|| Críticas | ★★★☆☆ ½
Hate Songs
Alejo Levis
Cicatriz
Luis Enrique Forero Varela
ficha técnica:
España, 2024. Título original: «Hate Songs». Dirección: Alejo Levis. Guion: Alejo Levis, Albert Val, Denise Duncan. Producción: Ibon Cormenzana, Mundo Cero Crea. Fotografía: Lali Rubio, Alejo Levis. Música: Asier Renteria. Intérpretes: Alejo Levis, Albert Val, Denise Duncan. Duración: 82 minutos.
España, 2024. Título original: «Hate Songs». Dirección: Alejo Levis. Guion: Alejo Levis, Albert Val, Denise Duncan. Producción: Ibon Cormenzana, Mundo Cero Crea. Fotografía: Lali Rubio, Alejo Levis. Música: Asier Renteria. Intérpretes: Alejo Levis, Albert Val, Denise Duncan. Duración: 82 minutos.
El cineasta barcelonés Alejo Levis dirige, escribe —junto con Denise Duncan y Albert Val— y monta una particular aproximación a los mecanismos de procesamiento del trauma sociopolítico y la responsabilidad individual en la Memoria Histórica. Hate songs, título del filme, hace referencia al infausto rol como colaboradora activa que tuvo la emisora de radio RTLM (Radio Télévision Libre des Mille Collines) en el genocidio de Ruanda, en el año 1994, cuya arquitectura misma se basó en la difusión de propaganda y mensajes de odio e instigación a la violencia. En este contexto, la propia radio se nos expone como escenario protagónico en el que se desarrolla el aparato argumental. Coincidiendo con una onerosa onomástica (veinte años), la actriz Stephanie (Nansi Nsue), exiliada en Francia, ha viajado de vuelta a Kigali para participar junto a Ncuti (Boré Buika), actor local, en una ficción sonora que ha escrito el técnico Simon (Àlex Brendemühl), y será emitida en directo desde estos mismos estudios radiofónicos. La obra de Simon toma precisamente como protagonistas a dos locutores de la RTLM durante los inicios del estallido fratricida, y aborda sus dudas, sus preocupaciones éticas y acciones u omisiones al respecto, como portavoces de tal arma de diseminación de odio. Presentado entonces este juego de una narración dentro de otra narración, las interacciones entre los tres personajes, reviviendo momentos de horror inenarrable, pronto revelan un texto y un subtexto que se irán fundiendo progresivamente. Conforme avanzan los ensayos de esta pieza radiofónica, la tensión acerca de lo que cada uno oculta de sus propias vivencias aumenta, y cada línea de diálogo repetida delante del micrófono denota que la herida colectiva continúa fresca, supurante aún, persistente por motivos distintos pero inevitablemente interconectados.
La música de Asier Renteria, así como la fotografía del propio Levis y Lali Rubio, inciden en la construcción de una atmósfera sin distracciones, en la que las coartadas de normalidad de sus personajes se tornan insostenibles en cuanto se miran a los ojos. El espacio mismo, manchado por tanta barbarie, tanta agresividad irracional, contribuye a enrarecer los ensayos de la pieza sonora y la repetición de los mensajes de instigación a la violencia, emitidos sin descanso en abril del 94, deshumanizando al otro hasta convertirlo en poco menos que un animal repugnante, una plaga cuyo único derecho natural era ser aniquilado. La relación entre dos intérpretes y el técnico en la lectura de estas páginas se alza como trágico ejemplo de cómo nada se ha diluido con el paso del tiempo, pues todos la ha sufrido de un modo único, un infierno individual lleno de rabia, miedo y culpa, que, a pesar de todo, resuena en el de los demás, pues forma parte, al fin y al cabo, de la misma cicatriz. La verdadera naturaleza de la relación entre los tres se desvela con una secuencia enmarcada dentro de lo predecible, en la que cada uno admite no solo quién fue durante el genocidio, cuál fue su brújula moral y su nivel de responsabilidad activa o pasiva, sino cuáles son las consecuencias personales que han arrastrado, debido a ello, durante todos estos años. Se transforma así el entorno en una posibilidad tal vez no de reconciliación, pero sí de reflexión catártica y de enfrentamiento con las consecuencias de los propios actos y omisiones, dejando una oportunidad para la depuración de la conciencia individual. Stephanie, en consecuencia, abandona su nombre europeo, adquirido tras el exilio, y recupera el original, Berina, enraizado con su identidad ruandesa, siendo ahora capaz de nombrar el dolor, mirarlo a los ojos y buscar una especie de entendimiento con el trauma; esto es, un proceso de duelo.
El desarrollo de esta historia en dos niveles ocurre principalmente dentro de la sala de grabación de los estudios, y se sustenta en las sólidas interpretaciones de Buika, Nsue y Brendemühl. Es aquí donde los tres personajes abandonan su carácter, digamos, más humano, en pos de convertirse en catalizadores del genocidio mismo; una decisión tal vez discutible para quien esperase un ejercicio de realismo y que, sin embargo, dentro de la lógica del film funciona correctamente, en muy en la línea de sus objetivos discursivos. No resulta, por tanto, un hecho banal, la procedencia de Simon, Bélgica —país colonizador, cuya responsabilidad en el devenir de Ruanda es clarísima—; así como tampoco hay espacio para sorprenderse ante las revelaciones de que, por una parte, Stephanie y Ncuti no solo pertenecen a los grupos Tutsi y Hutu, respectivamente, y, por otra, comparten un pasado común, durante los días del Horror. Y es que además Hate songs no se esfuerza por ocultar o, mejor dicho, evidencia un marcado carácter teatral, no solamente por la parquedad en los medios y elementos de los que dispone, o en sus criterios formales (respetando casi completamente los preceptos de unidad aristotélica), sino más bien debido a la cadencia, al tempo en el que se desenvuelven los fragmentos de diálogo de su guion. Todo cuanto se dice parece estar hablando directamente a la audiencia, como buscando derribar la pantalla intermedia, y también explicar de manera comprensible cada uno de los detalles.
Desde luego, la mano detrás de la película no parece huir de un cierto afán pedagógico o divulgativo, sin llegar tampoco a rozar la simpleza de lo panfletario. Este tratamiento, que, digamos, hace palidecer una relativa ambición artística en lo formal —o quizás, precisamente, manifiesta sin complejos su falta de ella—, en favor de exhibir la intensidad temática y ética, denota que Levis tiene muy claras sus intenciones, y el producto final está perfectamente alineado con ellas. Teniendo esto en cuenta, no resulta sorprendente entonces la presencia de un prólogo explicativo, que alterna lo más descriptivo con un par de imágenes de archivo, para situar a los espectadores en el contexto específico que se retratará, ni mucho menos un epílogo totalmente desconectado de la estructura de la película, innecesario a todas luces y, empero, alineado en la perspectiva del mapa ético que su director busca hacer germinar. Con ello, Hate songs despoja de entidad humana a su elenco protagonista y lo transforma unas funciones narrativas que tratan de ejemplificar, de ilustrar la complejidad del genocidio en fragmentos comprensibles, manteniendo la mirada en la pervivencia del sufrimiento y los devastadores efectos de la violencia en las generaciones siguientes. ♦