|| Críticas | ZINEBI 2023 | ★★★★☆ |
Chestnut
Jac Cron
Los nombres ajenos
Javier Acevedo Nieto
ficha técnica:
Estados Unidos, 2023. Título original: «Chestnut». Dirección: Jac Cron. Guion: Jac Cron. Productoras: Lizzie Shapiro, Neon Hearts Prodcution. Fotografía: Matt Clegg. Montaje: Avner Shiloah. Reparto: Natalia Dyer, Rachel Keller, Danny Ramírez. Duración: 87 minutos.
Estados Unidos, 2023. Título original: «Chestnut». Dirección: Jac Cron. Guion: Jac Cron. Productoras: Lizzie Shapiro, Neon Hearts Prodcution. Fotografía: Matt Clegg. Montaje: Avner Shiloah. Reparto: Natalia Dyer, Rachel Keller, Danny Ramírez. Duración: 87 minutos.
Con Chestnut, Jac Cron ahonda en esta alienación a través del relato de Annie, una joven universitaria cuyo futuro pasa por Los Ángeles y por emular todos esos sueños que nunca se sabe si son impuestos o realmente deseados. En una Philadelphia emborronada en planos cortos y difusas profundidades de plano, conoce a Tyler y a Danny. Entre ellas surge una conexión que desde el principio desafía las convenciones del mumblecore por una sencilla razón: el amor no les hace comprender nada. Son tres soledades que no buscan sentido y es con este punto con el que la directora impregna a las imágenes con una textura de amor anémico.
Allá donde el mumblecore mostraba a desnortados millennials que usaban el amor como tabla salvavidas frente a la mediocridad de la vida adulta, Cron enseña a una centennial cuya supuesta falta de identidad no requiere de legitimaciones. La diferencia generacional es también una diferencia cinematográfica. Si el naturalismo impostado de los Andrew Bujalski, Lynn Shelton, Aaron Katz o Joe Swanberg buscaba actualizar una visión del cinema verité impregnada de un optimismo ingenuo, la película de Cron explora las raíces del cine independiente de los 80 con el fin de determinar si queda algo del nihilismo sentimental del primer Soderbergh. El naturalismo del mumblecore no es posible en un tiempo imposible de radiografiar. Las narrativas emocionales que sostienen las nuevas clases medias estadounidenses son mucho menos arquetípicas y bastante más individualistas. El deseo no exige ser compartido, tan solo ser negociado en términos de placer individual. Por lo tanto, el drama de Chestnut no es el conflicto entre personas que se quieren, sino la falta de conflicto. ¿Qué se puede desear cuando todos los deseos parecen pertenecer a una tercera persona que no eres tú?
La película de Jac Cron sabotea los códigos del mumblecore a través del relato de una universitaria cuya vida es una huida de todo aquello que no quiere. Este aprendizaje sentimental negativo encaja mucho mejor en las aspiraciones de una generación incapaz de creer los mitos románticos con los que los millennials buscaron un sentido frente al colapso del sistema que los hizo pasar de las aulas universitarias a trabajos de oficina. Este descreimiento consigue que las imágenes de Chestnut tengan una extraña cualidad: los besos no son suspiros conectados, más bien estertores cansados; los abrazos no son encuentros, sino coreografías contra la ansiedad; el deseo, en consecuencia, no es algo se que conquiste, tan solo existe.
La atmósfera premonitoria, cansada y famélica de sus escenas están mucho más cerca de The Bisexual (Desiree Akhavan, 2018) y su retrato poco complaciente de la diversidad sexoafectiva. Puede que este carácter destructivo y amoral remita al New American Cinema Group de Shirley Clarke o Maya Deren, pero la película de Cron rehúye de toda ética justificadora y su complaciente visión de la clase media apunta más hacia una reflexión sobre el colapso del amor como mito fundacional de las comunidades imaginadas por las clases medias americanas surgidas tras el baby boom en primer lugar y el fin del bloque soviético en segundo lugar. Chestnut conforma un relato de soledades que buscan un amor que no quieren entender, de personajes de identidades liminales cuyo autorreconocimiento yace en todos esos sueños que no cumplirán porque viven en un país cuyo sueño dejó de soñarse tras el enésimo desencanto capitalista.
La historia de otra universitaria en permanente crisis de identidad es reemplazada por el relato de una joven que no quiere ninguna narrativa identitaria. Solo así parece despegar una película de límites pegajosos que el espectador puede experimentar casi como un obituario de viejas formas de querer y una premonición de nuevas formas de desear. La legitimidad radica en una experiencia del presente tan poco punk que del No Future se pasa a un No Present: vivir (y querer) en tercera persona ante la incapacidad de imaginarnos a nuestra segunda persona. ♦