|| Críticas | Karlovy Vary 2024 | ★★★★☆ |
Julie Keeps Quiet
Leonardo Van Dijl
La mujer estilita
Aarón Rodríguez Serrano
ficha técnica:
Bélgica, 2024. Título original: Julie zwijgt. Director: Leonardo Van Dijl. Guion: Leonardo van Dijl, Ruth Becquart. Director de fotografía: Nicolas Karakatsanis. Música: Caroline Shaw. Sonido: Boris Debackere, Gustaf Berger, Arne Winderickx. Montaje: Bert Jacobs. Dirección de arte: Julien Denis. Producción: Gilles De Schryver, Gilles Coulier, Wouter Sap, Roxanne Sarkozi. Intérpretes: Tessa Van den Broeck, Ruth Becquart, Koen De Bouw, Claire Bodson, Laurent Caron.
Bélgica, 2024. Título original: Julie zwijgt. Director: Leonardo Van Dijl. Guion: Leonardo van Dijl, Ruth Becquart. Director de fotografía: Nicolas Karakatsanis. Música: Caroline Shaw. Sonido: Boris Debackere, Gustaf Berger, Arne Winderickx. Montaje: Bert Jacobs. Dirección de arte: Julien Denis. Producción: Gilles De Schryver, Gilles Coulier, Wouter Sap, Roxanne Sarkozi. Intérpretes: Tessa Van den Broeck, Ruth Becquart, Koen De Bouw, Claire Bodson, Laurent Caron.
Por otro lado, la película señala desde su título (Julia permanece estática, Julia no se mueve) uno de los problemas mayores de la reflexión sobre el acoso en nuestro tiempo y, dicho sea de paso, uno de los infalibles detectores de idiotas: la eterna pregunta sobre el silencio de la víctima, sobre por qué no denunció o por qué tardó tanto en denunciar. En efecto, Van Dijl sabe de la dificultad de pronunciarse y de cómo tener que asumir ciertas decisiones y ciertas fragilidades acaba por convertirse en un manto de vergüenza difícil de sobrellevar. Julia no puede moverse porque su vida —como la de cualquier adolescente— está situada sobre la frágil opinión de los demás y el terrible juicio sobre uno mismo, sobre una misma. Asumir que ha sido víctima de un abuso por alguien respetado es tan inconcebible como no sentir que la única responsabilidad recae en el propio sufrimiento. Marínese con la culpa, con la autoexigencia propia de los deportes de élite, con el miedo terrorífico al fracaso, y ya estarían listos los mimbres de un sufrimiento intolerable.
Ahora bien, precisamente por la complejidad que arrastra el tema es necesario exigirle todavía más a la forma fílmica. Lo fácil hubiera sido caer en el melodrama o en una gelidez absurda que congelase la complejidad de la situación. Lo fácil es hacer una curva de redención muy marcada, con una música que subraye y, a ser posible, varios monólogos llenos de tópicos sobre el empoderamiento. Van Dijl, al contrario, es mucho más inteligente y consigue algunas cosas extraordinariamente complejas. La primera, dotar a cada escena y a cada plano tanto del tiempo que requieren como del uso de foco perfecto para contar la historia. En efecto, la película transcurre con una lentitud que en ningún momento cae en el aburrimiento: experimentamos la repetición de los entrenamientos —un entrenamiento no es más que una repetición de la repetición de la repetición que espera un éxito futuro, supongo—, pero los movimientos de la protagonista, los matices de su juego, su disposición dramática, consiguen tensionar y hacer que las escenas fluyan. Del mismo modo, Van Dijl sabe cómo utilizar el rostro para ocultar o para sugerir, reencuadrando, oscureciendo o generando masas de sombras a su alrededor. Muchos planos parecen extrañamente subexpuestos, o mal etalonados, con una pasta grisácea marrón y amarillenta que rodea a figuras distorsionadas. Es una fantástica estrategia para intuir los abismos psicológicos de la protagonista: mirar desde ella, los rostros esquivos de sus padres o de sus compañeros de clase. Saberse aislada en la mirada, a partir del diseño de plano, y consiguiendo así una íntima complicidad entre cámara y personaje.
El director hace lo posible por mantenerse ausente de la historia: encontrarán pocos estilemas y pocos subrayados en la película, más preocupada por contar bien y con precisión las cuatro ideas que maneja que por aullar su originalidad y su pertenencia al cine de autor europeo. Hay pocos lugares relamidos (los Dardenne están en la producción, lo que hacía temer algunas cosas), y de hecho, sorprende que esa lejanía de la escritura esconda un proyecto ético tan bien trazado. En cierta medida, Van Dijl confía en su protagonista, confía en los adolescentes —sin llegar a edulcorar jamás sus relaciones—, confía de alguna manera en la estructura del mundo hasta el punto de que en tanto horror parece que estemos asistiendo a ratos a una película marcadamente optimista. Es un equilibrio extraño, quizá el gran truco de magia que no consigue salir casi nunca en el cine marcadamente social: escuchar sin juzgar y sin convertir en figuritas panfletarias, no caer en el lugar común inútil ni en el mensajito de pancarta en manifestación obligatoria. La película va en otra dirección, cree en la posibilidad de la justicia y es consciente de la dificultad para llegar a ella.
Y esa dificultad, como señalaba anteriormente, requiere del tiempo. Un tiempo para descubrirse, para aceptar lo que ha ocurrido, para permanecer tan quieta como una estilita, en perfecto equilibrio sobre el abismo de lo vivido. Van Dijl rueda a la adolescente sobre la columna de su propio miedo y la observa mientras el pánico y la culpa la zarandean. Lo interesante es que, al final del metraje, ninguno de los dos fracasa: ni ella ni él. ♦