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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Sound of Freedom

    || Críticas | ★★★☆☆
    Sound of Freedom
    Alejandro Monteverde
    La mies es mucha y pocos los operarios


    Ignacio Pablo Rico Guastavino
    Madrid|

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2023. Título original: Sound of Freedom. Dirección: Alejandro Monteverde. Guion: Rod Barr, Alejandro Monteverde. Compañías productoras: Santa Fé Films, Angel Studios. Fotografía: Gorka Gómez Andreu. Montaje: Sara Escobar. Reparto: Jim Caviezel, Cristal Aparicio, Lucás Ávila, Bill Camp, Eduardo Verástegui, Mira Sorvino, Javier Godino, Kurt Fuller, Gustavo Sánchez Parra. Duración: 131 minutos.

    En Sound of Freedom, tercera fábula moral(ista) firmada por el mexicano Alejandro Monteverde, conviven, más o menos armonizadas, diferentes intenciones. La nueva película de Angel Studios —responsables del reciente fenómeno The Chosen (Los elegidos) (The Chosen, Dallas Jenkins, 2017-)— es un thriller con ADN reconociblemente estadounidense ambientado en tierra hostil. Es, también, un folleto informativo sobre el tráfico y la explotación sexual de menores, y aunque este resulte un aspecto de indudable interés humano, quizás sea el menos relevante cinematográficamente. Además de todo ello, Sound of Freedom funciona como un nuevo jalón en los respectivos activismos del actor y productor Jim Caviezel y, sobre todo, de Tim Ballard —en cuyas hazañas se inspira libremente el filme— y del intérprete Eduardo Verástegui —principal impulsor del movimiento social Viva México—. Estos dos últimos aspectos hacen de Sound of Freedom un artefacto de guerrilla, cuya marcada conciencia religiosa es fruto del encuentro entre confesiones distintas y distantes como la mormona, la católica y la evangélica.

    Tim Ballard (Jim Caviezel) es un agente de Seguridad Nacional en los EE.UU. que, desde hace muchos años, se dedica a capturar a distribuidores de material pedófilo. Sin embargo, un día le llega, a través de un agotado compañero de trabajo, la pregunta clave: ¿a cuántos niños ha conseguido rescatar en todo este tiempo? Su crisis moral y existencial lo llevará por un sendero para él ignoto: abandonará su trabajo y encontrará, en su improbable y heroica gesta, aliados tan disímiles como Vampiro (Bill Camp), antiguo miembro del Cartel de Cali; Paul (Eduardo Verástegui), un millonario hostigado por la mala conciencia; o Jorge (Javier Godino), agente policial colombiano. Todos ellos se ven arrastrados a un imprevisible entramado de acontecimientos donde el «gran dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos» (Ap 12, 3), que pone en jaque lo bello –es decir, lo bueno– de la Creación, es una organización transnacional dedicada a la cosificación y destrucción de la inocencia infantil.

    Y a propósito del Apocalipsis, último libro de la Biblia, no es baladí que, en la historia familiar que sirve de hilo conductor a Sound of Freedom, falte la figura materna. La narración se inicia, significativamente, cuando una mujer, la presunta cazatalentos Katy-Gisselle (Yessica Borroto), llama a la puerta del hogar que habitan Roberto (José Zúñiga) y sus dos hijos, Rocío (Cristal Aparicio) y Miguel (Lucás Ávila). Con su apariencia dulce y afectuosa, Katy-Gisselle se revela, a la postre, una inversión perversa de aquella visión de san Juan: la «mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas» (Ap, 12, 1). Su negocio es, en apariencia, elevar a los infantes a un engañoso estrellato que reduce cuerpo y espíritu a la condición de cosas, vulnerando así, dentro del ámbito teológico en el que se conduce el largometraje, la condición sagrada y libre de su preciosa humanidad: «¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino el inmutablemente bello?» (san Agustín, Sermón 241, 2 (PL 38, 1134).

    En este sentido, podríamos aseverar que Sound of Freedom es un trabajo sobre la mirada. Del Akira Kurosawa de Rashomon (Rashômon, 1950) al Michelangelo Antonioni de Blow-Up (Deseo de una mañana de verano) (Blow-Up, 1966), pasando por los sincrónicos Alfred Hitchcock —Psicosis (Psycho, 1960)— y Michael Powell —El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960)—, la Modernidad audiovisual insistía en que no existen miradas inocentes; ni siquiera en la despreocupada audiencia. La transformación de Tim Ballard no se produce a través del molesto psicologismo con que el cine contemporáneo ha pretendido dotar de falaz profundidad a los héroes de acción. La conversión del personaje en un salvador viene apenas mediada por un plano de sus ojos, rebosantes de lágrimas, mientras se refleja en ellos el documento digitalizado de un abuso sexual. Es justo en el plano subsiguiente, avanzando de frente a la cámara, cuando Ballard abandona su condición de testigo y se convierte en un apóstol, atravesado, sin vuelta atrás, por la conciencia de que «los niños de Dios no están en venta». En dichos términos, se antoja loable el talante sintético del relato, especialmente en su primer tercio, que remite por la sencillez de sus mimbres dramáticos y su austera concreción formal a la narrativa evangélica de san Mateo.

    Esta cualidad heroica de Ballard nada a contracorriente de lo que nos ofrecen los blockbusters de los últimos años. El superhéroe, aun con raíces clásicas, está antes emparentado con la figura del caballero andante que con las de Hércules o Aquiles. En cambio, el personaje central de Sound of Freedom, que se mueve en un mundo globalizado donde han desaparecido la geografía mágica y el tiempo mítico de las tradiciones grecorromanas, se presenta ante nosotros como una actualización de los viejos héroes, susceptibles, con sus acciones, no solo de proteger al indefenso y de salvaguardar la dignidad del ofendido, sino de elevar a la comunidad a un nuevo estadio cultural y espiritual. El periplo de Ballard lo obliga a atravesar las tinieblas no solo de entornos corruptos, sino de su propio corazón. Por ello, debemos destacar la manera en que Gorka Gómez Andreu fotografía su rostro: parte del mismo se ve asolado constantemente por un rastro de penumbra. Nos remite así, por cierto, a las dos décadas de trabajo de Stom Stern para Clint Eastwood. De este modo, adquiere pleno significado que la travesía física de Ballard culmine en una habitación de hospital, con la luz del amanecer alcanzando, a la par, su faz y la de la pequeña Rocío. Proteger la candidez de dos hermanos, entre los millones de niños secuestrados, ha sido suficiente para cicatrizar las heridas que, a través de su atormentada mirada, habían ido abriéndose en su alma. En el inclasificable Resucitar (Ediciones Encuentro, 2017), Christian Bobin decía: «Escribo con una balanza minúscula, como las que utilizan los joyeros. En uno de los platillos pongo la sombra y en el otro la luz. Un gramo de luz sirve de contrapeso a varios kilos de sombra».

    La restauración de ese orden moral y espiritual destruido no la lleva a cabo un personaje que nos remita a los doce apóstoles más conocidos de Jesús; ni siquiera es un trasunto de san Pablo. A ojos de Miguel y, más tarde, de Rocío, Tim no será otro que Timoteo, en griego «el que honra a Dios». Exhortado este, en la primera carta neotestamentaria dirigida a él, a mantener su fidelidad al «Rey de reyes, al Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad y habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver» (1 Tim, 6, 14-16), Benedicto XVI escribía al respecto que «san Pablo se sirvió de colaboradores para el cumplimiento de sus misiones […] es evidente que no lo hacía todo él solo, sino que se apoyaba en personas de confianza que compartían sus esfuerzos y responsabilidades» (Audiencia General, miércoles 13 de diciembre de 2006). Del mismo modo, Ballard dista en pantalla de manifestar una condición mesiánica. Es solo otro modesto operario que ha acudido a la mies. Un hombre más, consciente de sus límites y limitaciones, que se ha abierto a la bondad abrumadora de lo divino. Un gramo de luz. ⁜


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