|| Festivales
Punto de Vista 2024
I.
¿Dónde está el cine?
Javier Acevedo Nieto
¿Dónde está el cine? Lejos de ser una pregunta capciosa, es una pregunta que se expresa casi en términos de una súplica. Para algunos teóricos, el cine actual está inmerso en una renegociación de la posmodernidad: las películas se limitan a poner en escena una crisis absoluta de valores y una ruptura respecto al pasado. Para otros teóricos, el cine del presente es una extensión un tanto agónica de la modernidad de los años 70: las películas muestran la cosmovisión de unos autores que intentan hablar del presente a partir de la renegociación del pasado. Ambas posturas consideran al cine un arte ya no del presente, sino sobre el presente. Esta necesidad de urgencia, de explicar la necesidad utilitarista de un arte que parece agonizar en los circuitos de distribución y exhibición, ha llevado a ambas posturas a vertebrar reflexiones sobre la imagen en movimiento que desdeñan su carácter más primitivo: el estrictamente social.
No me importan demasiado las cifras de asistencia al Festival Punto de Vista ni tampoco delinear sus líneas programáticas puesto que, después de todo, un evento alrededor del cine documental no se justifica más que por su propia condición innecesaria: existe más allá de su utilidad. En este sentido, me llama poderosamente la atención que, una vez visionadas las primeras películas de su Sección Oficial, crea entrever en todas ellas una concomitancia involuntaria: todas ellas celebran —entendamos celebrar vía festiva o vía catártica— el acto social del cine.
Cuando el crítico Nicolas Bourriaud se lanzó a explicar el panorama artístico de los años 90, ajado por la caída del Muro de Berlín, violentado por la irrupción de internet y aparentemente herido de muerte por las nuevas tendencias «posmodernas» del videoclip, llegó a la conclusión de que el instinto de supervivencia de todo arte es la reunificación con la vida. Acuñó una bonita idea —quizá más utópica que certera, como todas las grandes ideas— que denominó estética relacional. Esta estética buscaba aunar una idea de arte como encuentro y presencia común de imágenes y personas. De este modo, una obra artística cobra sentido no en tanto artefacto como en espacio de encuentro. La esencia de una imagen, por ejemplo, radica en el que tiempo en el que es celebrada y vivificada por el espectador. Bourriaud dijo que «el arte es un estado de encuentro» mediado por una intersubjetividad donde la obra es un «interstiticio social» y afirmaría que «la utopía se vive hoy en la subjetividad de lo cotidiano, en el tiempo real de los experimentos concretos y deliberadamente fragmentarios».
El cine como duración de un encuentro o, más concretamente, las imágenes como intersticio social. En una época donde una película revive mil veces en Letterboxd a través de críticas fragmentadas o se resignifica en redes sociales a través del arte del frameo, es muy bonito y curioso observar filmes cómo La suite canadienne (Olivier Godin) se aproximan al hecho fílmico neocolonial mediante la apertura de un espacio de reflexión y, sobre todo, de cuestionamiento del propio dispositivo. En la película, un grupo de bailarines se prestan a redescubrir un ballet que refleja los orígenes de Quebec y, al mismo tiempo, negocian la cuestión neocolonial a partir de la reflexión sobre la vida de Ludmilla Chiriaeff. El filme de Godin construye un intersticio social, pero lo va a hacer a partir de una narración fragmentaria: la cámara recorta los cuerpos en planos detalle, o mutila cabezas mientras se suceden capas de tela o incluso titila entre los ensayos. Algunos hablarían de película de «proceso» en la medida en que construye una metarreflexión sobre los límites de la representación y el comienzo de la responsabilidad colonial. No dista demasiado de las adaptaciones dramáticas de Carlos Saura, pero sí que se muestra mucho más dubitativa a la hora de ir más allá de su respetuoso trabajo con el texto original: se cuestiona el ballet original a la vez que los actantes cuestionan determinados estereotipos sexoafectivos. Sin embargo, ¿qué hay de subjetividad en una película tan ensimismada en mirar hacia atrás para poder vivir hacia delante? Poco o nada, puesto que con frecuencia Godin asfixia cualquier intento por escapar del subrayado condescendiente de sus imágenes respecto a la espinosa cuestión neocolonial. No es un cine que inquieta o golpea o, al menos, su alcance discursivo queda enclaustrado por voces en off, material de archivo y ensayos que nunca fructifican en secuencias. Todo un no-texto fílmico un tanto preocupado por el qué diremos como espectadores racializados.
Mucho más centradas por entender el cine como espacio de encuentro, Inde Ved Siden Af (Maia Torp Neergaard) y Un cœur perdu et autres rêves de Beyrouth (Maya Abdul-Malak). La primera es una trapisonda de voces que reflexionan sobre la gentrificación y la convivencia en un barrio de Copenhague y la segunda congrega testimonios sobre el presente en un Beirut espectral. El filme de Neergaard, a través de un trabajo casero con el proceso de revelado de 16mm, busca edificar una idea de la imagen como presencia compartida: las voces extradiegéticas se reúnen alrededor de todo tipo de insertos en 16mm con el fin de proponer formas de desimaginar el estatus del espacio social. Quizá la cuestión más problemática sea la de conciliar la supuesta experimentación formal con la necesidad del comentario social puesto que, ¿hasta qué punto contribuye la elección del formato con las necesidades del discurso? Sucede con frecuencia en determinado cine regido por el imperativo del presente que la voz narrativa opaca la imagen hasta que la segunda parece un estuco decorativo al servicio de la primera. El trabajo de Neergard con la textura, el detalle y el montaje de capas (superponiendo a veces fundidos encadenados y otros elementos en plano) es sugerente; sin embargo, la película no parece terminar su lugar como obra de denuncia u obra de experimentación formal. Y si busca ser ambas cosas, estamos ante un cine que se piensa demasiado en términos ontológicos (qué debería ser) y muy poco en términos poéticos (qué debería expresar).
Con Un cœur perdu et autres rêves de Beyrouth, Abdul-Malak persigue resistir a las tendencias documentales miserabilistas de turno que copan telediarios o formatos bigger than life. En una época de sobreabundancia de imágenes de todo tipo de barbarie, se vive instalado en esa hipervisibilidad opaca que no deja ver realmente nada. El trabajo de la cineasta reside en construir vínculos con el mundo ajeno a Beirut que ve mucho y mira poco a partir de la recuperación de testimonios familiares, domésticos y también urbanos de una ciudad donde la hauntología o lo espectral ya no son conceptos válidos: hay que hablar de un cine ecléctico en el que la subversión no estribe ya tanto en la especificidad del lenguaje como en su modo de articular relaciones con otras artes (en este caso, la fotografía, la arquitectura y la literatura oral).
Si algo comparten todas estas películas es un intento por localizar el debate sobre el lugar del cine en su función de apertura al mundo. Lejos de enclaustrarlo en propuestas de calado formal, se asiste a obras que tienden puentes con otras formas de narrar en un intento por recuperar una ontología verdaderamente social (que no servicial) de un cine del presente. Quizá la labor del espectador sea la de modificar radicalmente sus categorías cognitivas para pensar el cine: más allá del carácter espectacular o de un posmodernismo ensimismado en su eterna puesta en crisis, parece pervivir un cierto cine volcado en la etnografía y en permanente contacto con lo sociológico. Un cine que documenta y registra, pese a sus incoherencias, y pese a las inclemencias del panorama crítico y creativo. ♦