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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Abiding Nowhere

    || Críticas | Karlovy Vary 2024 | ★★★★★ |
    Abiding Nowhere
    Tsai Ming-Liang
    Y así, el mundo resplandece


    Aarón Rodríguez Serrano
    Karlovy Vary |

    ficha técnica:
    Taiwán, Estados Unidos, 2024. Título original: Wu Suo Zhu. Dirección: Tsai Ming-Liang. Guion: Tsai Ming-Liang. Producción: Homegreen Films. Fotografía: Chang Jhong-Yuan. Duración: 79 minutos.

    Decía Umberto Eco que «había un desencuentro entre nuestra incapacidad para pensar la estética oriental desde herramientas occidentales pero que, si no lo hacíamos, acabaríamos dejando esa tarea en «gnósticos de segunda fila y teósofos comprometidos con la magia y el esnobismo órfico»(1). El riesgo es inevitable y de ahí que una gran parte de los escritos teóricos sobre el cine de Tsai Ming-Liang se centren en rasgos que parecen fácilmente digeribles por el espectador occidental (el cuerpo, la homosexualidad, la Historia del Cine) mientras que tiendan a ponerse de lado o a carraspear en el momento en el que se sugiere que el cine del director podría tener un cierto eco espiritual. Y ocurre, merece la pena señalarlo, incluso en los teóricos de la esfera asiática como Lim Song-Hwee(2), que también han caído presos de la coherencia materialista (la duración de cada plano, pongamos por caso), y que se sienten más cómodos teorizando sobre el cruising que sobre la manera en la que el director mira a la muerte, cara a cara.

    Nada que objetar, por cierto, a los analistas que toman buen cuidado en manejar con rigor los elementos formales verificables —toda precaución a la hora de interpretar es poca—, aunque quizá convengan conmigo en que hay ciertas barreras de la obra de arte que uno no puede atravesar sin agarrarse fuerte a su subjetividad y sin arriesgarse, por lo tanto, a errar miserablemente en el momento de pensar el texto.

    Abiding Nowhere, de entrada, debe su título a los dos versos de la Sutra del Diamante tallados en el Monasterio Nung Chang: «Sin anclajes, que la mente vuele»(3). No permanecer en ningún lugar, no quedar estático, no detenerse. No conformarse con una posición y dejar que sea el vértigo del movimiento el que guíe el ejercicio mismo de la libertad. Es un promesa hermosa que, por lo demás, está en el corazón mismo de la serie Walker. Su inspiración remota, como bien saben, es el viaje protagonizado por el monje Chen Xuanzang en el siglo séptimo. Su peregrinaje hacia la India fue una aventura estremecedora que le permitió regresar a casa con una de las colecciones más valiosas de textos sagrados en sánscrito a los que, además, añadiría su propia contribución como comentarista y traductor. Ming-Liang se enamoró de ese movimiento, de esa búsqueda de la palabra, de la humildad de quien se arroja a los caminos con lo puesto para intentar comprender y compartir lo que susurraban los dioses desconocidos. Hay que tomarse en serio esa fascinación, esa conexión íntima con la Historia, en tanto ya tenemos nada menos que diez piezas rodadas alrededor de ese movimiento, repitiéndolo, explorándolo, actualizándolo.

    Ming-Liang, en la serie Walker, sabe que lo que hace grandioso a su viajero y traductor no es su destino, su cita con la Historia, sino el movimiento mismo. Se refleja en el Ulises de Kavafis pero, al contrario que el mito occidental, su vida no está llena de aventuras y celebraciones, sino de la concentración absoluta en ese único movimiento. Avanzar, casi al otro lado del mundo, contra el mundo, completamente desencajado de la realidad. El funcionamiento visual —el dispositivo— de las películas es siempre el mismo: un personaje silencioso (Lee Kang-sheng), ensimismado en una oración o en una reflexión inescrutable, que atraviesa ciudades caminando lo más despacio que puede mientras a su alrededor el mundo se despliega. En esta ocasión su periplo le lleva a Washington DC, filtrándose en una ciudad/escenario, una ciudad/espejismo que muestra sus brechas y su maquillaje cinematográfico cuarteado. Parece que Ming-Liang infecta voluntariamente una serie de códigos del cine norteamericano y así hay una sonoridad, un eco que llega casi siempre de fuera de plano, un banjo, un inglés mascullado a toda velocidad como si en cualquier momento fuera a emerger una historia.

    Obviamente, la historia no emerge. Se introduce el cuerpo de un segundo personaje (Anong Houngheuangsy) que vaga entre exposiciones y un apartamento silencioso y solitario de dulcísimas luminosidades. Por momentos parece que se solapan los primeros protagonistas jóvenes y errabundos del cine inicial del director con esta última etapa, cada vez más extrañamente luminosa. Tsai Ming-Liang ha ido sanándose en la última etapa de su filmografía, y al hacerlo, nos ha sanado también a muchos de sus espectadores.

    De ahí que Abiding Nowhere deba ser leída, sin duda, como un ejercicio de redención pese a todo. De lucha contra todo, incluso desquiciadamente. Aunque eso nos obligue a romper el texto. Hay, por ejemplo, un plano en el que Kang-sheng camina por una diagonal ligeramente inclinada, haciendo que su peregrinaje parezca una elevación, un esfuerzo. El viento sopla contra él, haciendo que sus ropajes de montaje tiemblen y ondeen. Su gesto no denota esfuerzo, pero sí una dura concentración. ¿Cómo no ver una apuesta por la extrema dificultad de saberse humano, frágil, en esa ascensión que amenaza con arrasarlo todo? En otra ocasión, el monje vaga en un museo entre dioses quebrados, lienzos antiquísimos, todos de procedencia oriental. Una capa apunta a los movimientos coloniales, otra al multiculturalismo, y una tercera —sin duda, la más interesante— parece preguntarse por cómo recuperar los fragmentos de toda esa herencia, cómo ordenarlos, cómo volver a recuperar un cierto tiempo, una cierta manera de experimentar el tiempo, que hoy simplemente nos provoca vacío o angustia. Ming-Liang cree en el riesgo de la aventura de vivir y no esconde sus aristas: así, de nuevo, reflexiona sobre su propia sexualidad pero no desde la lógica asfixiante y solitaria de sus primeras películas. Antes bien, ahora el monje se proyecta sobre un emocionante LOVE pintado con la bandera arcoíris. Hay una paz en su metraje que emerge del movimiento, una suerte de petición de calma, como si fuera posible o incluso necesario encontrar una ubicación espiritual en la que el cuerpo no esté atravesado por la vergüenza, la culpa o el miedo —es curioso que otra de las películas más valiosas del Festival, Panoptikoni (George Sikharulidze, 2024), apunte en la misma dirección.

    Porque hay una redención, y Ming-Liang apuesta por ella. En el propio movimiento interminable. En la posibilidad misma de la paz. Está escrito en su uso (absolutamente inusual en la serie Walker, hasta donde yo he podido seguir sus capítulos) de la música extradiegética. También en ese estremecedor fundido a blanco con el que clausura la película. En el mismo título, en la misma posibilidad de que al desatarnos de lo que aquí nos aferra y nos corroe encontremos un destello, una esperanza. La película de Ming-Liang quizá sea la más radicalmente optimista de su filmografía precisamente porque consigue una paradoja cinematográfica al alcance de muy pocos: vislumbra el absoluto con lo más material de nuestra realidad. Una calle. Un lago. Una gota de lluvia. Una cocina. Unos palillos. Un hombre que anda entre las cosas del mundo.

    Pero hay movimientos (y quizá sea ese el gran aprendizaje del director malayo) que, por surgir del mundo y por entender el mundo y por abrazar el mundo consiguen, extrañamente, que resplandezca. ♦


    NOTAS
    (1): ECO, Umberto (1971). La definición del arte, p. 65.
    (2): SONG-HWEE, Lim (2014). Tsai Ming-Liang and a Cinema of Slowness.
    (3): Agradezco a Núria Molines su ayuda con las posibles traducciones y usos de la expresión «Abiding Nowhere».


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