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    Cine Alemán Siglo XXI

    La mirada como una de las bellas artes: El cine de Frederick Wiseman

    || Filmografías
    El cine de Frederick Wiseman
    La mirada como una de las bellas artes


    Aarón Rodríguez Serrano
    Bilbao |

    fechas
    | Del 10 al 17 de noviembre de 2023. |
    Artículo creado en colaboración con el Festival de Cine Documental y Cortometraje de Bilbao, Zinebi,
    que ha premiado a Frederick Wiseman con el Mikeldi de Honor por su aportación al documental en su 65ª edición.

    I. Del saber mirar

    Saber ver una película no es, empecemos por aquí, una cosa sencilla. Como ocurrió durante la segunda mitad del siglo pasado con la música, el gesto de consumir imágenes se ha ido imponiendo de manera continuada y casi automática: ascensores, pantallas móviles, pizarras con conexión a internet, sabe Dios.

    De ahí que ciertos directores y directoras ofrezcan al común de los mortales el serio problema del saber mirar, la extrañeza, el reto, la necesidad de modificar los tiempos y las expectativas, de apagar el teléfono móvil o de intentar recuperar un cierto asombro ante el mundo que no suele ser especialmente tenido en cuenta en la inmensa mayoría de películas que llegan a las carteleras. Podríamos comenzar, por tanto, invirtiendo las normas habituales de la crítica cinematográfica para preguntarle al anónimo espectador por qué desea iniciarse en el cine de Wiseman y ver exactamente qué tipo de camino podemos recorrer juntos a partir de ahí.

    Ciertamente, si lo que espera es manejar una referencia de la alta cultura con la que epatar a sus conocidos, es más que probable que se sienta desalentado ante la perspectiva de transitar unos cuarenta largometrajes que a menudo superan las tres horas y media de duración. Si tiene cierto interés en el documental contemporáneo se quedará probablemente extrañado ante la ausencia de huellas diarísticas, personalísimas, problemas familiares íntimos súbitamente aireados al juicio popular, literarias voces en off y, desde luego, sorprendentes puntos de giro que entretienen y salpimentan. Tampoco encontrará respuestas ideológicas unidireccionales que le otorguen o le quiten la razón, ni aleccionadoras pinceladas de datos históricos, ni didactismos para ir pasando la tarde. El cine de Wiseman se sienta frente a usted y deposita entre ambos algo tan complejo y tan fascinante como una reflexión sobre las posibilidades del cine para captar la vida misma.

    Y no, no hablaré de objetividad. Ni de imágenes puras o impuras, ni de transparencia o de intromisión del documentalista, ni siquiera de eso que venimos denominando «documental observacional» o «cine directo», tan extraordinariamente teorizado en la antología coordinada por Maria Luisa Ortega y Noemí García (1). Me limitaré a dar un paso antes del suyo y sugerir que el cine de Wiseman es toda una exploración sobre los límites del encuadre y del tiempo fílmico para decir lo que hay que decir, para captar un cierto sentimiento de un sujeto, para no quedarse atrapado en el propio gesto idiota de rodar una imagen sin más y después meterla a martillazos entre otras imágenes y llamar a eso «película». Hay que empezar antes incluso.

    ▼ Titicut Follies (1967), High School (1968)
    Ley y orden (1969), Juvenile Court (1974).


    II. ¿Qué se mira?
    (Igualdad vs. Desigualdad)


    Wiseman realiza un primer truco de magia sin el que no se puede entender nada de su cine: el ser humano es parte de un conjunto de fuerzas sociales que lo llevan directamente a resbalar, a colisionar, a desplomarse de una institución a otra. La paradoja es fascinante: cada cuerpo es diferente, cada cuerpo llega a un espacio (un aula, una sala de hospital, un museo) con una historia diferente y, sin embargo, está obligado a someterse a las leyes que señorean en su interior, y que al mismo tiempo le igualan (democráticamente) y le constriñen (legalmente). Le igualan en tanto regulan su lenguaje, el largo de su falda, el uniforme que deberá llevar a la hora de masacrar al prójimo en el combate inminente. Le igualan también en tanto le permiten ocupar un cierto espacio en el encuadre y hacer lo que quieran con él: asumir que una cámara le rueda o no hacerlo, disfrutar de esa posición de exhibición o quedar cohibido, dar rienda suelta al placer de la sobreexposición personal o huir, desquiciadamente, si la situación lo permite. El montaje, más adelante, recortará y dará forma a esa imposibilidad de (des)igualdades, ordenando en grandes bloques de tiempo los chispazos de realidad que han podido captarse con el mayor esfuerzo. Mucho antes de que Steyerl levantase su teoría de las imágenes pobres (2), Wiseman ya sabía que lo único que podía hacerse contra el sistema era buscar una cámara de pequeño formato y colarse con paciencia por las brechas del mundo para ir arrancando detalles con la mayor dedicación.

    «El cine de Wiseman es toda una exploración sobre los límites del encuadre y del tiempo fílmico para decir lo que hay que decir, para captar un cierto sentimiento de un sujeto, para no quedarse atrapado en el propio gesto idiota de rodar una imagen sin más y después meterla a martillazos entre otras imágenes y llamar a eso 'película'».


    Al contrario que tantos documentales que pretenden explicar el mundo, Wiseman parecería más bien ser el gran cronista de su extrañeza. Porque, sin duda, hay algo en sus imágenes que fluye en esa dirección: ¿Cómo es posible que esos espacios por los que hemos transitado tantos años (aulas, iglesias, salas de espera) nos hayan configurado de una manera tan brusca sin apenas darnos cuenta? ¿Cómo de potentes han sido las fuerzas que nos han llevado a ser lo que somos? ¿Cómo es posible haber vivido tanto tiempo en esa burbuja/institución sin haberse planteado gran cosa sobre el lento, irremediable, doloroso cincelado que iba dejando en nuestra mente y nuestro cuerpo? Y, por supuesto, la inversión de todas esas preguntas: ¿Qué ocurre con esos espacios (comisarías, manicomios, salones en los que estalla la violencia doméstica, centros de acogida para ciudadanos en riesgo de exclusión?) en los que, simple y llanamente, nadie había intentado arrancar un pedazo de lo real para convertirlo en cine?

    El cine de Wiseman es extraño, en primer lugar, por esa tensión entre lo igual y lo desigual, lo conocido y lo desconocido. Creemos que lo hemos mirado, que sabemos las fuerzas que (nos) operan, pero lo más probable es que el cine desate sus fuerzas para llevarnos a otro territorio bien diferente.

    ▼ Essene (1972), Ballet (1995)
    High School II (1994), Hospital (1970).


    III. ¿Cómo se mira?
    (Del trabajo y la estructura)

    El propio Wiseman ha explicado, a lo largo de los años, su manera de trabajar, su técnica. Hay, no obstante, algunas evoluciones que merece la pena señalar. Muchas de sus primeras películas (3) se ruedan en celuloide de 16 milímetros, con un uso privilegiado del teleobjetivo para «aplastar» las figuras contra el fondo. Los planos mantienen una duración obstinada, minuto tras minuto, explorando los rostros, los gestos, los rodeos verbales, los gestos que humillan o ensalzan. Se rueda sin pausa y se van generando más y más bloques significantes, acumulando días enteros de metraje hasta que, una vez frente a la moviola, Wiseman organiza estructuralmente la película y divide la narración en una serie de segmentos autónomos a los que se les presupone una linealidad.

    Sin embargo, con el salto al digital y una cierta madurez narrativa, podría pensarse que el trabajo de Wiseman se ha ido dulcificando, incluso algunos de sus críticos dirían incluso que «estetizando», o incluso situándole en el «documental común» frente al «documental bioscópico» (4). En vano cabe buscar la película bisagra que realizó la evolución entre la amarga aspereza de Titicut Follies (1967) y la exuberancia majestuosa de Menus Plaisirs – Les Troisgros (2023). Quizá nos sentiríamos tentados de sugerir que el proyecto humanista, que la búsqueda de la belleza o el radical compromiso ético con la captación de imágenes siempre han estado ahí. Igual que siempre han estado el cinismo, el humor negro o una extraña mezcla de respeto y desesperación. Incluso, por qué no decirlo, en ciertos momentos —Essene (1972)— Wiseman incluso ha dejado sugerir una cierta mirada al sesgo hacia lo trascendental, hacia lo profundamente espiritual, aunque qué duda cabe de que sus piezas documentales merecen llevar, con toda la seriedad y el orgullo del mundo, la etiqueta de materialistas.

    «Wiseman siempre se toma su tiempo para mostrar cómo los buenos maestros hacen lo imposible para no soltar de la mano a los estudiantes con mayores dificultades. Lo mismo ocurre en las luchas desesperadas por la dignidad de los enfermos retratados desde Hospital (1970) hasta Near Death (1989), una de las películas más extraordinarias, infravaloradas y emocionantes que se han rodado jamás».


    Sería inútil, por lo tanto, dividir bruscamente como a veces se ha hecho su filmografía entre un Wiseman-político y un Wiseman-estético, a partir del estreno de Ballet (1995). Antes bien, hay que entender que las relaciones entre arte, educación, ciudadanía y progreso son absolutamente inherentes a toda su obra, aparecen constantemente y forman parte del inmenso canto democrático e integrador que ha levantado, película tras película. Puede que una gran parte de sus obras respondan a un proyecto político indudablemente fallido (la democracia neoliberal estadounidense), pero ni ante las desazonadoras diferencias de clase, raza y sexo que vuelven una y otra vez a ser retratadas puede dejar de intuirse una búsqueda activa, un puñetazo en la mesa, una enorme simpatía ante los que sufren. Por muy pútrido que parezca en ocasiones el aire desquiciado que sopla en High School (1968) o en High School II (1994), Wiseman siempre se toma su tiempo para mostrar cómo los buenos maestros hacen lo imposible para no soltar de la mano a los estudiantes con mayores dificultades. Lo mismo ocurre en las luchas desesperadas por la dignidad de los enfermos retratados desde Hospital (1970) hasta Near Death (1989), una de las películas más extraordinarias, infravaloradas y emocionantes que se han rodado jamás. Casi siempre hay un cuerpo que se antepone entre el horror y la supervivencia, entre el fracaso y la esperanza, entre el ahora y el jamás. Son los trabajadores sociales que acuden a las bibliotecas a ayudar a los ciudadanos lumpen de Nueva York a encontrar trabajo en Ex Libris (2017), los políticos que se queman las pestañas intentando legislar con cierta dignidad en sus retratos políticos, los cuidadores que acompañan a los que se enfrentan al mundo con durísimas discapacidades funcionales. Wiseman no dejará de creer en el mundo, entendido en su faceta colectiva, en una suerte de aventura grupal en el que todos y todas —de Elvis Costello a una mujer yonqui desdentada que se pasea semidesnuda por Central Park— forman parte, cuerpo, voz y alma de este devenir entre glorioso y demencial que sigue retratando, película tras película.

    ▼ Model (1981), Basic Training (1971)
    Domestic Violence (2001), La danse – Le ballet del l´Opera de Paris (2009).


    IV. ¿Qué no se mira?

    Podría aducirse que el cine de Wiseman tiene una extraña y arriesgada disposición ética. Ahí están plenamente visibles los cuerpos arrugados, desnudos, envejecidos y sufrientes de Titicut Follies, incluyendo un larguísimo plano de una alimentación artificial a un discapacitado intelectual que forma parte de los materiales más horrendos que se han rodado jamás. Ahí están los cuerpos deseables y sonrientes de Model (1981), captados de pronto en un gesto triste o en un momento de espanto, como muestra también su destilación, Seraphita´s Diary (1982). Cuerpos que se disponen a la humillación militar, como los reclutas, purísima carne de cañón, que aparecen rapándose al cero en el estremecedor prólogo de Basic Training (1971), que Kubrick copiaría apenas unos años después en su particular crónica de Vietnam. En Wiseman hay cuerpos que mueren, que vomitan, que agonizan, que se desangran, que enloquecen o que se destruyen literalmente delante de la cámara. El concepto de fuera de campo resulta casi extraño, y por lo general tiene un componente amargo y casi literario: es algo que ocurrió antes de que la cámara llegara y de lo que los personajes hablan entre sí —por ejemplo, las agresiones en Domestic Violence (2001) o los altercados civiles en Law and Order (1969). También puede ser, en uno de los momentos más salvajes de su filmografía, algo que ocurre después, cuando ya no hay ninguna cámara posible que ruede la catástrofe. Es el caso de la espeluznante Missile (1998), en la que asistimos a la preparación militar de los soldados encargados de disparar el arsenal nuclear estadounidense en caso de apocalipsis bélico. Así, la verdadera violencia siempre está dislocada, acechando en el pasado o en el futuro, como una especie de mancha sanguinolenta que golpea contra el linóleo del presente. Wiseman se limita a mirar con aparentemente desapasionamiento –su amor por el ser humano es, sin embargo, irreductible—, pero en el fondo sabe cómo, cuándo y dónde detener un fragmento en el montaje.

    Otra cosa bien distinta es que, como todo gran artista, sepa modelar la realidad para moverse en una ambigüedad provocadora que nos obliga a elevar nuestra capacidad de reflexión).

    V. Lo (bello) que se mira

    Wiseman, por tanto, sabe que hay cosas que cuesta trabajo mirar. Y esa es una expresión que puede tener casi infinitas resonancias que merecen ser exploradas: Cuesta trabajo llegar a ellas con la cámara, cuesta trabajo montarlas en un flujo vital/visual para que puedan ser comprendidas en su complejidad, cuesta trabajo seguir su argumentación en una obra que puede llegar casi hasta las seis horas, cuesta trabajo mantener las miradas ante ciertas situaciones sin intervenir (creador) o sin enloquecer (público). Ahora bien, ese esfuerzo no busca una provocación escópica (como nos puede costar mirar, pongamos por caso, ciertas obras de Jörg Buttgereit o de Srdan Spasojevic), sino que a su vez va trepando, va fundiéndose, con diferentes posibilidades de la belleza cinematográfica. Querer el mundo entero, abrazar el mundo entero, como señaló aquel poeta, en su belleza y su fealdad.

    Las posibilidades de la belleza en Wiseman son, también, múltiples y compatibles. Por un lado, está esa belleza netamente política, humanística, una belleza que no cae bajo ninguna bandera ni proclama, y en la que un ser humano se cede a sí mismo para otro ser humano. Médicas, educadores, trabajadoras sociales, enfermeros, voluntarios, policías, cuerpos y cuerpos atravesados por sus propias contradicciones que escuchan, cuidan y acompañan. Wiseman respeta la complejidad: sin duda hay médicos inflexibles y poco menos que psicóticos que oprimen a sus pacientes, pero también está el tremendo respeto con el que una doctora escucha a un paciente inmigrante en Hospital hablarle de sus dolencias más íntimas. Hay policías descerebrados que parecen gozar del ejercicio de su violencia, pero también están los gestos de tristeza y cariño que puntean Domestic Violence (2001). La institución es un tremendo significante vacío, y cada ser humano concreto decide ejercer en su interior con aquellas herramientas con las que cuenta. Se rompen los arquetipos, los prejuicios, y ejerce la humanidad, cara a cara, envuelta en sus contradicciones y cortocircuitada por sus miedos.

    «Wiseman se ha negado a dejar su mirada morir. Es decir, que mantiene la nuestra en constante estado de asombro y cuestionamiento. Es decir, que ha sabido recuperar lo más puro que había ya en el proyecto mismo del cinema y lo ha arrojado, con exquisita precisión, hacia el futuro concreto de la humanidad».


    Por otro lado, Wiseman ha ido ensayando también un diálogo explícito con las instituciones culturales que le ha obligado a preguntarse una pregunta fundamental: ¿Se puede rodar igual un cuerpo que sufre que un cuerpo que genera belleza? ¿Se encuadra igual en una película que prefigura todo el apocalipsis nuclear que en una cinta que reflexiona sobre cómo funciona una universidad de élite? ¿Se mira igual a un moribundo que a un lienzo expuesto en un museo? Sin duda, cada película intenta responder con mayor o menor fortuna, cada momento concreto en cada film titubea –aquí necesitaríamos, por supuesto, del análisis fílmico-, pero por el momento basta con señalar que Wiseman decide respetar con el mismo rigor cada fase, cada momento, cada acontecimiento. Ver un ensayo en La danse – Le ballet de l´Opera de Paris (2009) no ocupa ni más ni menos tiempo en metraje que ver su resultado final sobre el escenario. En uno de los momentos más hermosos de su obra, generará un vaso comunicante entre películas al incorporar un sobrecogedor Pas a deux que clausura la majestuosa National Gallery (2014), dejando que los ojos del espectador se maravillen ante el presente mismo del arte. Ante la acción física, el cuerpo, el movimiento, las posibilidades de la coordinación y de la armonía. Hace treinta años mostraba la alimentación artificial de un cuerpo en estado vegetal, hoy decide también inyectar esperanza en su propia creación de manera absolutamente orgánica, coherente. El proceso es el mismo: el deseo se aprender a mirar el mundo sin reducirlo a una sombra o a un párrafo de un libro de autoayuda.

    ▼ National Gallery (2014), Ex Libris (2017)
    Near Death (1989), At Berkeley (2013).


    VI. Por qué volver siempre a Wiseman

    El principio del texto me preguntaba por qué un espectador contemporáneo podría sentir interés en sumergirse con cierta profundidad en la obra de Wiseman. Creo que la respuesta emerge por sí misma: es un acto de respeto hacia sí mismo y hacia su relación con las imágenes, esto es, con el mundo. Es también una suerte de pequeña revolución personal contra todas esas películas que intentan meternos sus fotogramas a martillazos en los ojos, buscando el corte rápido, el exceso del CGI, el etalonaje salvaje que fascine precisamente por su irrealidad. Wiseman rueda para sí mismo y por sí mismo, pero de alguna manera está respondiendo al ataque de las simulaciones que van manchando las pantallas con puro ruido visual.

    Sin embargo, y al contrario de lo que ocurre en otras filmografías recientes, la lucha de Wiseman no es contra la muerte del cine, contra las multipantallas, contra la banalización del séptimo arte o cualquier otra zarandaja que quiera venderse en el mercadillo de las opiniones apresuradas. Antes bien, es una lucha contra el enigma siempre vivo de la complejidad de lo real, de la materia, en sus anudamientos concretos con lo verdadero de la afección. Wiseman mantiene la cámara rodando y el plano en montaje todo el tiempo que sea necesario para que atravesemos todo lo que hay de irresoluble en el mundo: el racismo, la enfermedad, la violencia, pero también el misterio siempre vivo de la belleza y de la empatía.

    Wiseman se ha negado a dejar su mirada morir. Es decir, que mantiene la nuestra en constante estado de asombro y cuestionamiento. Es decir, que ha sabido recuperar lo más puro que había ya en el proyecto mismo del cinema y lo ha arrojado, con exquisita precisión, hacia el futuro concreto de la humanidad.


    NOTAS (1): ORTEGA, Maria Luisa y GARCÍA, Noemí (2008). Cine Directo: Reflexiones en torno a un concepto. Madrid: T&B Editores.
    (2): STERYERL, Hito (2014). Los condenados de la pantalla. Buenos Aires: Caja Negra.
    (3): Véase al respecto A. MACLANE, Betsy (2012). A New History of Documentary Film. Second Edition. Nueva York: Continuum, pp.237-239.
    (4): ZUNZUNEGUI, Santos y ZUMALDE, Imanol (2019). Ver para creer: Avatares de la verdad cinematográfica. Madrid: Cátedra, pp. 225-226.



    ▼ Monrovia, Indiana (2018), In Jackson Heights (2015
    Boxing Gym (2010), Menus Plaisirs – Les Troisgros (2023).

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