Los trajes del emperador
Crítica ★★★★☆ de «Becoming Karl Lagerfeld»
Francia, 2004. 270 minutos. Título original: Becoming Karl Lagerfeld. Directores: Audrey Estrougo y Jérôme Salle. Guion: Raphaëlle Bacqué, Jennifer Have, Isaure Pisani-Ferry, Dominique Baumard y Nathalie Hertzberg. Fotografía: Mahdi Lepart y Mélodie Preel. Música: Evgueni y Sasha Galperine. Productores: Sionie Dumas, Christophe Riandee, Isabelle DeGeorges et alia. Productora: Gaumont y Jour Premier. Diseño de producción: Jean Rabasse. Edición: Stan Collet, Céline Cloarec, Valérie Deseine y Grégoire Sivan. Distribuidora: Hulu y Disney+. Intérpretes: Daniel Brühl, Théodore Pellerin, Alex Lutz, Agnès Jaoui, Arnaud Valois, Lisa Kreuzer, Victoire Du Bois, Sunnyi Melles, Jeanne Damas, Carmen Giardina, Julia Faure, Georgia Scalliet, Giorgia Sinicorni.
Elisenda N. Frisach
Lo primero que conviene destacar de la estimulante propuesta que nos ofrecen las tres creadoras de este espacio es que, a pesar de lo que pueda parecer a simple vista, no se trata en realidad de un biopic de Karl Lagerfeld, dado que hay importantes, y palmarias, lagunas sobre su biografía, teniendo en cuenta que la media docena de episodios que lo conforman apenas abarcan unos diez años de la vida del diseñador y, además, de modo fragmentario. Tampoco puede decirse que diseccione excesivamente el mundo de la moda, ni desde su componente artístico ni desde sus entresijos políticos, económicos o sociológicos, a pesar de que sea este entorno el decorado idóneo para apuntar, tanto la insustancialidad de las clases pudientes, como las mezquinas rencillas de egos de las personas que lo pueblan. Asimismo, en tanto ambientada en la década de los 70 y los 80 del siglo pasado, se queda a propósito en la superficie de la recreación histórica, incidiendo más en lo aparencial (las ropas, la música popular, los lugares de tendencias...) que en formular cualquier reflexión de calado sobre prejuicios o acontecimientos importantes del periodo. En última instancia, y aunque la línea argumental de esta miniserie se adscriba a la relación entre el famoso modisto de Hamburgo (Daniel Brühl) y Jacques de Bascher (Théodore Pellerin), en el fondo tampoco estamos exclusivamente ante una historia de amor. ¿Se trata, entonces —sería lícito preguntarse— de un estilizado pastiche que no sabe a dónde va? Desde luego, hay estilización, hay virtuosismo exhibicionista en la realización, hay rutilancia multicolor en la fotografía, hay giros sorpresivos, hay intensidad emocional e interpretativa y hay hasta un sutilísimo humor negro; y, sin embargo, Becoming Karl Lagerfeld destaca por su inteligencia y, sobre todo, por su elegancia, asentada como se halla en un guion de gran solidez, que carece de trampas y abunda, en cambio, en situaciones de desarrollo coherente y en diálogos perfilados, agudos e ingeniosos, lo que da cancha para un análisis, tan pormenorizado como brillante, de personajes.
La serie se cimienta en el libro superventas de una de las cocreadoras, la veterana periodista de Le Monde Raphaëlle Bacqué, Kaiser Karl (2019), pero son las otras dos showrunners, Jennifer Have y Isaure Pisani-Ferry —jóvenes pero bregadas en el arte de la escritura guionística—, quienes rubrican los episodios de Becoming Karl Lagerfeld, a las que se suman Dominique Baumard y Nathalie Hertzberg. Y, por supuesto, sus ideas se encuentran inmejorablemente arropadas por dos directores de carreras muy dispares: Audrey Estrougo, especialista en los retratos emocionales de sus criaturas, como ejemplifican Regarde-moi (2007) o À la folie (2020), y Jérôme Salle, conocido por El secreto de Anthony Zimmer (2005), el guion de The Tourist (2010) o Zulú (2013), filmes donde prima el elemento de thriller.
Este puñado escaso de responsables creativos es indicativo de una clara apuesta por la unidad y la coherencia, con lo que, si bien en un primer visionado se podría creer que la propuesta adolece de cierta superficialidad, analizada con atención advertimos que logra, con una facilidad engañosa, un hito tremendamente difícil: entregarnos una pieza audiovisual en la que forma y fondo encajan a la perfección, lo que explica su cautivadora y adictiva narrativa o la belleza de sus imágenes, engalanadas con hits de The Rolling Stone, David Bowie, Janis Joplin, Petula Clark, Baccara, White Eyes o A-ha, entre otros, haciendo que el resultado nos parezca, a la postre, tan agradable y fácil de disfrutar como un precioso vestido de haute couture. Pero bajo esa hermosa prenda está el sufrimiento de los implicados en su creación, devorados por el engranaje capitalista —como ejemplifica la patética figura de Yves Saint Laurent (Arnaud Valois)—, monstruo seductor azuzado por el ansía constante de novedades de los ricos y poderosos. Así que la exuberancia visual de la obra responde a esa falaz felicidad que ofrecen el estatus y el dinero, y no es casualidad que cuente igualmente con algunas escenas muy minimalistas y hasta descarnadas, en las que se nos insinúa la realidad de fondo del glamour que vemos en pantalla (léase la forma en cómo Karl devora el pastelito de cumpleaños que le ha regalado su madre o la terrible resaca de alcohol y drogas que lleva a Jacques al límite). Becoming Karl Lagerfeld es un muy deliberado espectáculo deslumbrante y cautivador que busca halagar nuestros sentidos para recordarnos, paradójicamente, que detrás de todo espectáculo hay preparación, esfuerzo, ensayo, fingimiento, inseguridad, miedo, soledad y dolor.
Por lo tanto, la gran aliada de las responsables del espacio es la ironía: esa que nos ofrece una serie entretenida y, en apariencia, frívola, para recordarnos la frivolidad de quienes se hallan en la cúspide social; esa que, pese a tratarse de una producción francesa, opta por un título en inglés para resultar más comercial, atrayente y fashion; esa que tiene como sintonía la espléndida y divertida partitura de aires germanos de Evgueni y Sacha Galperine, con el imperdible título de «An Emperor Among Us». Como un navío rompehielos, las autoras emplean semejante humorismo sarcástico para sacudir el lujoso e idealizado París vintage que nos muestran las imágenes de la pieza a los espectadores del presente, en busca de hacernos zozobrar entre extremos y alentar nuestra curiosidad y nuestro desconcierto. Tomando muy buena nota del principio aristotélico de dejar que sean los actos de los personajes los que revelen su psicología, se atienen al perfil espiritual y psíquico que dichos actos van esbozando para cada una de las criaturas de la intriga, tal vez ampliándolos o mutándolos, pero nunca traicionándolos. Y aunque es cierto que se trata del abecé de cualquier libreto de calidad, ya sea en el ámbito teatral, cinematográfico o televisivo, no por ello resulta baladí recalcarlo, habida cuenta de cada vez más parecen malgastarse ingentes cantidades de tiempo y dinero en producciones audiovisuales cuyos guiones causan rubor.
«Becoming Karl Lagerfeld no ofrece una mirada cariñosa ni admirada al universo en el que se desarrolla, sino que su apuesta discursiva consiste en ofrecernos coloristas estampas de París, de Roma, de Mónaco, de la campiña francesa..., para incidir en su condición de huera apariencia, de deslumbrante escenario de una representación en que se finge una plenitud que se diría quimérica. Sus instancias de arte y su puesta en escena, absolutamente apabullantes, responden justamente a este propósito, convirtiendo los principales marcos de la narración en correlatos simbólicos de lo que sucede».
Prueba de la excelente escritura que sostiene todo Becoming Karl Lagerfeld es que las primeras palabras que se pronuncian nos dan la clave temática del show, aunque, al ser dichas tan de pasada, en medio de la presentación de uno de los protagonistas, por un personaje sin la más mínima entidad y en una escena de tono cómico, sea algo que nos pueda pasar fácilmente desapercibido: en una ciudad de provincias francesa, un joven e inexperto sacerdote (Jérémie Petrus), en medio del aburrimiento generalizado de sus feligreses, está dando un sermón. Y en él advierte que la fama, el poder y la riqueza no son aspiraciones que nos puedan colmar; por ello es tan importante saber qué hacer con nuestros talentos personales, si malgastarlos en pos de lo que denomina «comodidades modernas» o consagrarlos a algo más grande que nosotros mismos. Obviamente, el anónimo cura que pronuncia tales palabras considera a Dios como la fuerza que nos permite escapar de la vacuidad materialista de la existencia y dotarla de auténtica entidad, pero no tardaremos en ver que hay alternativas laicas, como, específicamente, el arte y el amor.
A partir de aquí, el relato empieza a desplegar su soterrada y vitriólica causticidad, a través de la cual comprendemos que Karl y Jacques, tocados de alguna manera por la «gracia divina» —uno, en tanto diseñador nato y el otro, en tanto persona capaz de entregarse por completo al amor—, desperdician no obstante una y otra vez, atrapados en el círculo vicioso de sus inseguridades, sus excepcionales dones, al depositarlos, precisamente, en objetos indignos de ellos. Así, Jacques, atractivo, alegre, imaginativo y apasionado, que podría ser feliz con relativa facilidad, se enamora hasta la ofuscación de un hombre tan constreñido emocionalmente que siempre lo relega a un segundo plano. ¿Y Karl? Karl es un artista que se esconde bajo el disfraz de un hombre de negocios, de ahí que, si bien sea el único entre una concurrencia multitudinaria que se emocione hondamente al ver la belleza creada por Yves, en cambio reitere con cinismo que sus propias obras no son poesía y que están hechas para ganar dinero. El placer del arte en sí —esos bocetos que hacía de adolescente en plena posguerra en una deprimida Alemania para huir de su depauperada realidad— va perdiendo paulatinamente importancia en medio de su necesidad de llegar a una hipotética «grandeza», entendida como el reconocimiento de sus pares.
¿Por qué nadie conoce a Karl, quien dice amar el anonimato pero, según indica Jacques, viste «como el rey Sol»? Porque, de hecho, Karl es básicamente una fachada que oculta sus inseguridades bajo capas y capas de autocontrol —no bebe, no fuma, no se droga...— y que adopta a lo largo de su vida diferentes máscaras: un supuesto padre sueco para esconder la vinculación de su progenitor con el nazismo; corsés que disimulan su sobrepeso; un nombre francés con el que oculta su procedencia germana; gafas ahumadas a todas horas del día para no traicionar sus emociones con la mirada… No en vano, cuando Karl le confiese a su madre Elisabeth (Lisa Kreuzer) que ella es la única con quien puede ser él mismo, la prusiana mujer le replicará que «¿quién quiere ser uno mismo?». Ahí está sintetizada, en esa simple respuesta, nada maternal ni cariñosa, la tragedia del protagonista.
Es sintomático, en consecuencia, que la serie se titule «convertirse en Karl Lagerfeld», una entelequia que poco o nada tiene que ver con el verdadero ser humano que designa, alguien inseguro que desea esas tres cosas que, como ya se nos ha dicho nada más comenzar la intriga, no proporcionan realmente la felicidad (fama, poder y riqueza), y que, cuando llama a su puerta algo auténtico y profundo, sean sus complejos los que tomen las riendas. ¿El motivo? Desde luego, todos los personajes del relato son víctimas de sus circunstancias personales: la aridez en el trato con su madre y la crítica constante a cualquier cosa que lo desvíe de su objetivo de triunfar, sumado a su condición de inmigrante y al menosprecio recibido en los primeros años de su carrera, definen en parte la personalidad obsesiva, controladora y distante de Karl. Pero el contexto social en el que se inserta solamente agrava su insatisfacción y, por ende, su necesidad de verse validado por los demás. Varias veces insistirá en el esnobismo de las elites parisinas y calificará a modistos, periodistas, clientas, fotógrafos y otras personas vinculadas al sector de la alta costura y el prêt-à-porter de lujo de «nido de víboras»… y aun así su objetivo de fondo seguirá inamovible, invariable: lograr su simpatía, su admiración y su aplauso.
Otro tanto puede decirse de Yves, agobiado bajo su condición de icono de la moda, preso de la maquinaria productiva a la que lo aboca su amante, Pierre Bergé (Alex Lutz), no en balde el gran villano de la función, al ser, simple y llanamente, un empresario que se encarga de que la fábrica de producir ganancias mantenga su funcionamiento de manera constante y ordenada. Significativamente, la presentación de Yves, un personaje central en la trama, se produce de forma elíptica, a través del público que asiste a su desfile, y cuenta con un notorio tono grotesco, con leves contrapicados, focos angulares y una música carnavalesca que recalca la podredumbre, tanto moral como física, de las acomodadas damas que concurren, como posibles compradoras, al evento. Ni siquiera la belleza del entorno, de los vestidos o de las jóvenes modelos puede esconder la intrínseca insustancialidad, e inmoralidad, del espectáculo; e Yves es muy consciente de ello. La amargura de la lucidez también puede aplicarse a Jacques, de origen noble, culto, leído y con toda la vida por delante —es unos veinte años más joven que los hombres con los que se relaciona— y que, por indolencia e inmadurez, pero también por la rigidez de su padre y del ambiente católico en el que se crio, es incapaz de huir de la fascinación que siente por Karl, quien por momentos ejerce a guisa de una (mala) figura paterna: una desigualdad jerárquica a todas luces tóxica para un vínculo de pareja. La falta de propósito que caracteriza el periplo de Jacques, acostumbrado a que su encanto le abra todas las puertas, resulta tanto más lacerante cuando la única cosa que parece haber decidido con convicción adulta en toda su vida es estar con Karl.
Según lo expuesto, Becoming Karl Lagerfeld no ofrece una mirada cariñosa ni admirada al universo en el que se desarrolla, sino que su apuesta discursiva consiste en ofrecernos coloristas estampas de París, de Roma, de Mónaco, de la campiña francesa..., para incidir en su condición de huera apariencia, de deslumbrante escenario de una representación en que se finge una plenitud que se diría quimérica. Sus instancias de arte y su puesta en escena, absolutamente apabullantes, responden justamente a este propósito, convirtiendo los principales marcos de la narración en correlatos simbólicos de lo que sucede. Así, conocemos a Karl en Le Sept, el restaurante-discoteca de moda, con sus brillantes neones multicolor en el techo, dominio sobre todo de Yves y los suyos, pero al que sigue yendo Karl, tan poco proclive a las fiestas, en parte para continuar reivindicándose como artista, como «alguien». En cambio, el piso en el que vive Karl con su madre cuenta con un opresivo y largo pasillo de puertas negras, en clara alusión a la frialdad y la represión emocional que impera en ese hogar, mientras que el primer encuentro entre el diseñador alemán y Jacques tiene lugar en un pub de ambiente con una intensa iluminación rojiza, esta vez patentizando vida, atracción, deseo. En cuanto al destartalado palacete de Penhoët que adquiere Karl, no es coincidencia que uno de los momentos de mayor intensidad dramática se produzca en su herrumbroso dormitorio. Como ha declarado momentos antes Jacques, aludiendo a la propiedad recién adquirida por su amante, se trata de unas «ruinas que nos llevarán toda una vida restaurar». ¿No se está aludiendo así a esas heridas emocionales que todos cargamos a lo largo de nuestra existencia y contra las que debemos lidiar si ansiamos establecer vínculos genuinos con nuestros semejantes y alcanzar la verdadera felicidad?
«En coherencia con su inicio in media res, Becoming Karl Lagerfeld cuenta con un desenlace abierto, al plantearle una dicotomía a Karl que es la misma a la que nos enfrenta a todos cada día nuestro mundo actual: aspirar al triunfo, entendido este de la forma más groseramente vanidosa y materialista que imaginar cupiera, o aspirar a la felicidad, que únicamente puede ser definida como disfrutar de aquello que amamos en compañía de aquellos a quienes amamos en el aquí y en el ahora».
En esta línea, la estructura del serial pivota en torno a una dialéctica entre triunfo y tropiezo que se asienta en una relación inversamente proporcional entre la ascensión al prestigio que tanto anhela Karl y su integridad y dignidad, de modo que su papel de gran víctima de la incomprensión ajena —bien es verdad que a menudo por culpa de su propio hermetismo— irá perdiendo enteros, hasta hacer un giro de 180º conforme nos acerquemos al tramo final del argumento. Constituida por seis episodios que suelen tener elipsis temporales más o menos dilatadas entre ellos y que se articulan en torno a las temporadas de los lanzamientos de moda, de nuevo haciendo hincapié en la artificiosidad de lo narrado, ya que no es en puridad la vida de Lagerfeld lo contado, sino la «apariencia», el «espectáculo», el «producto» de esa vida, Becoming Karl Lagerfeld es un recordatorio, más certero de lo que parece bajo su atractiva imaginería y su dinámico planteamiento, de las trampas del ego: el gran enemigo que todos llevamos dentro, que nos ofrece vacuas seguridades para que podamos escapar de lo que más nos aterra, esto es, mostrarnos vulnerables. Sin juicios, sin sentimentalismos, sin hagiografías, la propuesta nos hace comprender que esa conversión del protagonista en Karl Lagerfeld supone la pérdida progresiva de su humanidad; una humanidad de algún modo escindida de él en la figura de Jacques, con su inmadurez y su insensatez, sí, pero también con sus virtudes, con esa capacidad de amar, de perdonar y de vivir, y de saber apreciar lo mejor de Karl: su humor, su sensibilidad, su inteligencia.
Nada es verdaderamente obvio en la serie, que invita al espectador a implicarse activamente en ella, hasta el punto de que cualquier detalle puede ser revelador de una faceta desconocida o de una intención autoral; por ejemplo, cuando Elisabeth se traslada a la villa de su hijo, este le deja una foto enmarcada de un matrimonio con dos hijos, un niño y una niña; una foto que se destaca con total intención en un plano detalle. Pero Karl carece de hermanos… ¿o no? Aunque jamás se nos hablará de ella, resulta que Lagerfeld sí tenía una hermana, que emigró a Estados Unidos y que vivió toda la vida allí discreta y anónimamente. Otra muestra de este discurso cargado de subtextos sería el modo en que se recoge la homosexualidad de los cuatro personajes masculinos principales. Y es que, si bien es retratada con absoluta naturalidad, y Karl, Jacques, Yves y Pierre, así como las personas con las que se relacionan, la tienen plenamente integrada, es obvio que en algo condiciona, ni que sea de manera subconsciente, la forma en cómo Karl, tan patológicamente obsesionado por encajar, se relaciona con los demás, como lo prueba su aquiescencia ante el desprecio del policía que ha arrestado a Jacques e Yves por escándalo público, que los tacha de «maricones» y los acusa de ir «en contra de la ley y de la naturaleza».
En todo caso, conviene señalar que la historia debe gran parte de su fuerza y honestidad a la prodigiosa actuación de Daniel Brühl, quien se merece todos los elogios concebibles, pues aborda magistralmente un personaje que debe expresar sus complejidades internas mediante la impasibilidad y la represión, de forma que son los leves gestos de su expresión o su cuerpo, el brillo de sus ojos, su forma de andar, su postura… lo que esencialmente nos informa del estado de ánimo de Karl. No es casualidad que la cámara se centre a menudo en su rostro o que algunas de las mejores escenas lo tomen en la más absoluta soledad, dado que su magistral interpretación basta y sobra para transmitir sin artificios y sin ambages la intencionalidad narrativa y temática de esos momentos. Imbuida por el espíritu de la brillante Saint Laurent (2014) del nunca suficientemente ponderado Bertrand Bonello, un filme que también revelaba la miserabilidad de ese entorno de lujo y belleza por excelencia, Becoming Karl Lageferd hace toda una declaración de intenciones al citar en su primer episodio a Robert Musil y en el último, a Oscar Wilde. Porque, más allá de que el maestro austríaco fuera uno de los primeros en hablar sin tapujos de la homosexualidad en Las tribulaciones del estudiante Törless (1906) y el escritor inglés cayera en desgracia por su relación con el noble Alfred Douglas, la serie de hecho apuesta por el esteticismo de Wilde y convierte a Lageferd en un heredero de su dandismo, pero se hace eco, desde luego que de forma somera, de muchos de los temas de la pluma de Musil: el deseo casi infantil de fama y reconocimiento, el exceso de racionalización, la inclinación autodestructiva, el ciclo de humillaciones retroalimentadas entre los fuertes y los débiles, la profunda estulticia de creer que el dinero proporciona la felicidad, la tolerancia colectiva al mal cuando se impone con lógica y sutileza, la vacuidad de la existencia cotidiana… En coherencia con su inicio in media res, Becoming Karl Lagerfeld cuenta con un desenlace abierto, al plantearle una dicotomía a Karl que es la misma a la que nos enfrenta a todos cada día nuestro mundo actual: aspirar al triunfo, entendido este de la forma más groseramente vanidosa y materialista que imaginar cupiera, o aspirar a la felicidad, que únicamente puede ser definida como disfrutar de aquello que amamos en compañía de aquellos a quienes amamos en el aquí y en el ahora. Ya lo advertía Marco Aurelio hace más de mil novecientos años: «[…] ¿Es que te va a perturbar el ansia de gloria? Considera la rapidez del olvido de todas las cosas, el vacío del tiempo indeterminado entre el antes y el después, la vacuidad de la fama y su inconstancia». ♦