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    Cine Alemán Siglo XXI

    Vidas pasadas: «Un amor supremo»

    || Cuadernos
    Un amor supremo
    Vidas pasadas, Celine Song


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, Corea del Sur, 2023. Título original: «Past Lives». Dirección: Celine Song. Guion: Celine Song. Compañías productoras: 2AM, A24, CJ Entertainment, Killer Films. Fotografía: Shabier Kirchner. Música: Christopher Bear, Daniel Rossen. Intérpretes: Greta Lee, Yoo Teo, John Magaro, Jonica T. Gibbs, Isaac Cole Powell, Jane Yubin Kim, Kristen Sieh, Nathan Clarkson, Keelia, Federico Rodriguez, Moon Seung-ah, Nadia Ramdass, Emily Cass McDonnell, Skyler Wenger, John-Deric Mitchell, Bob Leszczak. Duración: 106 minutos.



    «Something just isn't right
    I cut from the inside
    I'm frightened of the end
    I'm drowning in my self-defense»
    (Sufjan Stevens, Goodbye Evergreen)


    I. Un amor tiempo


    El tiempo, esa cuestión oceánica y central para el arte cinematográfico, al que las películas más amadas vuelven una y otra vez. El tiempo es siempre la duración de plano, claro, pero también es la narración que acaricia esa duración y la relevancia de esa mirada. Porque hay, por ejemplo, una dulcísima composición en la que tres personajes hablan silenciosamente en una barra de bar.

    Pueden mirarse entre ellos, o clavar la vista en sus copas, o sonreír quizá con cierto ademán forzado. Nora (Greta Lee) está en esa posición compositiva central, centro de fuerzas sobre el que se levantará la historia y también mujer deseada por dos hombres que, en cierto modo, no pueden ser rivales. Es un triángulo amoroso, pero hay algo más, es un triángulo temporal que revienta desde el primer minuto esa vieja idea de los celos por el pasado vivido, los amores pretéritos de la mujer amada, aquello que pudo ser y no fue, las desviaciones de la carne y la tristeza. Hay que tener mucho valor para entender que el amor no funciona únicamente en presente –cualquier idiota, por así decirlo, puede amar en presente, en un calentón nocturno o incluso en una vida aséptica que amontona acontecimientos. El verdadero amor, el amor supremo, es aquel que abraza lo doloroso del pasado (yo no estuve, tú no estuviste, yo no existía, tú no existías) y lo más misterioso del futuro (yo no estaré, quizá tú no estarás).

    El amor supremo, que es el amor temporal, como temporal es el cine.

    Como temporal es la mirada de la cámara que, de pronto, comienza a reptar por el espacio fílmico, lentamente, hay voces de desconocidos que susurran desde fuera de campo (¿Quiénes son esos desconocidos que beben de madrugada? ¿Cuál es la historia que se nos va a contar?), hasta que el plano, finalmente, desemboca en una estremecedora y potente apelación a la cámara.

    Y ciertamente que aquí ocurren muchas cosas. La primera es que la película no termina (Truffaut) con la apelación al espectador. De nuevo: acabar una película con una mirada a cámara es algo que vemos constantemente en festivales y obras de autor, es un estilema gastado, gastadísimo, con una lectura tan obvia que podría hacernos bostezar. Ahora bien, empezar una película con la mirada a cámara tiene cierta gracia, funciona de otra manera, parece más bien que formula un enigma extraño, dulcísimo.

    Porque los personajes apenas se miran entre sí, pero Nora puede mirar a cámara.

    No a las instancias delegadas que fantasean su relato (¿Quiénes son esos desconocidos, de nuevo, son pareja, trío, amigos, familia? ¿Cómo se aman?), sino a Celine Song, y por extensión, a nosotros.

    «Adelante», parece sugerir el plano: «Atrévete a contar mi historia».

    II. Un amor pixelado


    Nora y Jung (Teo Yoo) compartieron amigos, clase y juego 24 años antes de esa mirada a cámara. Los dos ocupaban una posición central en plano, y subían juntos la cuesta interminable que sale de la infancia.

    Observados desde lejos, como si la Song rodase con la curiosidad de una entomóloga, Nora y Jung son dos cuerpecitos que dialogan de lo más banal: de los exámenes, de si se consuelan o no se consuelan, de qué palabras tienen que dirigirse para conocerse sin desvelarse del todo. Malabarismos del tiempo, rutas de la infancia que se recorren siempre hacia adelante sin saber del todo que, en el fondo, el mundo es una serie interminable de bifurcaciones. Sin embargo, escena tras escena, queda claro que incluso en la infancia se escribe ya de alguna manera esa sorda voluntad del destino, el delicadísimo recorrido entre el éxito y el fracaso. Fíjense, por ejemplo, cómo Song sitúa una y otra vez a Nora en la posición superior del encuadre.


    Ella siempre está arriba: se marchará a Nueva York a colonizar el proyecto de la escritura, el sueño rutilante del arte, saldrá a toda hostia de esa extraña ciudad de casas apiladas y parques llenos de esculturas incomprensibles. Dejará atrás su propio nombre, su identidad, cumplirá ese viejo sueño, esa corona de espinas que nos clavan a los sujetos postmodernos: podrás ser lo que quieras en la vida, únicamente tendrás que arrancarte la piel y vestirte de gala para los demás. Limpiarte la sangre vergonzosa del pasado, de la infancia, refulgir, ser siempre algo nuevo y excitante y triunfador y guardar muy dentro de tu alma los pasos que resonaban en la barriada de la infancia. La patria, frente a lo que dice el idiota refrán popular y populachero, no es la infancia. De hecho, la patria es un Gólgota desde el que uno, una, tendrá que colgar crucificado por los clavos de sus miedos y sus inseguridades durante el resto de su vida.

    Eso lo sabrá Jung, condenado a quedar congelado en una perpetua adolescencia de trajes baratos, novias que le dejan, amigos que se emborrachan. Vivir detenido en una vida invivible. Vivir bajo el peso de un amor que hubiera podido ser supremo pero que queda deslocalizado, herido de muerte en el recuerdo, otra cosa. Nora, que ya se llama Nora y habla un inglés perfecto con el que puede garantizar su integración, vive en una casa pequeña de estudiante y mercadea por las redes sociales, y quizá quiere un amor, pero no un amor pixelado. Quiere el amor del cine, ese que se proyecta siempre sobre el cielo de Manhattan a la hora del ocaso y arranca de los rostros un destello ámbar en 35 milímetros o cosa similar.


    Y fíjense, por lo demás, en la tremenda diferencia entre los planos de Nueva York que rodean a Nora y la convierten en la rigurosa cumplidora de su propio sueño, frente a esos inquietantes interiores del mundo asiático de Jung, atrapado entre los ceremoniales de la familia, la comida tradicional, el mismo nombre. Porque, vamos a decirlo claro, el problema de Jung es que sigue arrastrando el mismo nombre como el que arrastra la misma maleta, el mismo servicio militar, la misma vida, y así no se puede conseguir amor alguno. Llámame por tu nombre, pero a cambio de que tu nombre no sea exactamente el mismo, y por lo demás, qué dolor saber que otros cuerpos ya han llamado por su nombre a la persona amada pero, decía, Past Lives tiene que jugar obligatoriamente en dirección contraria.

    La familia de Jung, tan aplastada en su apartamento familiar, con todo ese aire compositivo a los lados, en el techo, todo ese mirar la nevera, el microondas, las baldosas de la pared, lo que haga falta. Compárese con el plano inicial de los tres protagonistas bebiendo en la Nueva York de la madrugada tristealegre, la madrugada amarilla o ámbar que es a la vez abrazo y orín, y así el mundo fílmico se desencaja en tonos azules o grises o amarillos, prodigio de etalonaje. Dos mundos, de nuevo, una y otra vez.

    Jung no será ni siquiera cuerpo, sino la suma de píxeles que aparecen al otro lado de la videoconferencia y la película se vuelve tierna y un poco ingenua, y es rica en el manejo de las elipsis para no aburrir y para ir señalando con una inteligencia portentosa dónde y cuándo hay que parpadear y estremecerse. El tiempo, de nuevo, que ahora es la espera de las conexiones, la franja horaria, el desfase, la pregunta del millón de dólares (¿cuándo vendrás a verme? ¿Cuándo iré a verte?), como si a veces verse sirviera para algo, como si no fuera simplemente otra versión irónica del tren de la bruja de los cuerpos, como si se pudiera salvar esa bifurcación de la infancia que, en fin, nunca se salva.

    III. Un buen amor del otro


    Past Lives es brutalmente brillante porque el Otro, el tercero en discordia, es un buen tipo. Arthur Zaturansky (John Magaro) es un tipo cojonudo, un buen hombre, un tipo listo, cuidadoso, débil, eso que quizá en cierto argot del feminismo de moda llamamos «desconstruido» o «deconstruyéndose» o «en proceso de deconstrucción», porque ciertas cosas (como el amor) igual no terminan nunca del todo. Pero Arthur, decía, es lo que queda cuando la vida te pasa por encima y vas pactando con la realidad mientras cae la noche, envejeces, te planteas morir, te das cuenta de que te vas a morir, aceptas que te vas a morir. Arthur pasa por la vida de Jung con la inevitable paciencia y el cariño que uno siempre querría tener con su pareja. Es fácil envidiar a Arthur, aunque sea simplemente por el privilegio de no ser un tremendo gilipollas.

    Arthur suena un poco como Jung, pero en americano, que siempre es otra cosa.

    Arthur se ha leído los libros que Jung no se leerá jamás y anda dándole vueltas también a su profesión liberal y a sus problemas del primer mundo, que son más o menos los de cualquiera: lo poco que nos queremos, lo poco que nos hacemos el amor, lo poco que pintamos para nadie. A Arthur se le ha quedado nuestra cara, es decir, la cara de Diazepam y de tener mucho amor dentro pero no saber muy bien qué hacer con él y cuándo se nos va a pudrir del todo. Es el buen tipo que limpia el baño, saca la basura y parece estar permanentemente triste.

    Igual que nosotros, quiero decir.

    La película juega mucho la carta del In-Yun, que es ese término hortera que correrán a tatuarse los señoritos y las señoritas occidentales bien que se sientan interpeladas por la lectura espiritual de la película. Lo del In-Yun está bien, esa especie de milhoja temporal de reencarnaciones basadas en el amor y en el encuentro cósmico, la danza de los cuerpos y las identidades como si Dios/dios/los dioses/las diosas no tuvieran nada mejor que hacer que juntarnos en infinitas idas y vueltas para destrozarnos la vida interminablemente, a lo largo de toda la eternidad. Lo del In-Yun está bien para ir tapando el agujero amargo que se va levantando como un pozo horrible debajo de los tres personajes, y que tiene forma, fondo y contorno de insatisfacción. Estarán de acuerdo conmigo en que «Ya haremos el amor en la próxima reencarnación» es una excusa muy pobre, incluso para un tipo como Jung, que se paga los billetes a Nueva York en un ataque pueril de desesperación. La cosa le vale a Song, por cierto, para rodar algunos de los planos indudablemente más hermosos de la película, auténticos portentos de puro desgarro y abandono.


    Jung está dislocado, atrapado por las líneas compositivas, aplastado por esas líneas de metal y cristal, reencuadrado, carne picada emocional, más solo que la una, húmedo, resfriado, febril, en sombra, fumando, Jung está perdido, Jung ha venido con su nombre de pobre a Nueva York y eso Nueva York, obviamente, no se lo perdona. De nuevo el tiempo: la espera, la pregunta, el ver qué pasa, la caída, la caída, la caída. I Love New York y una angustia ante lo que queda de nosotros en el envés del amor que quizá no habíamos visto rodada en una pantalla desde el Shame de Steve McQueen. Jung asfixiándose, y la película con él.

    Y Arthur (el buen tipo) asfixiándose, y la película con él.

    Y Nora, de nuevo, funambulista del pasado y viendo la performance vergonzosa de amor perdido que le han montado, y viendo cómo sobrevive a su propia biografía, que es algo que nunca tenemos claro y que no suele salir bien.

    La película, obviamente, únicamente se puede salvar (pienso en Corintios, no me queda otra), por la vía del amor.

    IV. Un amor supremo


    La película termina con dos planos que son, en cierta medida, una reescritura de todo lo que hemos visto. De un lado, Nora y el buen tipo ascienden la escalera de su piso, la misma escalera que la Nora/niña subía en su infancia y que le llevaba siempre más allá, lejos de Jung, hacia sí misma o hacia su sueño, que no suele ser lo mismo.

    Ascensión, como en la canción de Sufjan Stevens o como en las promesas imposibles del Gatsby, en la que ahora se puede intuir una cierta compañía. La creencia en el gesto se deja en manos del espectador, que deberá atar los cabos y confiar en su propia visión sobre el cuerpo y sus afectos. De otro lado, Jung atravesará en dirección horizontal el encuadre, incapaz de subir a ningún lado. Seguirá igual. El tiempo se le ha clavado en el pecho y se ha convertido en una cucaracha implacable que se nutre de sus vísceras y su corazón y así será hasta que el In-Yun o cualquier otra superchería similar vuelva a poner el equilibrio cósmico en marcha. Es decir, hasta que ni las cenizas recuerden su nombre.

    Cabe preguntarse, sin duda, cómo es que Past Lives no se hunde con esos materiales melodramáticos, cómo no se desploma en el ridículo, cómo consigue mantener el pulso desde la mirada inicial hasta el plano vacío de cierre. Cómo nos roba la cartera. Cómo consigue que comprendamos los tres extremos del vértice amoroso y cómo nos hace rebotar de un lado a otro de la tragedia como si fuéramos una bola de pinball.

    Hay muchas respuestas posibles, pero me limitaré a sugerir simplemente una: Celine Song tiene un conocimiento asombroso del corazón humano y una honestidad desarmante para llegar al fondo de las cosas. Puede mantener un plano durante varios minutos, puede dejar que la incomodidad de una situación se despliegue al máximo hasta que, de pronto y sin esperarlo, estalla una ternura y una empatía desarmante. Los personajes de Past Lives son tan humanos, tienen tanta piel y hablan uno/varios lenguajes tan conocidos que tejen a nuestro alrededor una telaraña de recuerdos, confesiones y heridas que nos negamos a confesarnos de la que es imposible escapar hasta que nuestro propio amor, tarántula definitiva, nos consume.

    Porque ese es el amor supremo, el que no puede ser nombrado y el que exige de nosotros lo más imposible, lo único que no podemos dar: el tiempo. Todo nuestro tiempo. Hasta el que ya hemos vivido.

    Fíense de quien les pida tiempo a cambio de su amor.

    Esa persona sabe sin duda lo que es el amor supremo. Sin embargo, estén también avisados. Será capaz de llevar la vida hasta sus últimas consecuencias. ♦


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