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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | The Sweet East

    || Críticas | 68 SEMINCI | ★☆☆☆☆
    The Sweet East
    Sean Price Williams
    Incitación al aburrimiento


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2023. Título original The Sweet East. Dirección: Sean Price Williams. Guion: Nick Pinkerton. Música: Paul Grismtad. Fotografía: Sean Price Williams. Reparto: Talia Ryder, Jacob Elordi, Rish Shah, Ayo Edebiri, Simon Rex, Earl Cave, Jeremy O. Harris, Andy Milonakis.

    The Sweet East, ópera prima de Sean Price Williams, es una película que venden publicitariamente como una comedia que ondea las banderas de la locura y el salvajismo, que hace gala de una mordacidad que provoca ataques de risas y que, por su carácter crítico con la sociedad estadounidense, puede llegar a incomodar. Nada más lejos de la realidad, la cinta no tarda en desvelarse como un espectáculo de funambulismo vacío que oculta su carencia de profundidad bajo colores llamativos y fuegos artificiales en verdad poco sorprendentes.

    La protagonista, Lillian (Talia Ryder), está de viaje de fin de curso con sus compañeros de instituto pese a que no se siente identificada con su forma de enfrentarse a la vida —bromas constantes, alcohol y un aparente deseo de no madurar— y, en consecuencia, se aburre bastante cuando está con ellos. Así, cansada de caminar por unas baldosas grises de apatía e indiferencia, decide emprender una aventura nueva que desemboca en un recorrido por la costa este del país durante el cual, mientras intenta comprender todas las aristas que componen su personalidad, conoce a diversos personajes —un grupo de punks antifascistas que viven en una casa abandonada y sólo comen cosas que encuentran en la basura; un profesor de instituto que además de neonazi, incel y conspiranoico, prepara un plan bastante inquietante; unos directores de cine pedantes que la introducen en el mundo de la cultura; una especie de secta que, aislada en mitad de una montaña, baila música tecno— que le enseñan cómo de ridículo puede llegar a ser el mundo que habita.

    Price Williams, director de fotografía que ha trabajado, entre otros, con los hermanos Safdie, diseña la puesta en escena de su película tomando como base la estética retro de los años noventa: le imprime a sus imágenes un grano muy marcado, las tiñe de unos tonos amarillentos que las acercan a las polaroids viejas y emplea unos objetivos con zoom que, cuando se juntan con unos movimientos de cámara inestables y unos desenfoques aparentemente accidentales, recuerdan, y mucho, a los clásicos vídeos caseros en Super 8 que se solían grabar durante las celebraciones familiares. La historia, cabe aclararlo, no está protagonizada por la Generación X, ni tiene ningún tipo de resonancia con la década del grunge, por lo que las elecciones visuales del director parecen meramente ornamentales. En un momento determinado de The Sweet East, una directora de cine bastante presuntuosa se decanta por rodar en blanco y negro y con una relación de aspecto de 4:3 la película de época que está preparando. Tal iniciativa resulta, cuando menos, curiosa, sobre todo teniendo en cuenta que parece responder más al capricho de alguien que pretende subrayar el carácter independiente y autoral de su obra imponiéndole un acabado visual heterodoxo —completamente alejado de las modas que se llevan en el mercado comercial—, que a una necesidad artística real. El chiste se cuenta solo.

    Y es que, a fin de cuentas, la película se presenta ante el espectador como precisamente eso: un chiste dispuesto a tomarse a broma todo lo que le rodea, desde su propio emisor hasta sus receptores, pasando, cómo no, por todos los movimientos sociales que se pueden encontrar en el país de las oportunidades en particular y en el mundo en general. Porque es esta una obra cuyas pretensiones políticas se ocultan bajo toneladas de gags que se esfuerzan excesivamente en ser políticamente incorrectos y que no denotan sino esa necesidad fisiológica de atención que mueve al típico graciosillo de la clase. En su artículo sobre Liberté, de Albert Serra, —que nada tiene que ver con la cinta de Sean Price Williams— Javier Ocaña escribía: «Su estudio de la decadencia (...) se antoja insolente y desvergonzado (y eso en el cine son dos halagos), pero también vanidoso y redundante (y ahí no)». Estas palabras describen con perfección milimétrica The Sweet East, película escrita por el pulso del delirio que, revestido con un maquillaje feísta que pretende ser subversivo, emplea un tono que quiere ser irónico, pero que no tarda en desvelarse cínico y moralista. Y es que, pese a que el director también se ría de sí mismo y de su propio oficio, se hace bastante palpable la superioridad con la que observa a sus personajes.

    El guionista Nick Pinkerton dice que la película nació cuando «como hombre de cuarenta y ocho años, me pregunté cómo sería crecer como adolescente en un mundo en el que te dicen constantemente que no hay futuro». Resulta bastante contradictorio, por tanto, que una obra que surge como reacción al ambiente nihilista que se respira en la actualidad haga gala de precisamente un humor nihilista que iguala por abajo tanto a los que se están cargando el futuro como a los que intentan salvarlo. Aunque puede que no sea tanto una contradicción como una decisión tomada con plena consciencia, puesto que la película esconde un sótano de opiniones políticas que apesta a rancio y que imposibilita en gran medida conectar con unos chistes que, casualidad, apuntan a todas las ideologías menos a la que comparten sus creadores. Porque, si bien es cierto que la película construye su humor a través de la caricaturización de los distintos colectivos que pueblan Estado Unidos, la imagen que proyecta de, por ejemplo, los grupos de izquierdas que luchan por un mundo inclusivo es, básicamente, una visión distorsionada y ridiculizada que los coloca en la misma balanza que a los ultraderechistas de QAnon. No hay, sin embargo, parodia alguna de todas aquellas personas que se presentan como adalides del sueño americano y que se oponen a la sanidad y educación pública, que consideran que pagan demasiados impuestos y que defienden el uso indiscriminado de armas; lo que hay es una burla de brocha gorda a los conspiranoicos más radicales y a las bandas de iluminados que le rinden culto a Hitler y duermen cubiertos por unas sábanas con dibujos de esvásticas. The sweet east quiere ser punki, rebelde, nadar a contracorriente y resultar incómoda, pero nada hay menos rebelde que un humor exagerado que se burla de los colectivos más desfavorecidos en favor de los poderosos. Y es que, como apuntó el gran Roger Koza, “una comedia que no hiende el orden del mundo, deja todo como está y además lo confirma no es otra cosa que una comedia reaccionaria”.


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