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    Cine Alemán Siglo XXI

    Tres colores: Rojo (Krzysztof Kieślowski, 1994)

    || Cuadernos
    Tres colores: Rojo
    Krzysztof Kieślowski
    Solo nos queda la fraternidad


    Yago Paris
    Madrid |

    ficha técnica:
    Francia-Polonia. 1994. Título original: Trois couleurs: Rouge. Director: Krzysztof Kieślowski. Guion: Krzysztof Piesiewicz, Krzysztof Kieślowski. Productores: Marin Karmitz. Productoras: MK2 Productions, CAB Productions, France 3 Cinéma, CAB Productions, Studio Filmowe TOR. Fotografía: Piotr Sobocinski. Música: Zbigniew Preisner. Montaje: Jacques Witta. Reparto: Irène Jacob, Jean-Louis Trintignant, Frédérique Feder, Jean-Pierre Lorit, Samuel Le Bihan, Marion Stalens, Teco Celio, Bernard Escalon, Jean Schlegel, Elzbieta Jasinska.

    Si Tres colores: Azul (Trois couleurs: Bleu, 1993) era moralmente depresiva y Tres colores: Blanco (Trois couleurs: Blanc, 1994) era cínicamente tragicómica, Tres colores: Rojo (Trois couleurs: Rouge, 1994) sorprende con una mirada inesperadamente optimista. Y sorprende porque el autor de la obra, Krzysztof Kieślowski, fue un cineasta caracterizado por su densa mirada pesimista ante la vida. La tercera entrega de la trilogía que aborda los pilares de la sociedad francesa –libertad, igualdad y fraternidad– narra la historia de Valentina (Irène Jacob), una joven modelo que conoce por casualidad a Joseph (Jean-Luois Trintignant). Como es habitual en el cine de Kieślowski, sus vidas se cruzan a raíz de un accidente, cuando la mujer atropella a una perra que resulta ser la de Joseph. Esta circunstancia conduce a la protagonista al hogar del anciano, quien vive retirado en las afueras. Joseph quizás ve en ella una suerte de posibilidad de redención, porque le confiesa su falta de fe en la vida, así como sus pecados: se trata de un juez retirado que pasa sus días espiando las conversaciones telefónicas de sus vecinos. Valentina siente repudio, pero, al mismo tiempo, existe una especie de fascinación hacia este misterioso personaje y sus motivaciones, así como una necesidad de ayudarlo a salir de su estancamiento vital.

    La propuesta de colocar a uno de los máximos estandartes de la justicia, un juez, cometiendo crímenes, es el punto de partida con que los dos guionistas, Krzysztof Piesiewicz y el propio Kieślowski, desarrollan sus reflexiones en torno al cuestionamiento general de los tres pilares fundamentales de la sociedad gala, que aplican a lo largo de toda la trilogía al grueso de la Europa de la unificación –en esta ocasión, la narración transcurre en la ciudad suiza de Ginebra–. El sistema judicial de la sociedad del bienestar busca la justicia, en un intento de lograr la igualdad entre las personas. Al menos sobre el papel, las leyes son iguales para todos, y la base que las fundamenta es impedir que existan privilegios. Sin embargo, el filme plantea un problema de base: ¿cómo se puede alcanzar la justicia?, ¿cómo se pueden tomar decisiones justas, cuando no se han vivido las circunstancias que han llevado a un individuo a cometer un crimen? ¿Podemos juzgar adecuadamente una acción desde fuera? ¿No hubiéramos tomado exactamente la misma decisión de haber estado en la piel del acusado? Este dilema, de profundas implicaciones filosóficas, que van más allá de la esfera del crimen para golpear de lleno en el terreno de la ética de lo cotidiano, se convierte en la propuesta reflexiva más potente de la trilogía, y es esta mirada la que se cierne sobre toda la idea del estado de bienestar, que pasa a mostrarse una vez más como farsa bienintencionada que esconde posibles trampas.

    Si la justicia falla, si es imposible juzgar adecuadamente las acciones de los demás sin tener en cuenta sus circunstancias, y sin ser capaces de comprenderlas por no haberlas vivido, el primer pilar en caer es la igualdad. No puede existir igualdad cuando se juzga desde la desigualdad. El poder que atesora un juez no se corresponde, desde esta perspectiva, con las capacidades para tomar decisiones tan importantes. Esto se complementa con el propio poder del juez a la hora de juzgar en base a deseos personales, como se expresa en el incidente que provoca que el Joseph pierda la fe en su profesión, y, por tanto, en la sociedad en la que vive: sobre la condena o absolución de un acusado, Joseph toma la decisión que toma basándose en criterios personales y egoístas. ¿Existe igualdad en un sistema donde algunas personas ostentan el poder, y otras deben sufrirlo? Esto necesariamente conduce a la segunda caída, la del pilar de la libertad. Todo el sistema de bienestar y libertad se pone en cuestión cuando alguien puede decidir sobre el destino de otra persona en base a criterios subjetivos. Esto no solo hace referencia a que una rencilla pasada pueda provocar una decisión vengativa, sino, volviendo al inicio, a la propia subjetividad inherente a la experiencia humana, que impide comprender a los demás y sus circunstancias.

    El panorama parece desolador: no hay libertad ni igualdad ya desde los propios cimientos de la sociedad, desde la principal institución dedicada a crearlas. Este parece el terreno más feliz para Krzysztof Kieślowski, quien puede dar rienda suelta a su pesimismo determinista. Sin embargo, en un giro inesperado, el autor decide enfocar la tercera entrega de la trilogía desde un sorprendente optimismo. La mirada no carece de dudas y conflictos internos, pero la apuesta parece ser la de comprender a pesar de todo. Ante un panorama moralmente decadente, la fraternidad parece ser lo único que nos puede salvar como sociedad. Si lo fácil es juzgar, lo difícil es comprender, y ayudar pasa a convertirse en una heroicidad cotidiana. La postura de Valentina de querer ayudar a Joseph a pesar de sus dudas, a pesar de su rechazo, se mantiene firme, pues ve en el anciano a una persona que está pidiendo a gritos ser ayudada. Al mismo tiempo, el anciano es capaz de hacer reflexionar a la joven cuando la hace ver lo fácil que es juzgar desde fuera, sin ser consciente de que ella misma puede caer en dinámicas similares a las que practica el anciano. Esta cura de humildad los une, pues ambos pasan a ser parte de una misma mirada, o al menos de una complementaria. El juez quebranta su propia pérdida de fe al lograr que Valentina se aproxime a las circunstancias de este: el anciano descubre así que todavía hay esperanza para comprender a los demás y sus circunstancias.

    El filme enfatiza su mirada desde fuera al filmar toda una serie de pequeños relatos de personajes secundarios que pululan alrededor de la vida de Valentina, ya sean conocidos o desconocidos. La película se vuelve comunitaria y aboga por la necesidad imperiosa del apoyo mutuo y la visión cooperativa ante un escenario ciertamente pesimista. Las personas viven atomizadas, en un engranaje de soledades que se cruzan constantemente sin llegar a conectar, a no ser que un suceso tambalee los cimientos de la normalidad, y esto en el cine de Krzysztof Kieślowski implica la aparición recurrente de accidentes. Los accidentes son desafortunados, pero permiten que las personas compartan experiencias, y así puedan conectar y ser más conscientes de las realidades propias y de las de los demás. Esto se refleja en el final del filme y de la trilogía, tan inverosímil desde una perspectiva racional como contundente y coherente desde una perspectiva narrativa y de construcción de un universo y unas claves discursivas. El accidente de un ferry en el que viajan las tres parejas de cada una de las tres películas acumula múltiples capas de lectura. Por un lado, se enfatiza la idea de que Europa se encuentra a la deriva y su único destino es el naufragio. Al mismo tiempo se señala que esto afecta a los diferentes espectros de la sociedad, sin importar nacionalidades o clases sociales. Sin embargo, este accidente, por trágico que resulte –solo sobreviven seis personas–, es la posibilidad para conectar, para comprender y unir. La narración se ha pasado todo el metraje colocando a Valentina y a su vecino, Auguste (Jean-Pierre Lorit), a punto de conocerse. Al mismo tiempo, transmite la impresión de que son potencialmente adecuados el uno para la otra –esto contrasta con la deficiente relación amorosa que Valentina vive con su pareja–. Sin embargo, nunca llegan a entrar en contacto, y es el accidente lo único que lo permite. De manera macabra, el filme parece señalar que en ocasiones la tragedia es lo mejor que le puede pasar al individuo, o quizás sea la manera en que Kieślowski trataba de autoconvencerse de que no todo estaba perdido en la Europa de principios de los años noventa, como si quisiera transmitir que, ya que los accidentes son inevitables y estamos condenados a sufrirlos, más nos vale sacar algo positivo de ellos. ♦


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