|| Críticas | ★★★★☆
Ryūichi Sakamoto | Opus
Neo Sora
Perderse en el bosque
Carles M. Agenjo
ficha técnica:
Japón, 2024. Título original: Ryūichi Sakamoto | Opus. Dirección: Neo Sora. Compañías productoras: Bitters End, KAB America, Kinetic Art & Business America, Recorded Picture Company (RPC). Fotografía: Bill Kirstein. Música: Ryuichi Sakamoto. Producción: Jeremy Thomas, Aiko Masubuchi, Takashi Numa, Eric Nyari, Norika Sky-Sora, Albert Tholen. Reparto: Ryuichi Sakamoto. Duración: 103 minutos.
Japón, 2024. Título original: Ryūichi Sakamoto | Opus. Dirección: Neo Sora. Compañías productoras: Bitters End, KAB America, Kinetic Art & Business America, Recorded Picture Company (RPC). Fotografía: Bill Kirstein. Música: Ryuichi Sakamoto. Producción: Jeremy Thomas, Aiko Masubuchi, Takashi Numa, Eric Nyari, Norika Sky-Sora, Albert Tholen. Reparto: Ryuichi Sakamoto. Duración: 103 minutos.
A mitad del metraje, Sora se permite una pequeña ruptura en el discurso. Sakamoto, visiblemente cansado, confiesa: «Necesito un descanso. Esto es difícil». La música deja de sonar y el concierto, que hasta ese momento se había desarrollado de forma solemne, pone los pies en el suelo. Como si la performance se quitara la máscara para recordar su naturaleza humana. Como si el maestro –según Sora– «hubiera perdido el camino y tratara de retomarlo varias veces hasta dar con él». Tal vez, la escena sirve como reflejo de la fragilidad del artista y la voluntad del legado, del carácter efímero de la vida y la creación como un acto de resistencia contra el tiempo y la muerte. De ahí que Sakamoto se entregue solo al piano para ofrecer un one man show sin más compañía que la de un equipo de rodaje capitaneado por su propio hijo. Una oportunidad para resumir, si cabe, toda una vida entregada al cambio. Desde sus bandas sonoras más icónicas, como la impresionista Feliz Navidad Mr. Lawrence (1983), la oscarizada El último emperador (1987) y la muy sugerente El cielo protector (1990); hasta un auténtico rescate de su época tecno-pop con aroma a Kraftwerk a bordo de la Yellow Magic Orchestra –¡ahí está el temazo Tong Poo!– y cosas tan dispares como su incursión en los videojuegos de vida evolutiva –con la melancólica obertura de Lack of Love– y 20220302, un fragmento pianístico de 12, el diario final que Sakamoto rubricó a partir de bocetos titulados con la fecha de su grabación doméstica. Una suerte de cuenta atrás cargada de gravedad.
En el fondo, más que una despedida, Opus parece el retrato elegíaco de un faro. El que ha guiado a Sora, pero también el nuestro, espectadores y oyentes que descubrieron en las creaciones de Sakamoto otra forma de escuchar más allá de la obertura de los Olímpicos de Barcelona 92, más atenta al sonido de los márgenes, a texturas y ruidos, desvíos y pruebas, a través de una atmósfera tan ecléctica, tan compleja, tan inquieta, que resulta imprudente reducirla a tres adjetivos. Lo más indicado, en todo caso, sería hablar de este documental como un ejercicio de síntesis y cercanía. A veces, Sora busca la intimidad en los detalles. La cámara, guiada por el trabajo de foto un tanto videoclipero de Bill Kirstein, combina el plano general del pianista y la pared absorbente del fondo con encuadres de su rostro, su mirada atenta, sus gafas tortoise redondeadas, su cabellera plateada y sus dedos en acción sobre las teclas o asegurando una pinza de afinación. Otras, Sora prefiere la épica de un contraluz con destellos de lente que acentúan la grandeza del protagonista. En este sentido, la puesta en escena parece obstinada en agotar las posibilidades de tiro que le ofrece un único espacio interior, pero no hay misterio en los planos porque todos montan a la perfección y ninguno dura más de la cuenta. Esta apariencia inmaculada juega más en contra que a favor, pero esto no impide conectar con el viaje. De hecho, la propuesta posee la mística para invocar imágenes impregnadas de memoria fílmica. Ahí está Takeshi Kitano despidiéndose eternamente de Tom Conti en la espléndida buddy movie de Nagisa Ôshima. O la mirada herida de Debra Winger y John Malkovich frente a un desierto infinito en el melodrama de Bernardo Bertolucci.
La de Sora es una película de cruces. Un testamento de melodías que reclaman imágenes a través de un fuera de campo sugerido, imaginado, recordado. El mismo que ocupa Sakamoto al final, cuando abandona la butaca y el piano de cola sigue tocando solo. No es brujería. Sólo un detalle como colofón. Por lo visto, el piano cuenta con un sistema Disklavier y puede sonar como las antiguas pianolas. Sin necesidad de pulsar teclas. ¿Y qué significa ese final? Una metáfora sobre el legado, ¿tal vez? ¿Una alerta sobre el peligro de las nuevas tecnologías en el ámbito musical? ¿Una broma cómplice entre padre e hijo o el puro afán de aprendizaje de quien reinventó a Debussy y a Tarkovsky? Para algunos, la música es como atravesar un bosque en línea recta. Para Sakamoto, eran los desvíos del camino, era versionar El cant dels ocells de Pau Casals en el Sónar, era el piano de madera que resistió un tsunami, era el arte que nos hará libres. ♦