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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | The Substance

    || Cuaderno
    The Substance
    Coralie Fargeat
    Elementos para un debate crítico


    Aarón Rodríguez Serrano
    Karlovy Vary |

    ficha técnica:
    Reino Unido, 2024. Dirección y guión: Coralie Fargeat. Dirección de fotografía: Stéphane Thiébaut. Música: 000 Raffertie. Sonido: Emmanuelle Villard, Stéphane Thibaut. Montaje: Coralie Fargeat. Dirección de arte: Stéphane Becimol, Arnaud Denis. Producción: Tim Bevan, Coralie Fargeat, Eric Fellner. Intérpretes: Demi Moore, Margaret Qualley, Dennis Quaid, Gore Abrams, Hugo Diego Garcia, Olivier Raynal.

    Me permitirán que comience el texto de hoy ofreciendo una serie de puntos de partida. El primero tiene forma de captatio benevolentiae: lo que les propongo no es una crítica al uso, ya que intuyo que la película que hoy nos ocupa exigirá de herramientas de análisis textual y de reflexión sosegada para poder decir algo realmente valioso sobre ella. Dejaré aparcados, hasta que pueda trabajar con una copia física en condiciones, los apuntes sobre la forma fílmica que son, al fin y al cabo, los que realmente otorgan un valor a lo que se piensa o se escribe alrededor de un film.

    En lugar de ello, y contraviniendo mis propias normas, plantearé una serie de ideas sobre las que quizá más adelante, cuando la película se estrene en España y tengamos tiempo y ganas de hincarle el diente, podamos reflexionar juntos. Asumo ampliamente mi riesgo a equivocarme, pero también a despejar algunos de los posibles equívocos que saldrán a nuestro camino en los próximos meses.

    1. Las redes arderán y, un poco después, la película será olvidada


    Dentro del corto ciclo de impacto de las películas en nuestro ecosistema audiovisual, parece evidente que The Substance se ha diseñado por y para la polémica. Tiene madera de supernova: estallará, nos cegará, y desaparecerá en la noche de los tiempos entre gestos hoscos de superioridad de gran parte de la cinefilia. Iremos a velar su cadáver al lado del de Blonde (Andrew Dominik, 2022), del de Joker (Todd Phillips), del de Saltburn (Emerald Fennell, 2023) y tantas otras. Se multiplicarán las opiniones y se utilizará como un ring de boxeo improvisado que dará mucho juego a las lecturas desde el body horror. No descarto un monográfico en Routledge con brújula posestructuralista con mucha cita a Carol Clover y a Barbara Creed. Es una película netamente contextual, hasta el punto de que por momentos parece que está completamente diseñada como un artefacto para provocar que nos indignemos mucho a favor o en contra, para que saquemos capturas de pantalla y hagamos memes. The Substance se va a estrenar y, salvo sorpresa, la gente de su timeline ya sabe si quiere defenderla o no.

    2. Mirada/Slasher


    En efecto, me señalarán, The Substance no tiene nada que ver con el slasher. Salvo un pequeño detalle que me venía a la cabeza constantemente durante la proyección. En los primeros estudios sobre el subgénero, especialmente en aquellos que tenían brújula psicoanalítica anglosajona, se sugería que el género funcionaba disparando el placer de los espectadores contra la generación de jóvenes que protagonizaban las cintas. La narración castigaba su juventud, su inocencia, su sexualidad. El asesino encarnaba el ideal masculino reprimido —fálico, por supuesto, ¿qué otra cosa podía ser un machete gigante o una motosierra?—, que con su lógica ultraconservadora iba castigando los excesos de esos díscolos idiotas que morían, precisamente, por eso: por ser jóvenes e idiotas. La cuestión de la masculinización de la final girl la dejamos para otro momento.

    Bien, The Substance se mueve en un paralaje similar que no termino de desentrañar con precisión. Por un lado, es obvio que la enunciación detesta las relaciones heterosexuales: todos los personajes masculinos son repugnantes y parecen marionetas dominadas por una erección interminable. Físicamente repugnantes, monstruosos: comen como animales (los planos de las gambas son simplemente ridículos en su subrayado), se mueven como animales (el vecino que se contonea de manera pasmosa tras la mirilla), se comportan como animales (el ligue ocasional de una de las protagonistas conduce una moto, suponemos que también muy fálica, con la que gusta de intentar atropellar a una anciana que no se aparta de su camino).

    La primera pregunta que me surge es: ¿Y la cámara de Coralie Fargeat no está precisamente en esa posición? ¿No es, de todas las presencias de la película, la más pornográfica, la más animal, la más desagradable? ¿No busca siempre el ángulo más repugnante para mostrar una escena, la angulación más extrema, la deformación más sórdida? Tomemos como referencia la escena del primer show de Sue (Margaret Qualley), tan hipersexualizado que los movimientos mecánicos y su aparente ejercicio lúbrico resultan tan molestos como las propias escenas de mutilación y podredumbre que puntúan la película. Creo que entiendo lo que busca la directora: que reflexione sobre el punto de vista del deseo —¿heterosexual, únicamente?— en su planteamiento del cuerpo femenino, que haga la conexión obvia entre la voluntad de la eterna juventud y esos hombres maduros y feos o jóvenes y repugnantes que reptan tras las cámaras chasqueando sus labios, sacando su lengua, frotándose unos contra otros en un pandemónium molesto. El recurso está tan subrayado, resulta tan obvio, que como espectadores y espectadores podemos permitirnos el lujo de sentirnos tomados por idiotas. ¿Por qué no lo hacemos?

    Y a propósito de esta idea: ¿no recubre la película ese gran tema de nuestros días que es la lucha abierta entre dos/tres generaciones, los boomers, los millenials, los Alpha, los que todavía se compran vinilos de Arcade Fire, los que están atravesados por una sensibilidad subjetiva desmesurada y aferrada a los discursos de identidad, y los que vienen con la papeleta ultraconservadora en la mano dispuestos a pegarse unas risas? ¿No es The Substance la prueba visual concreta de que hay una guerra abierta en términos de goce, cuerpo, identidad, existencia, discurso, entre desconocidos furiosos?


    3. Somos uno


    En cierta manera, la película es clara: si las dos protagonistas quieren sobrevivir, deben encontrar un equilibrio porque —el diosecillo cruel del laboratorio lo subraya una y otra vez— son lo mismo. Son la misma cosa, la misma identidad, el mismo origen. Esto es algo de naturaleza profundamente cristiana y, por eso, absolutamente incompatible con lo real del mundo. Para los que han nacido y crecido en un ecosistema donde se les ha prometido que son únicos y que son especiales y que ciertos rasgos de su personalidad —ser joven, ser deseable, ser audaz, ser la generación que cambiará el mundo, váyase usted a saber— son constitutivos, resulta obvio que la única posición ante el resto del mundo es el desprecio. Ok, boomer. ¿Por qué tendría Sue que ceder un palmo de terreno para que Elisabeth Sparkle (Demi Moore) pudiera sobrevivir? ¿Acaso no es la vida de la mujer madura —ver la televisión, pasear por el apartamento, intentar quedar con viejos conocidos— absolutamente despreciable, vacía, una vida indigna de ser vivida? No lo digo yo: lo dice la enunciación. Fíjense en los planos que retratan a esa Demi Moore perdida, angustiada, convertida paulatinamente en un ente monstruoso y aplastada por un pasado que se agota.

    Aquí, intuyo, la película da en el clavo, y lleva hasta un extremo realmente meritorio esa tensión, ese barajeo de oposiciones imposibles que forma parte del magma social y que lo ha formado siempre. La diferencia es que ahora lo vivimos diariamente en redes sociales y —lo que es mucho más grave— en la esfera política mayoritaria cuando se enarbola la juventud como un motivo aparentemente autónomo para garantizar el acceso al poder. El resultado de esa oposición es, por supuesto, la llegada del monstruo.

    4. El monstruo


    De nuevo, Fargeat juega una carta absolutamente obvia: el monstruo empático, el monstruo final, el monstruo más humano que nosotros. El monstruo al que debemos comparecer porque, quizá, se sugiere que ocupamos su lugar —¡ese plano subjetivo detrás de la máscara!—, ese monstruo que no es otra cosa que una versión vitaminada y posmoderna, y por eso muy desactivada de Joseph Carey Merrick, el viejo hombre elefante. Ha cambiado la feria victoriana por la televisión del XXI —un medio, por lo demás, propio de esa generación que ya desaparece—, pero la idea es la misma: ese gesto humano que pide piedad, atención, cuidado, pero que lo hace desde la coraza de lo repugnante.

    Entonces… ¿Es la película de la Fargeat un alegato humanista-monstruoso en su último tercio? ¿Y cómo podría serlo, me pregunto, si se ha dedicado sistemáticamente a despreciar a la humanidad y a su propio espectador durante los ciento veinte minutos anteriores? Porque, digámoslo claro: Fargeat desprecia a su público. Lo hace porque utiliza el montaje para herirle, utiliza la planificación para aplastarle, utiliza el sonido para que sienta náuseas o para que salte en el asiento. Fargeat es la niña cruel que retuerce bajo la lupa a esa mosca que, vaya por dios, somos nosotros. La diferencia con otros creadores del llamado «cine de la crueldad», sin embargo, es absoluta. Lanthimos —que, vaya por delante, no es santo de mi devoción—, mantiene en casi todas sus propuestas una frialdad coherente que se cierra con el desprecio abierto a la humanidad. Gaspar Noe —que sí que lo es— ha ido abriendo en los mejores momentos de su cine una ventana hacia la reflexión y hacia la empatía que parte de un muy complejo y consistente aparataje metafísico. Julia Ducournau se ha tomado la molestia de leerse bien a la Haraway y ha sabido recuperar lo mejor de cierta herencia visual para llevarlo a otro nivel de altísima precisión y altísimo pensamiento. Fargeat nos obliga a contemplar un desfile de atrocidades corporales para acabar con un chiste, una broma de mal gusto, en el que caben dos opciones: o bien ha intentado recuperar el proyecto lyncheano del monstruo-hombre (recuerden la escena en la que Merrick recitaba uno de los salmos con un magnífico contrapicado que mostraba la claraboya del cielo sobre él), o bien su gesto es una payasada para hacer reír a los adolescentes de las sesiones nocturnas con toneladas de sangre y prótesis asquerosas. En el primer caso, como vengo sugiriendo, fracasa estrepitosamente porque resulta imposible, creo, levantar un proyecto ético a partir de su película. En el segundo caso no tengo nada que objetar a The Substance, salvo que la leamos como algo más de lo que es: una película que quiere mostrar elementos repugnantes para que sintamos una pura experiencia estética de disgusto. Y nada más. Todo lo que se escribe más allá de eso, entonces, es sobreinterpretar la cinta —y no digo, cuidado, que yo mismo no lo esté haciendo en el presente texto.


    5. El disparatado terreno medio


    Volvamos un momento a los ejemplos que ponía al principio del texto: Blonde, Joker, Saltburn. ¿Se han dado cuenta de que tienen algo en común? Sin duda: provocan, pero no mucho. Dicen algo interesante sobre el cuerpo, pero no mucho. Se plantean como reescrituras de obras ya fijas en el imaginario cinéfilo —las cintas de Marilyn, las cintas de Scorsese, Teorema (Pier Paolo Pasolini, 1968)—, pero sin generar excesivos frotamientos con ellas. Y vaya por delante que, en los dos primeros casos, son películas con las que he mantenido una relación bastante íntima desde el momento de su estreno.

    Son obras de lo que podríamos llamar el «middlebrow aceptable», es decir, películas que asumen unos márgenes provocativos perfectamente asumibles por las grandes audiencias —la escena del cementerio de Saltburn, por ejemplo, es de una ridiculez temática que bordea la carcajada— y que le aportan la sal y la pimienta a nuestro pequeño mundo cinéfilo. En todos los casos vienen con esa pátina de supuesto arrojo formal tras el que suele estar una plataforma o una major que sabe que la gran mayoría de los adultos funcionales ya están hasta el moño de las películas de superhéroes y de coleccionar Funkos y quieren ver qué pasa con su alquiler, su cuerpo, su futuro y su gobierno.

    The Substance sigue la línea del «middlebrow aceptable» y se posiciona en esa estela para que usted y yo nos enfademos un rato, pero se agota en el momento en el que el crítico intenta fijar con claridad exactamente qué busca la película. Quizá es pedirle demasiado y lo único que busca es eso: formar parte del término medio, otorgarnos un espejismo provocativo, usar la cámara con una posición irónica y claramente onanista —¿por qué todo el rato, una y otra vez, se subrayan las partes pudendas de las protagonistas como elementos sobre los que se compone la película entera?—, y finalmente, hacernos un corte de mangas y mandarnos a casa aceptablemente horrorizados.

    Por lo demás, repito, saldremos de la sala con nuestro tuit ya preparado, con nuestra defensa o nuestro ataque perfectamente sintetizado en la cabeza. The Substance se nutre de ese malestar y quiere acólitos y detractores, profetas y enemigos. La película es potente en esa búsqueda: no creo que le neguemos el placer de odiarnos entre nosotros un poquito más por su culpa. ♦


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