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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Ryūichi Sakamoto: Opus

    || Críticas | ★★★★☆
    Ryūichi Sakamoto | Opus
    Neo Sora
    Perderse en el bosque


    Carles M. Agenjo
    Barcelona |

    ficha técnica:
    Japón, 2024. Título original: Ryūichi Sakamoto | Opus. Dirección: Neo Sora. Compañías productoras: Bitters End, KAB America, Kinetic Art & Business America, Recorded Picture Company (RPC). Fotografía: Bill Kirstein. Música: Ryuichi Sakamoto. Producción: Jeremy Thomas, Aiko Masubuchi, Takashi Numa, Eric Nyari, Norika Sky-Sora, Albert Tholen. Reparto: Ryuichi Sakamoto. Duración: 103 minutos.

    El piano de Ryuichi Sakamoto es como una antorcha en mitad de la noche. A veces, las cuerdas suenan nítidas, como si pudiéramos identificar su luz rodeada de oscuridad. Otras, las manipula y las hace gemir o rechinar y su imagen se vuelve borrosa. Como si reverberara. De algún modo, Sakamoto bien podría ser un caminante que transita por un entorno salvaje. No porque lo diga quien suscribe a través de la metáfora, sino porque lo afirma su propio hijo. El primer documental en solitario de Neo Sora, Ryūichi Sakamoto | Opus (2023), es una exploración entre el artista y su Yamaha de cola, entre el hombre y su herramienta clave, pero también una carta de amor al padre antes de morir, una crónica que mira hacia atrás para trazar un breve recorrido a través de una obra ecléctica, desafiante, alérgica al límite y en constante proceso de mutación. La película –según afirmó Sora al presentarla en la última edición del D’A– transcurre como si su padre tratara de «encontrar el camino» por el bosque. Sakamoto se concentra, se esfuerza por interpretar un total de veinte piezas de cosecha propia. El problema es que el cáncer le impide tocar seguido. Debe parar entre canción y canción para recomponerse y seguir tocando. Ahora bien, lo más llamativo de este concert film, grabado a finales de 2022 en un estudio del NHK Broadcasting Center de Tokio, es que omite las pausas. El montaje, obra del editor Takuya Kawakami, entrelaza los veinte movimientos como una sola actuación puntuada por ligeros silencios al final de cada canción. Esto confiere un carácter ilusorio a la puesta en escena mediante una escritura invisible que transcurre con fluidez, con variedad de planos y enfoques. No obstante, esta decisión es discutible dado que parece maquillar una verdad amarga.

    A mitad del metraje, Sora se permite una pequeña ruptura en el discurso. Sakamoto, visiblemente cansado, confiesa: «Necesito un descanso. Esto es difícil». La música deja de sonar y el concierto, que hasta ese momento se había desarrollado de forma solemne, pone los pies en el suelo. Como si la performance se quitara la máscara para recordar su naturaleza humana. Como si el maestro –según Sora– «hubiera perdido el camino y tratara de retomarlo varias veces hasta dar con él». Tal vez, la escena sirve como reflejo de la fragilidad del artista y la voluntad del legado, del carácter efímero de la vida y la creación como un acto de resistencia contra el tiempo y la muerte. De ahí que Sakamoto se entregue solo al piano para ofrecer un one man show sin más compañía que la de un equipo de rodaje capitaneado por su propio hijo. Una oportunidad para resumir, si cabe, toda una vida entregada al cambio. Desde sus bandas sonoras más icónicas, como la impresionista Feliz Navidad Mr. Lawrence (1983), la oscarizada El último emperador (1987) y la muy sugerente El cielo protector (1990); hasta un auténtico rescate de su época tecno-pop con aroma a Kraftwerk a bordo de la Yellow Magic Orchestra –¡ahí está el temazo Tong Poo!– y cosas tan dispares como su incursión en los videojuegos de vida evolutiva –con la melancólica obertura de Lack of Love– y 20220302, un fragmento pianístico de 12, el diario final que Sakamoto rubricó a partir de bocetos titulados con la fecha de su grabación doméstica. Una suerte de cuenta atrás cargada de gravedad.

    En el fondo, más que una despedida, Opus parece el retrato elegíaco de un faro. El que ha guiado a Sora, pero también el nuestro, espectadores y oyentes que descubrieron en las creaciones de Sakamoto otra forma de escuchar más allá de la obertura de los Olímpicos de Barcelona 92, más atenta al sonido de los márgenes, a texturas y ruidos, desvíos y pruebas, a través de una atmósfera tan ecléctica, tan compleja, tan inquieta, que resulta imprudente reducirla a tres adjetivos. Lo más indicado, en todo caso, sería hablar de este documental como un ejercicio de síntesis y cercanía. A veces, Sora busca la intimidad en los detalles. La cámara, guiada por el trabajo de foto un tanto videoclipero de Bill Kirstein, combina el plano general del pianista y la pared absorbente del fondo con encuadres de su rostro, su mirada atenta, sus gafas tortoise redondeadas, su cabellera plateada y sus dedos en acción sobre las teclas o asegurando una pinza de afinación. Otras, Sora prefiere la épica de un contraluz con destellos de lente que acentúan la grandeza del protagonista. En este sentido, la puesta en escena parece obstinada en agotar las posibilidades de tiro que le ofrece un único espacio interior, pero no hay misterio en los planos porque todos montan a la perfección y ninguno dura más de la cuenta. Esta apariencia inmaculada juega más en contra que a favor, pero esto no impide conectar con el viaje. De hecho, la propuesta posee la mística para invocar imágenes impregnadas de memoria fílmica. Ahí está Takeshi Kitano despidiéndose eternamente de Tom Conti en la espléndida buddy movie de Nagisa Ôshima. O la mirada herida de Debra Winger y John Malkovich frente a un desierto infinito en el melodrama de Bernardo Bertolucci.

    La de Sora es una película de cruces. Un testamento de melodías que reclaman imágenes a través de un fuera de campo sugerido, imaginado, recordado. El mismo que ocupa Sakamoto al final, cuando abandona la butaca y el piano de cola sigue tocando solo. No es brujería. Sólo un detalle como colofón. Por lo visto, el piano cuenta con un sistema Disklavier y puede sonar como las antiguas pianolas. Sin necesidad de pulsar teclas. ¿Y qué significa ese final? Una metáfora sobre el legado, ¿tal vez? ¿Una alerta sobre el peligro de las nuevas tecnologías en el ámbito musical? ¿Una broma cómplice entre padre e hijo o el puro afán de aprendizaje de quien reinventó a Debussy y a Tarkovsky? Para algunos, la música es como atravesar un bosque en línea recta. Para Sakamoto, eran los desvíos del camino, era versionar El cant dels ocells de Pau Casals en el Sónar, era el piano de madera que resistió un tsunami, era el arte que nos hará libres. ♦


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