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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | El clan de hierro

    || Críticas | ★★★★☆
    El clan de hierro
    Sean Durkin
    Yo solía ser un hermano


    Raúl Álvarez
    Madrid |

    ficha técnica:
    Canadá, EE.UU. 2023. Título original: The Iron Claw. Director: Sean Durkin. Guion: Sean Durkin. Productores: Sean Durkin, Danny Cohen, Len Blavatnik, Maxwell Friedman, Juliette Howell, Harrison Huffman, Angus Lamont, Tessa Ross, Eva Yates, Derrin Schlesinger. Productoras: A24, BBC Film, Access Entertainment, House Productions. Fotografía: Richard Reed Parry. Música: Mátyás Erdély. Montaje: Matthew Hannam. Reparto: Zac Efron, Harris Dickinson, Stanley Simons, Jeremy Allen White, Lily James, Holt McCallany, Maura Tierney, Grady Wilson, Valentine Newcomer.

    ¿Cómo es posible que millones de personas en Estados Unidos y todo el mundo disfruten de un deporte, el wrestling o lucha libre americana, que es puro simulacro? El director y guionista Sean Durkin no tarda en contestar esta pregunta a los pocos minutos de empezar El clan de hierro: porque, ¿y qué no lo es? Y a continuación reta al espectador: ¿y qué hay de ti?, ¿qué hay de auténtico en tu vida? A partir de esta premisa, Durkin desarrolla una película sencillamente extraordinaria. Por tono, porque sabe eludir la solemnidad en favor de un naturalismo que oscila con pasmosa ductilidad de lo mundano a lo espiritual. Por forma, porque exhibe un dominio incuestionable de la composición, la planificación y el manejo de tropos visuales. Y por discurso, porque triunfa en un ámbito –la memoria nostálgica de un tiempo y/o uno mismo– en el que la autocomplacencia suele chocar con las reglas de la ficción; y si no que se lo pregunten a Steven Spielberg, Alfonso Cuarón, Kenneth Branagh, Sam Mendes, Alejandro G. Iñárritu o Paolo Sorrentino.

    La senda de Durkin es, en cambio, la de Alexander Payne, Paul Thomas Anderson y James Gray, que han atinado a hablar de sí mismos bien través de otros, bien desmitificando sus recuerdos. Mi vida es su vida. Oscar Wilde lo expresó a su afilada manera: «Una máscara nos dice más que un rostro». Pero podría decirse de una forma más prosaica: lo que siempre fue el cine. Y cine, del de verdad, ese que corta el aliento con un plano fijo y un personaje en transición que cambia la dirección de nuestra mirada y el sentido que le damos a las imágenes, es lo que encontramos en esta encomiable cinta que emplea la historia real de la familia de luchadores Von Erich para reflexionar sobre la esencia ética y moral de un país, Estados Unidos, que ha hecho de la ficción y el (auto)engaño un modelo de vida exportable a todo el mundo. Una dulce mentira que eleva falazmente al individuo por encima de la vida en sociedad, alejándolo de ella hasta extremos enfermizos. En este punto la película es implacable: los Von Erich no saben relacionarse con nadie ajeno a su clan.

    Al igual que en The Nest, su anterior trabajo, Durkin acierta a cultivar esta idea del aislamiento y la búsqueda del éxito en un terreno genérico a medio camino entre el realismo mágico y el melodrama, situando la acción en un tiempo pasado que funciona como reflejo invertido de nuestro presente. Es llamativo que en ambas cintas Durkin haya viajado a la misma época –finales de los setenta y principios de los ochenta– con el propósito de situar entonces lo que podría denominarse el principio del desencanto. Los sueños de los hijos colisionan con los de los padres, y la familia se transforma en un campo de batalla. De manera literal en El clan de hierro, donde el hogar de los Von Erich resulta más cruento que el ring. Es probable, por otra parte, que este sea uno de los motivos que expliquen por qué la fábula deportiva es uno de los subgéneros más característicos del cine anglosajón. Parece innata entre sus directores la habilidad de dibujar similitudes entre el deporte y la vida para señalar los rincones oscuros del sueño americano. Más importante aún: sus víctimas directas y colaterales. En el caso de la lucha libre, El luchador (The Wrestler, Darren Aronofsky, 2008), Foxcatcher (Bennett Miller, 2014) y ahora El clan de hierro, cada una de ellas con sus particularidades ofrecen una instantánea desalentadora acerca de las posibilidades de redención en un mundo que castiga a quienes lloran. Kevin (Zac Efron) solo ríe al final, cuando llora, cuando se atreve a mostrarse frágil ante sus hijos. Lo que nunca hizo su padre con él.

    Ese cambio generacional de mentalidad cierra perfecta y simbólicamente el discurso de una película que no debería pasar inadvertida por la cartelera. Si vamos a lo obvio, lo merece el empeño de un reparto que desarrolla un trabajo soberbio, del primero al último de los Von Erich. Y si rasgamos la superficie, lo vale el hecho de que estamos ante la mejor película de un autor que lleva década y medio haciendo algo muy difícil, como es tratar de devolver el cine religioso de raíz cristiana a sus coordenadas dramáticas, ancladas en la tragedia griega. A diferencia de Terrence Malick, que apela directamente a la Gracia divina para explicar el destino de los hombres, Durkin invoca el silencio de Dios (o el de los dioses) para darle una oportunidad al libre albedrío. Y así, desenfocado, lo fantasmal se materializa ante los ojos de los vivos. Cuando Dottie (Maura Tierney) siente el fantasma de David (Harris Dickinson) o Kerry (Jeremy Allen White) se reúne con sus hermanos tras cruzar la Estigia, lo que vemos no es un pasaje bíblico con intención moralizante, sino un acto trágico escrito por Eurípides, para quien «el otro lado» podía inspirar una segunda oportunidad en vida. Kevin disfruta de la suya porque deja de engañarse a sí mismo. Esa es su mayor victoria. ¿Podemos nosotros decir lo mismo? ♦


    «Durkin invoca el silencio de Dios (o el de los dioses) para darle una oportunidad al libre albedrío. Y así, desenfocado, lo fantasmal se materializa ante los ojos de los vivos. Cuando Dottie (Maura Tierney) siente el fantasma de David (Harris Dickinson) o Kerry (Jeremy Allen White) se reúne con sus hermanos tras cruzar la Estigia, lo que vemos no es un pasaje bíblico con intención moralizante, sino un acto trágico escrito por Eurípides, para quien «el otro lado» podía inspirar una segunda oportunidad en vida».



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