|| Críticas | Filmin | ★★★★☆
20 días en Mariúpol
Mstyslav Chernov
Una guerra todas las guerras
Agus Izquierdo
ficha técnica:
Ucrania, 2023. Duración: 95 min. Dirección: Mstyslav Chernov. Guion: Mstyslav Chernov. Fotografía: Mstyslav Chernov. Compañías: Associated Press, Frontline PBS. Música: Jordan Dykstra. Disponible en Filmin.
Ucrania, 2023. Duración: 95 min. Dirección: Mstyslav Chernov. Guion: Mstyslav Chernov. Fotografía: Mstyslav Chernov. Compañías: Associated Press, Frontline PBS. Música: Jordan Dykstra. Disponible en Filmin.
La guerra no empieza con un bombardeo, sino con silencio, dicta el propio Chernov, en su comienzo. 20 días en Mariúpol arranca con el terreno temblando y los tanques sacudiendo la población civil de esta ciudad portuaria estratégica, un fetiche militar para el avance ruso y una necesidad imperiosa para la defensa ucraniana. A partir de aquí, todo sucede y todo conmueve, con ritmo vertiginoso, que marea y que descompone, y que consigue, sin tregua, enemistar el público con lo que ve. Mediante la imagen y el registro del caos (que no busca, ni mucho menos, ni consuelo estético ni calefacción narrativa), el equipo que filma Chernov logra colocarnos en el centro del desastre. Consigue colectivizar la barbarie. El miedo se palpa en cada uno de los nanosegundos, el salvajismo se masca y se respira, ya sea a través de las espectaculares y espeluznantes secuencias en primera persona, ya sea a través de la explicación íntima y extremadamente humana del cineasta, o sea con el testimonio directo de las numerosas entrevistas que incluye el largometraje.
Hay algo del cine documental que no tienen otros géneros, y es el significativo grado de importancia que suma la experiencia y el savoir faire. Para generar según qué material, hay que saber moverse, saber infiltrarse, conocer los límites, los peligros e incluso tener un desarrollado don de gentes para así inmiscuirse en colectividades, sociedades o las comunidades filmadas. Esto no es un manifiesto antibélico como Apocalypse Now. Esto no es Kubrick, ni Spielberg, sino un arma de información mediante el cual el cineasta pretende denunciar y exhibir para forzar algún tipo de reparo, de sensibilización o intervención internacional. En este sentido, Mstyslav Chernov, pese a su juventud (39 años), es un velocista que puede presumir de una carrera de fondo a sus espaldas. Estuvo presente en las protestas masivas de Euromaidan, en 2013, ha cubierto la contienda del Dombás, la guerra civil siria y la batalla de Mosul en Irak, solo por nombrar algunos ejemplos. Horas de vuelo y un currículum digno de película en sí misma, la trayectoria de este miembro de Associated Press justifica, o como poco, explica un documental de esta índole, merecedor de un Oscar y un BAFTA, y premiado en Sundance (donde se presentó mundialmente). Hay algo, en general en la corresponsalía bélica y en este documentalista en concreto, que roza lo heroico y toca de pleno en el travesaño suicida. «Quiero que todo termine, pero no tengo ningún poder sobre esto», se lamenta. Chernov sobrevive entre oleadas y sirenas que retumban amenazantes, y atisba reflexiones que nos acercan a su persona, que transpira un pavor lógico y a su vez, la sangre fría y el pulso firme de quien cree ciegamente en el poder de aquello que está haciendo.
Pero para el espectador, quizá por su acierto por lo que al tratamiento audiovisual se refiere, la historia de Chernov no pontifica ni describe, sino que simplemente muestra. Interfiere lo mínimo (lo justo y necesario para moverse sin recibir una bala, una pedrada de algún civil desesperado o el puñetazo de algún médico). La cámara parece amortiguar la emoción contenida del reportero e incluso somatizar el estrés y el trauma que los morteros, los cañonazos y los disparos infieren en el periodista ucraniano y sus camaradas de trinchera. Sin embargo, algo en sus palabras y en las expresiones de la gente que graba, nos acerca a una humanidad calefactora. Por ejemplo, la preocupación manifiesta del director ante la posibilidad, no de que los mate un carro de combate con la letra Z pintada en su lomo, sino de no volver a ver a sus hijas o, casi peor: de que los capturen y les requisen las pruebas gráficas de lo que está sucediendo y entonces todo riesgo no haya servido para absolutamente nada. Es ahí cuando somos conscientes de su compromiso para con el sacrificio.
La no ficción puede presumir de esquivar con más facilidad y legitimidad cualquier atisbo de romanticismo, cualquier ápice de sofisticación o trampa narrativa que dé lugar a una banalización. 20 días en Mariúpol nos interpela y universaliza el desastre (es imposible no recordar, también, la población masacrada en Gaza, por ejemplo). Nos hace mirar a los ojos a la muerte y a la cobardía de los que aprietan botones a kilómetros de distancia, para hacer que los drones bombardeen hospitales, escuelas y refugios. La película contrapone severamente la banalidad de nuestras cómodas vidas con el horror incesante. Nos obliga a testimoniar y a sobrecogernos. Compunge y recrimina y nos recuerda que todas las guerras, sean modernas o lejanas, comparten un mismo lenguaje, que es la devastación, y también un mismo objetivo, que no es otro que aniquilar cuantos más seres vivos y cuanto más rápido, mejor. A estas alturas, mientras yo escribo esto y ustedes me leen, la población ucraniana sigue sufriendo, muriendo y refugiándose. ♦