo, una sensación de violenta extrañeza se cuela en ella y la contamina por completo. La niña llega al otro lado de la casa; echa un vistazo panorámico y no ve a nadie; se gira y, de repente, justo delante de ella, está el tan esperado Longlegs. De su rostro, eso sí, sólo se ve la barbilla, puesto que el director fuerza el encuadre para mostrar lo menos posible. Es ahí, donde el miedo se hace palpable: la premisa de no mostrar al monstruo para que sea el espectador quien se lo imagine de la forma más aterradora posible, surte efecto; cada uno rellena esa silueta vacía con sus propios miedos. Los créditos irrumpen en pantalla y la película inicia de la mejor forma posible.

    Después, aparece Lee Harker (Maika Monroe), una agente que acaba de ingresar en el FBI y a la que le asignan el caso de un asesino en serie que mata a familias cuyas hijas están a punto de cumplir catorce años y que deja en la escena del crimen una tarjeta con un mensaje encriptado. Perkins, para presentar a la protagonista, compone una segunda secuencia de suspense en la que sigue los preceptos estéticos que en la descrita en el párrafo de arriba y, de nuevo, consigue que la tensión de las imágenes duela como alambre de espino. Uno de los principales elementos en apariencia disonantes es la música, puesto que el realizador inserta animadas canciones rock en escenas tranquilas, poniendo en pausa el tono tétrico que asfixia la cinta durante sus primeros compases y ofreciendo un respiro al espectador. Esa mezcla entre el horror innombrable y algunos cuadros precisos de la vida cotidiana, entre la sangre y el ritmo animado de unos acordes alegres de conocimiento popular, sugiere que la cinta va a indagar en la forma en que la violencia surge dentro de un espacio aparentemente perfecto y banal: el modelo de familia que cumple con los cánones del sueño americano, con su casa unifamiliar, con sus domingos de béisbol y misa, con esas fotografías colocadas en el centro del salón en las que cada miembro fuerza una sonrisa que termina resultando inquietante, con el rostro del presidente de turno (Nixon y Clinton aparecen de forma explícita) y la bandera yanqui colocados en la pared del despacho o del dormitorio. Perkins parece interesado en desarrollar la cuestión alrededor de la que orbitan algunas de las grandes cintas de David Lynch (Terciopelo azul, Carretera perdida y Mulholland drive): es decir, la forma en que esa vida aséptica y en apariencia feliz implosiona por culpa de la propia represión que provoca y esconde. Durante el primer acto, la idea de que el infierno está bajo la pulcritud de cada hogar proyecta su sombra, escondida detrás de los leves pliegues que se atisban en esos planos generales que congelan en la pantalla la instantánea de un barrio estadounidense de clase media, de las palabras que los protagonistas pronuncian alucinados de incredulidad y miedo, de los destellos de muerte y tortura que sacuden las imágenes con la velocidad de un relámpago.

    Es una pena que todo esto no sea más que un trabajado juego de prestidigitaciones que se viene abajo a partir del segundo acto. En el momento en el que los personajes se adentran de lleno en el proceso de investigación, el realizador abandona la rigurosidad de los códigos estéticos con los que había construido una atmósfera malsana en la que la sensación de que el peligro podía manifestarse detrás de cada puerta, ventana o gesto tensaba cada fotograma, para abrazar una puesta en escena nimia e inexpresiva que nada consigue decir sobre el mundo que retrata. Los policías avanzan sin ningún tipo de problema en su búsqueda del asesino; atan cabos con una facilidad inexplicable, teniendo en cuenta que los primeros crímenes sucedieron hace más de treinta años; y la tensión va decayendo por minutos. Así, justo cuando la cinta está a punto de desfallecer, Perkins pone, en un habilidoso truco efectista, todas las cartas sobre la mesa y, rompiendo con el punto de vista que había predominado desde el principio, sigue los pasos de Longlegs durante unas cuantas secuencias en las que no duda en mostrar su rostro. La bomba explota y, es innegable, impacta, al menos durante unos segundos; las capas de maquillaje consiguen que Cage resulte escalofriante en lo exterior, pero la opacidad del sujeto nunca consigue que su presencia produzca verdaderos escalofríos una vez que el espectador se ha acostumbrado a su aspecto, muy similar al del protagonista de El hombre que ríe.

    A partir de ahí, la explicitud se apodera de la película y el terror desaparece por completo; al tiempo que el thriller policiaco se esfuma para dejar paso a un aquelarre satánico cuya simbología está bastante trillada: que si el diablo con forma de serpiente y cabra, que si monjas hieráticas con la cara ensangrentada, que si muñecas hiperrealistas poseídas por entes malignos. Todo filmado con una desidia desconcertante, más aún si se tiene en cuenta la milimétrica planificación del inicio. Perkins se deja llevar por el éxtasis demoníaco para, finalmente, ofrecer una visión ultraconservadora del mal y su lugar en el mundo: una rima visual situada a las puertas del tercer acto —en la que intervienen el personaje interpretado por Blair Underwood y un rostro enmarcado justo detrás de él— termina de echar por tierra todo el aparataje discursivo planteado al principio para afirmar que la violencia no surge como consecuencia del sistema (capitalista, heteropatriarcal) que oprime a las personas, sino que es un ente de fuerza ilimitada que surge como consecuencia de la iniquidad de todos aquellos que, es textual, “no rezan sus oraciones”, de todos aquellos que, frente a los suspiros oscurantistas que llegan a la actualidad como ceniza, aún caliente, de los siglos pasados, enarbolan la bandera del racionalismo. El mal como bestia inmortal que amenaza a las respetables, por religiosas, familias estadounidenses y que busca cualquier grieta en la cuadratura rígida de su esquematizada cotidianidad para colarse en su hogar y liquidarla desde dentro. El momento en el que Perkins, colocando la portada del Transformer de Lou Reed en el sótano que habita Longlegs —y en el que no hay más elementos culturales—, insinúa que el rock forma parte de esos elementos satánicos que pervierten a la sociedad, es para echarse las manos a la cabeza.

    De todas las referencias citadas al principio del texto, sólo se atisba en Longlegs el eco de la estructura dramática de Seven, cuyos giros dramáticos, al estar literalmente calcados, la convierten en un quiero y no puedo bastante previsible plagado de agujeros de guion que no consigue mantener el suspense de sus imágenes pasada la media hora inicial. ♦


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