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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | L'histoire de Souleymane

    || Críticas | Karlovy Vary 2024 | ★★★★☆ |
    L'histoire de Souleymane
    Boris Lojkine
    Vida de un ciclista


    Aarón Rodríguez Serrano
    Karlovy Vary |

    ficha técnica:
    Francia, 2024. Título original: L'histoire de Souleymane. Dirección: Boris Lojkine. Guion: Boris Lojkine, Delphine Agut. Producción: Unité de production, Canal+, Ciné+, CNC, Fonds Images de la Diversité. Fotografía: Tristan Galand. Actores: Abou Sangare, Nina Meurisse, Emmanuel Yovanie, Younoussa Diallo, Keita Diallo.

    La película se dispara. El protagonista y su bicicleta, en plano sostenido o quizá en una miríada de pequeños planos que van acumulándose y dejan una huella aquí o allá, en la tienda en la que el tipo que le alquila una licencia de Glovo o en el restaurante en el que tiene que esperar o en la avenida llena de coches que pitan y driblan y frenan y Souleymane empuja la película —que, queda dicho, se dispara— hasta el punto de que en los primeros minutos no sabremos si es un rostro o un cómplice o un aventurero o un superviviente o un náufrago o simplemente (la avenida llena de coches que chirrían, buses, taxis, otras bicicletas) suena la alarma porque otro cliente ha pedido otra pizza u otro kebab u otro rollito de primavera a pesar de la lluvia, a pesar de que a nadie se le ocurriría montar en bicicleta con la que cae, pero convendrán conmigo (y con Souleymane y con el tipo que le alquila la licencia de Glovo) con que alguien tiene que hacer ese trabajo aunque no tenga papeles, aunque la policía, aunque servicios sociales, aunque esta noche haga un frío del demonio y no sepamos muy bien dónde dormir o dónde guarecerse si se llega tarde al asilo para emigrantes, de tal modo que los personajes aparecen y desaparecen casi sin presentación, como un goteo, pidiendo ayuda, negando ayuda, pidiendo dinero, negando dinero, y entre tanto Souleymane va consiguiendo poco a poco su rostro y habla con su madre con unos auriculares inalámbricos y su madre le ofrece respuestas incoherentes, al otro lado del mundo, en el envés del mundo, en una África absoluta y desconocida y extraña que arroja cuerpos que alquilan licencias para entregar una pizza las noches que llueve, o así.

    La película se dispara y parece la vagoneta de una montaña rusa en la que cada plano es más furioso que el anterior, planos que parecen martillazos clavando los clavos de un ataúd que claudica sin calma en la cualidad de esta Europa nuestra: qué hacer con los otros, qué hacer con los pobres que algo saben de nuestro colonialismo a los que antes les pedíamos oro y ahora les pedimos que nos traigan la pizza y nos cuenten una historia. Esa es la historia (con minúscula) que comparece en el título y que nada tiene que ver con la Historia (con mayúscula), que es otra cosa a la que la película de Boris Lokjine va mirando con toda seriedad y sacándole los dientes, como en esas películas malas de terror en las que un gato detecta a un fantasma y decide ponerse a bufar y a arquear la espalda. La Historia/fantasma de Europa es otra cosa y así se va tejiendo entre Guinea Ecuatorial, entre Vietnam, entre los países otros que van serpenteando por las calles y preocupando mucho a propios y extraños. La cámara de Lokjine sigue la bicicleta que transita unas calles artificiales con mucho neón y con mucha terraza parisina, de tal modo que la postalita francesa queda algo desdibujada, lo que siempre es de agradecer.

    La historia de Souleymane se memoriza en los audios de su móvil. Necesita mentir (a Europa, nada menos, chúpate esa mandarina) para conseguir un papel que le permita legalmente conseguir una licencia que le permita no ser expulsado y seguir entregando pizzas los días de lluvia. Y Europa, queda dicho, quiere saber si es un preso político, o un preso común, o un simple migrante, o un terrorista, o qué se trae entre los radios de su bicicleta —es curioso que Europa haya olvidado con tanta facilidad que no hace tanto ella misma iba en bicicleta por Italia, empobrecida, sucia, violada de fascismo y de liberadores yanquis, hasta que ciertos ladrones se quedaron con ella y reinventaron sin quererlo la Historia del Cine, pero esa es otra historia/Historia—, y decía, así Souleymane va hilvanando los retazos de su vida amorosa, de la vida que hubiera podido vivir con una mujer a la que apenas escucha o a la que contempla desesperado en la pantalla de su teléfono móvil.

    Es curioso que para Souleymane no existan casi la vida ni el futuro, ni mucho menos el cine. Existe el teléfono móvil, con el que igual se desenamora que solicita una habitación para pasar la noche de frío y una ducha —el booking de los sintecho, esos cuerpos límite en los que no hay espacio para la piedad sino para la justicia. Si el cine está más o menos muerto le importa un bledo a Souleymane, lo que le da mucha fuerza al propio Boris Lokjine para hacer una tremenda película en la que el contenido acompaña minuciosamente a la forma. Al final, en unos portentosos diez minutos finales, se deshacen todas las teorías sobre la ética y la estética cinematográfica. Lo único que hay es un plano/contraplano. Nada más (y nada menos) que eso. Dos cuerpos, dos angulaciones de cámara que se mantienen, un montaje absolutamente banal… pero que funciona como un mecanismo de relojería. Contar su Historia (con mayúscula) no requiere ningún arabesco ni ningún plano secuencia ni ningún estallido formal: la película ya nos lo ha mostrado todo (la lluvia, la bicicleta, la sangre, la soledad, el frío), y podemos confiar en esa simpleza magnífica en el montaje.

    Luego dirán que si el cine de festivales es un género hinchado, pagado de sí mismo, que no interesa a nadie. Luego dirán, pero Souleymane sigue atravesando calles con su bicicleta y alguien tiene que tomarse la molestia de rodarlo y de exhibirlo. La noche siempre sigue al acecho pero hay planos que saben cómo contarlo. ♦


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