|| Críticas | Karlovy Vary 2024 | ★★★★☆ |
Pepe
Nelson Carlo De Los Santos Arias
Oscilaciones
Aarón Rodríguez Serrano
ficha técnica:
Dirección, Guion, Música: Nelson Carlo De Los Santos Arias. Dirección de Fotografía: Nelson Carlo De Los Santos, Roman Lechapelier, Camilo Soratti. Montaje: Tom Swash. Diseño de Producción: Melania Freire, Daniel Rincón. Dirección de arte: Daniel Rincón. Nacionalidad: República Dominicana, Namibia, Alemania, Francia.
Dirección, Guion, Música: Nelson Carlo De Los Santos Arias. Dirección de Fotografía: Nelson Carlo De Los Santos, Roman Lechapelier, Camilo Soratti. Montaje: Tom Swash. Diseño de Producción: Melania Freire, Daniel Rincón. Dirección de arte: Daniel Rincón. Nacionalidad: República Dominicana, Namibia, Alemania, Francia.
Porque eso es de lo que trata finalmente Pepe y lo que ha conseguido que sea una de las películas más relevantes del año: su torsión contra el lenguaje cinematográfico convencional, su ataque directo hacia la estructura clásica, su extraño sentido del humor y su nada convencional apuesta por un humanismo total no exento de aristas ni de contradicciones.
Después de todo, la película está rota desde el principio. Parece como si un niño emocionado hubiera recibido el don de la narración y hubiera decidido derramarlo sobre la caja de juguetes articulados que encontró en una almoneda. Un hipopótamo que habla después de muerto. Unos soldados que atraviesan la noche. Un camión, una lancha, un autobús. Y todo eso va cruzándose como se cruzan las imágenes de archivo, la recreación, la memoria, la invención, un trazado complejo de fuerzas que se van disponiendo entre la fábula, el humor, el cine bélico, la vanguardia y el puro terror. Es curioso cómo una película puede contener tantas otras películas dentro y respetarlas primorosamente, con una dulzura y una precisión de reloj antiguo. Porque Pepe parece empeñada en dar la hora, o quizá en atrasarse, y de ahí la cámara con sus deliciosos travellings laterales hacia la izquierda, pero también con esos exquisitos planos de gran profundidad que recuerdan por momentos a Ulrich Seidl y cuyo sentido del humor, intuyo, podría estar inquietantemente cerca.
Sin embargo, la voluntad del director pasa también por la antropología, por la sociología, por una suerte de observación pertinaz y muchas veces dolorosa ante una serie de retazos históricos que se empeña en no empequeñecer. Tomemos por ejemplo la buscadísima cacofonía de voces que componen la película. Por un lado Paco, el hipopótamo protagonista, se manifiesta con una colección de voces distorsionadas, lenguajes diferentes, acentos y timbres lejanos. Pronuncia una locución sabia y poética en una cascada de lenguas que se superponen y se contradicen: lenguas de países colonialistas y colonizados, marcadamente pesadas en la Historia canónica o con flexiones vocales apenas reconocibles para el espectador europeo o americano. Escuchamos al hipopótamo y nos escuchamos a la vez a nosotros mismos y a ese conjunto de alteridades que han ido trepando por los túneles de la violencia que nos ha conformado. De ahí que el hipopótamo sea otra cosa: un esclavo obligado a atravesar el mundo para darle el gusto a un narcotraficante, un cuerpo solitario ante la incapacidad de encontrar una compañera, una víctima propiciatoria, un animal mágico, un tótem de los que no han tenido tótem, o cosa similar. De ahí también que cuando pasemos a la lengua de los raptores y los cazadores nos demos cuenta de su falta, de su carencia, de aquello que parecen buscar mientras se insultan o se cuentan todo tipo de chanzas, y en los que la poesía que emerge no es otra que la poesía de la vida vivida. La película tiene uno de los momentos más estremecedores que recuerdo haber visto últimamente en la pantalla: Candelario, un hombre cualquiera, intenta explicar a su mujer el primer encuentro con el hipopótamo y la sensación de pánico al sentirse atacado por el animal. De pronto la escena se atora, se enquista, se da la vuelta. Es el hombre el que deja fluir su violencia, el que no se siente escuchado, el que de pronto deviene pura agresividad y enseña los dientes contra el mundo que le rodea. Lo fascinante es el trabajo sobre el lenguaje mismo: Candelario se traba, repite una y otra vez las mismas frases, ensaya a decir lo mismo de una manera distinta, vuelve sobre su pánico con las mismas palabras y lo gira como un caleidoscopio en busca de una expresión más precisa. No puede. Enfurece. Siente que nadie le escucha, que nadie le hace caso, que nadie puede hacerse cargo de su propio miedo. Y decide que el culpable de su falta de lenguaje es, por supuesto, el hipopótamo mismo.
La repetición de Candelario y su papel dominante y aterrador en toda la segunda mitad de la cinta es un portento escalofriante. Hay una lección sobre la maldad que la cámara sabe convertir en términos visuales que no deja de resultar fascinante: no es fácil detectar su origen, no hay que retrotraerse a explicaciones familiares o sociales —aunque están, claro que están, en una precisa sordina—, porque la maldad parece ser simplemente la compañera de viaje del ser humano. No así del hipopótamo, que suficiente tiene con reflexionar sobre la muerte mientras la cámara le sobrevuela o introduce planos hermosísimos que podrían ser miradas subjetivas o recuerdos del pasado, o ambas cosas. La película acaba funcionando como un reloj (que atrasa) precisamente en esa sensación de que estamos frente al cine, pero a la vez, frente a una enorme disección de los problemas que ahora mismo dominan el pensamiento contemporáneo.
Esperemos que tenga escuela, o por lo menos, espectadores. ♦