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    Cine Alemán Siglo XXI

    Entrevista | Agnieszka Holland, directora de «Green Border»

    «El cine es la herramienta perfecta para despertar la empatía».


    Entrevista a Agnieszka Holland
    Texto de Rubén Téllez Brotons | | Madrid.


    Se estrenó en cines el 14 de junio Green Border, la nueva película de Agnieszka Holland, con la que se alzó con el León de plata en la pasada edición del Festival de Venecia y con la que, apenas mes y medio después, aspiró a la Espiga de oro de la Seminci. La cinta muestra con una transparencia y un realismo verdaderamente crudos los abusos y agresiones que sufren los migrantes sirios que son utilizados como arma arrojadiza por los gobiernos fascistas de Bielorrusia y Polonia con la finalidad de seguir en el poder, a base de utilizar estrategias xenófobas y populistas, de cometer delitos contra los derechos humanos, de asesinar a miles de personas que llegan a Europa huyendo del horror y esperando encontrar una vida digna. La realizadora polaca filma en un blanco y negro duro y cortante el círculo vicioso de injusticia y muerte que absorbe a los refugiados, buscando en todo momento despertar la conciencia de los espectadores. Funciona Green Border, por tanto, como una pedrada violenta destinada a romper el adormecimiento de un continente que mira hacia otro lado ante los terribles derramamientos de sangre que se están produciendo tanto dentro como fuera de sus fronteras. Holland ha tenido a bien dedicarnos unos minutos para charlar de la película, del ascenso del fascismo en el mundo y de su visión del cine.

    ¿Cómo surgió la idea de la película? ¿Hubo un proceso de documentación muy largo?

    Sí. Estos acontecimientos comenzaron en 2021. Siempre me han interesado mucho los inmigrantes, y más concretamente los de Siria. Inmediatamente, me di cuenta de que todo esto era un montaje muy hábil por parte de Putin y del presidente de Bielorrusia. Estaba claro que eso estaba muy calculado: hacerles venir para montar esto. Pero, además, al gobierno polaco le interesaba de alguna forma. Bielorrusia abrió una especie de pasillo para hacer que los inmigrantes entrasen; y, por su lado, Polonia, para luchar contra esta entrada, empezó a hacer una propaganda del miedo, terrible, en la que decía que esta gente era horrible. El conflicto debía de mantenerse vivo, porque así se convertía en metapolítica para Polonia. Crearon una zona restringida donde no podían entrar ni la gente local, ni los activistas, ni los periodistas. Los vecinos de esta zona la llamaban “la zona muerta”, por la cantidad de gente que moría y desaparecía allí. También empezaron a difundir vídeos e imágenes falsas de los inmigrantes para convertirlos, no ya en terroristas, sino en pedófilos, zoófilos… crearon historias para no dormir. Hay algo que me recuerda tanto al fascismo en todo esto. Sé lo que es el fascismo, lo he estudiado mucho; he hecho tres películas sobre el Holocausto y una sobre lo que hizo Stalin. Conozco el mecanismo, conozco las armas que utilizan para conseguir todo esto. Y pensé que había que dar rostro y voz a los inmigrantes para que dejasen de ser anónimos. Me documenté a fondo, escribí el guion con dos amigos, y pensamos que lo mejor era ofrecer un punto de vista triple: de los refugiados, de los guardas fronterizos y de los activistas. Era un reto, pero para entonces estaba tan enfadada con lo que estaba ocurriendo que entré en un estado de gracia que me permitió hacer la película.

    La película muestra el horror del fascismo que muchos no están dispuestos a mirar, y lo hace retratando con mucha crudeza las torturas a las que son sometidos los protagonistas. ¿Cómo planteaste los niveles de intensidad de esa crudeza? ¿En algún momento pensaste en cortar alguna escena por miedo a que la cinta pudiese ser catalogada como pornografía de horror?

    La verdad es que le mostré la película a los activistas, a los vecinos que viven cerca de allí y a algunos refugiados, y todos me dijeron lo mismo: que era una realidad muy suave. Con eso quiero decir que la realidad es mucho peor de lo que muestro en la película. Escogí mostrar imágenes de violencia, pero de violencia, dentro de lo que cabe, tranquila. No tiene nada que ver con la violencia que se está viviendo ahora mismo en la frontera polaca, en Ucrania o en Gaza. Es muchísimo peor. Tenía que escoger y pensé: “esto tiene que ser una llamada para que nos despertemos. No puede ser demasiado suave, desde luego”. Intenté, por eso, buscar un equilibrio. Dentro de la película hay luz, hay cosas muy positivas. Pero creo que, sobre todo, a la gente lo que les toca, lo que les conmueve, no es la violencia física, sino la emocional, la psicológica. Es la que les hace tanto daño. Como se ve al principio de la película, esta gente llega a Bielorrusia con un visado, en un avión, muy cómodos, convencidos de que están a un paso del paraíso; y, de pronto, caen en el infierno. Es, además, un descenso brutal, de golpe. Eso es lo terrible. Y eso es lo que creo que le presenta a los espectadores un reto: las emociones. Pero hay millones de personas que pasan por algo así. Considero que es mi deber ser testigo voluntaria de esto, y hacerlo con los medios de los que dispongo; es decir, el cine.

    Es interesante lo que dice del equilibrio entre lo luminoso y el horror, puesto que la película es, al mismo tiempo, una denuncia de estos actos fascistas que se producen en la frontera, pero también hay momentos muy bonitos, como ese en el que unos cuantos chicos de diferentes nacionalidades entablan una conversación muy apasionada porque comparten gustos musicales ¿Usted ve el cine como una herramienta para denunciar las injusticias y también como un punto de encuentro?

    Creo que el cine es una herramienta perfecta para despertar la empatía. Además, si sabes utilizarlo, puedes controlar las emociones. Pero también ofrece otra cosa, y es que permite la oportunidad de construir puertas para entrar a mundos diferentes. Son herramientas sutiles. Claro que una película no puede cambiar el mundo, desde luego. Pero mira, cuando estaba en Francia, donde hay muchos debates al terminar una proyección, promocionando la película, me preguntaban, “¿pero cree usted que su película puede cambiar el mundo?”, y yo contestaba que no. Una chica joven me dijo que la película no podía cambiar el mundo, pero que había cambiado su mundo. Eso es lo que quiero. A eso es a lo que aspiro; a hacerle entender a unas pocas personas que pueden ver cosas que hasta ahora no han podido o no han querido ver.


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